Salmo 5; 3
«¡Oh, Jehová, de mañana oirás mi voz; de
mañana me presentaré delante de ti, y esperaré!»
A todos los lectores de este blog quisiera persuadiros de que Dios ha de oír con
frecuencia vuestra voz; « Oíste
mi voz; no escondas tu oído al clamor de mis suspiros. ». (Lamentaciones 3:56.) Éste es un signo de vida,
aunque se trate de: « Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en
nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero
el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.» (Romanos
8:26). Háblale, aunque sea en un
lenguaje entrecortado, como el de Ezequías: « Como la grulla y como la golondrina me
quejaba; gemía como la paloma; alzaba en alto mis ojos. Jehová, violencia
padezco; fortaléceme.» (Isaías
38:14.)
Háblale con
frecuencia, Él siempre está
escuchando. Escúchale cuando Él te habla, presta atención a todo lo que te
dice: Como cuando escribes la respuesta a una carta de negocios, la pones
delante de ti; la Palabra de Dios tiene que ser la guía a tus deseos, y no
esperes que te escuche si tú haces oídos sordos a lo que Él te dice. Procura,
pues, tener ocasiones frecuentes para hablar con Dios, y ten interés en que
aumente tu amistad con Él, procurando no hacer nada que le desagrade; y
refuerza tu interés en el Señor Jesús, ya que sólo por medio de Él tienes
acceso con confianza delante de Dios. Mantén tu voz afinada para la oración y
que tu lenguaje sea puro, para que sea apto para invocar el nombre de Jehová.
(Sofonías 3:9. En aquel tiempo devolveré yo a los
pueblos pureza de labios, para que todos invoquen el nombre de Jehová, para que
le sirvan de común consentimiento) Y en toda oración recuerda que estás
hablando a Dios, y deja claro que sientes reverencia y temor en tu espíritu; no
te apresures con la boca, cuando hables delante de Dios, sino que toda palabra
sea bien ponderada, porque Dios está en el cielo, y nosotros en la tierra.
(Eclesiastés 5:2. No te des prisa con tu boca, ni tu
corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios; porque Dios está en el
cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras.) Y si
Él no nos hubiera invitado y animado a hacerlo, habría sido una presunción
incalificable que humildes gusanos pecadores como somos nosotros nos hubiéramos
atrevido a hablar al Señor de la gloria. (Génesis 18:27. Y Abraham replicó y dijo: He aquí ahora que he comenzado a
hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza.) Y procuremos hablarle con
el corazón, con sinceridad, porque es por nuestras vidas y la vida de nuestras
almas que estamos hablando delante de Él. Hemos de dirigir nuestra oración a Dios.
No sólo tiene que oír El nuestra voz, sino que hemos de dirigirnos a Él de modo
mesurado y cuidadoso. «A Ti, ¡oh, Jehová!, levantaré mi
alma.» (Salmo 25:1.) «Dirigiré a Ti mis afectos; habiendo puesto mi amor
en Ti, a Ti lo dirigiré.» En el original dice sólo: «A Ti me dirigiré», pero la
traducción dice muy bien: «A Ti, ¡oh, Jehová!, levantaré mi alma: dirigiré mi
oración.» Esto es: Cuando oro a Ti te dirijo mis oraciones; y concentro en ello
mis pensamientos, aplico mi alma asiduamente al deber de la oración. Hemos de
hacerlo de modo solemne; como aquellos que tienen algo de gran importancia en
su corazón, que para ellos es de valor, y no lo tratan a la ligera. Cuando voy
a orar, no debo ofrecer el sacrificio de los necios, que no piensan en lo que van
a hacer o lo que han de sacar de ello, sino que he de decir las palabras de los
sabios, que tienen un objetivo recto y claro en lo que dicen, y adaptan lo que
dicen bien a Él; nosotros hemos de tener como propósito la gloria de Dios y
nuestra verdadera felicidad; y el pacto de la gracia está tan bien ordenado que
Dios se ha complacido en unir sus intereses a los nuestros, de modo que al
buscar su gloria real y efectivamente, buscamos nuestros verdaderos intereses.
Esto es dirigir la oración como el que dispara una saeta al blanco
directamente, y está apuntando con el ojo fijo y el pulso seguro. Esto es
ocupar nuestro corazón en Dios a fin de desprenderlo de todo lo demás. El que
toma la mira con un ojo, cierra el otro; el que quiere dirigir una oración a Dios
tiene que descartar las otras cosas, tiene que recoger sus pensamientos
sueltos, congregarlos y prestar atención, porque orar es trabajo que los
necesita todos y es digno de todos; así que hemos de poder decir con el
salmista: «Oh, Dios, mi corazón está fijo, mi corazón está fijo.» Cuando dirijo
mi oración, la dirigiré a Ti. Y así, la oración manifiesta: La sinceridad de
nuestra intención habitual en la oración. No hemos de hacer nuestra oración
pensando en los hombres, para poder recibir alabanza y aplauso de ellos, como
hacían los fariseos, que ostentaban sus devociones y hacían limosnas con miras
a ganarse una buena reputación; verdaderamente ya tienen una recompensa; los
hombres los alaban aquí, pero Dios aborrece su orgullo e hipocresía. No tenemos
que dejar nuestras oraciones inespecíficas de un modo general, como los que
decían: ¿Quién nos va a favorecer en algo? Ni hemos de dirigirlas al mundo,
festejando sus sonrisas, persiguiendo la riqueza, como aquellos de los que se
dice que no claman a Dios en sus corazones, sino que se congregan para el trigo
y para el mosto. (Oseas 7:14. Y no clamaron a mí con su
corazón cuando gritaban sobre sus camas; para el trigo y el mosto se
congregaron, se rebelaron contra mí.) Que el resorte y centro de
nuestras oraciones no sea el yo, el yo carnal, sino Dios; que el ojo del alma
esté fijo en El cómo su objetivo más elevado, y se aplique a Él; que ésta sea
la disposición habitual de nuestra alma; el glorificar su nombre y darle
alabanza; que éste sea el intento de tus deseos, que Dios sea glorificado y que
esto los dirija, determine, santifique y si es necesario los domine.
Nuestro Señor nos enseñó esto claramente en la
primera petición de la oración dominical: Padre nuestro, santificado sea tu
nombre. Éste es nuestro objetivo y las demás cosas son deseadas con miras al
cumplimiento de este objetivo; la oración es dirigida a la gloria de Dios, en
todo aquello en lo que Él nos ha dado a conocer de sí mismo: la gloria de su
santidad. Es con miras a la santificación de su nombre que deseamos que
venga su reino, que se haga su voluntad, y que seamos alimentados, guardados y
perdonados. El que la gloria de Dios sea nuestro objetivo habitual, da por
resultado la sinceridad que es nuestra perfección evangélica.
Todo el ojo todo el cuerpo, y también el alma están
llenos de luz. Por ello la oración es dirigida a Dios. Manifiesta la firmeza de
nuestra consideración a Dios en la oración. Hemos de dirigir nuestra oración a
Dios, esto es, hemos de pensar continuamente en Él como Aquel con quien tenemos
tratos en oración. Hemos de dirigirle nuestra oración, como dirigimos nuestras
palabras a la persona con la cual tratamos. La Biblia es una carta que Dios nos
ha enviado; la oración es una carta que nosotros le enviamos a Él; ahora bien,
ya sabéis que es esencial que una carta tenga dirección, y es necesario que
esté bien dirigida; si no es así, corre peligro de perderse, lo cual puede ser
de graves consecuencias; vosotros oráis cada día, y con ello enviáis cartas a
Dios; si se pierden estas cartas es difícil evaluar la pérdida; es, pues,
necesario que la oración sea dirigida a Él. ¿Cómo? Llámale con sus títulos, como
cuando te diriges a una persona de honor; dirígete a Él como el gran Jehová, Padre
Celestial, Padre Eterno, Dios sobre todas las cosas, bendito para siempre; rey
de reyes, y Señor de señores: como Dios de misericordia; que tu corazón y tu
boca estén llenos de santa adoración y admiración a Él, y usa los títulos más
apropiados para producir santo temor y reverencia en tu mente. Dirige tus
oraciones a Él como el Dios de la gloria, cuya majestad es indescriptible, y
cuya grandeza no puede ser escudriñada, para que no te atrevas a faltarle o
tratarle con ligereza en lo que le dices. No te olvides de cuál es tu relación
con Él, como hijo suyo, y no pierdas esto de vista en la tremenda adoración de
su gloria.
Se me ha dicho de un buen hombre que escribía un
diario de sus experiencias, y que entre ellas se hallan las siguientes: con
ocasión de su oración en privado, su corazón, al principio de su deber, sentía
la necesidad de dar a Dios títulos sobrecogedores y tremendos, y le llamaba
Poderoso, Terrible, pero más adelante él mismo se dijo: ¿y por qué no llamarle
también Padre? Cristo, tanto en precepto como en ejemplo, nos enseñó a
dirigirnos a Dios como nuestro Padre, y el espíritu de adopción nos enseña a
clamar: «Abba, Padre»; un hijo, aunque sea pródigo, cuando se arrepiente y
regresa, puede ir a su padre y decirle: «Padre, he pecado; ya no soy digno de
ser llamado tu hijo», pero, con todo, se atreve a llamarle padre. Cuando Efraín
se queja de que, como novillo indómito, fue castigado, Dios dice de él: «Hijo
predilecto, niño mimado» (Jeremías 31:18- 20 Escuchando, he oído a Efraín que se lamentaba: Me azotaste, y fui
castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré convertido, porque tú eres
Jehová mi Dios. 19 Porque después que me
aparté tuve arrepentimiento, y después que reconocí mi falta, herí mi muslo; me
avergoncé y me confundí, porque llevé la afrenta de mi juventud. 20 ¿No es Efraín hijo precioso para mí? ¿no es
niño en quien me deleito? pues desde que hablé de él, me he acordado de él
constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él; ciertamente tendré
de él misericordia, dice Jehová),
y si Dios no se avergüenza de llamarle hijo, bien podemos nosotros llamarle
Padre. Dirige tu oración a Dios en el cielo. Esto nos lo ha enseñado nuestro
Salvador al comienzo de la oración dominical: «Padre nuestro que estás en los
cielos.» No que se halle confinado en los cielos, ni se trata si el cielo o el
cielo de los cielos le contiene, sino que se nos dice que allí ha preparado su
trono, no sólo el de gobierno por medio del cual su reino rige sobre todos,
sino su trono de gracia, al cual hemos de allegarnos por medio de la fe.
Tenemos que verles como el Dios en los cielos, en
oposiciones a los dioses de los paganos que habitan en templos hechos de manos.
Los cielos son un alto lugar, y hemos de dirigirnos a Él como a un Dios
infinitamente por encima de nosotros; Él es el origen de la luz, y a Él hemos
de dirigirnos como el Padre de las luces; el cielo es un punto para observar, y
hemos de ver sus ojos sobre nosotros, contemplando a todos los hijos de los
hombres; es un lugar de pureza, y hemos de ver a Dios en oración, como un Dios
santo, y darle gracias al recordar su santidad; es el firmamento de su poder, y
hemos de depender de Él, ya que es a Él que pertenece el poder. Cuando nuestro
Señor Jesús oraba, dirigía sus ojos al cielo, para indicarnos a nosotros de
dónde esperar las bendiciones que necesitamos.
Envía esta carta, o sea la oración, a través del
Señor Jesús, el único Mediador entre Dios y los hombres. La carta se va a
perder si no la pones en sus manos. Él es el «Ángel» que pone mucho incienso en
las oraciones de los santos, y así perfumadas las presenta al Padre, según
vemos en Apocalipsis 8:3 Otro
ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un incensario de oro; y se le
dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el
altar de oro que estaba delante del trono. Lo
que pedimos al Padre debemos pedirlo en su nombre; lo que esperamos del Padre
debe ser a través de su mano, porque Él es el Sumo Sacerdote de nuestra
profesión; el que es ordenado para que los hombres entreguen sus ofrendas a
través de Él. (Hebreos 5:1 Porque todo sumo sacerdote
tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a
Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados;)
Deja la carta en su mano, y Él la entregará, y hará
nuestro servicio aceptable. Hemos de mirar hacia arriba, esto es, hemos de
mirar hacia arriba en nuestras oraciones, como quienes hablan a un superior,
alguien que está infinitamente más arriba, el Alto y Santo que habita en la eternidad; como
los que esperan que todo don perfecto y bueno venga de arriba, del Padre de las
luces; como los que desean en oración entrar en el lugar santísimo y acercarse
con corazón verdadero. Con una mirada de fe hemos de mirar por encima del mundo
y todo lo que hay en él hemos de mirar más allá de las cosas del tiempo; ¿Qué
es este mundo y todas las cosas de aquí abajo, al que sabe dar su valor
adecuado a las bendiciones espirituales, en las cosas celestiales, por
Jesucristo? El espíritu del hombre, al morir, va hacia arriba (Eclesiastés 3:21
¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres
sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo a la tierra?),
porque vuelve al Dios que lo dio, y por tanto, conforme a su origen, tiene que
mirar hacia arriba en toda oración, pues ha puesto sus afectos en las cosas de
arriba, y allí es donde ha depositado su tesoro. Por tanto, elevemos nuestros
corazones y nuestras manos, en oración, al Dios de los cielos.
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