Salmo 4:8
«En paz me acostaré, y asimismo dormiré; Porque
solo Tú, Jehová, me haces vivir confiado.»
¡Cuán
confortables podemos echarnos a dormir, pues, con estos pensamientos en nuestra
mente! ¡Y cuan confortables cuando nos echemos para morir, habiéndonos
acostumbrado a estos pensamientos! Echémonos con la reflexión penitente de
nuestros pecados del día que ha transcurrido. Alabemos a Dios y deleitémonos en
Él, pero por desgracia, esta labor de los ángeles no es la única a que nos
dedicamos. Nos solazamos en la bondad de Dios, pero nos afligimos, pues es
necesario también que nos arrepintamos de muchas cosas por nuestro atrevimiento
y nuestros desmanes; los dos es necesario que vayan juntos; hemos de reconocer
todo lo que hacemos. No debe cabernos duda: nuestra naturaleza sigue
corrompida, hay en ella raíces amargas. Nuestras ofensas son persistentes, ya
que no hay justo ni aun uno. Estamos en medio de un mundo corrupto, y no
podemos pasar por él sin mancha. Si decimos que no tenemos pecado o que hemos
pasado un día sin pecar, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en
nosotros. Hemos de pedir, pues, ser limpiados de nuestras faltas, incluso de
aquellas de las que no nos hemos dado cuenta. Tendríamos que aspirar a una
perfección sin pecado, vigilando cuidadosamente por alcanzarla, pero después de
todo hemos de reconocer que nos quedamos cortos, que no la hemos conseguido, y
que no somos perfectos. Ésta es nuestra experiencia triste pero constante, y no
hay día que, al cerrarse, no nos obligue a ponernos de rodillas. Hemos de
examinar nuestras conciencias para hallar las transgresiones particulares del
día transcurrido. Examinemos nuestros caminos, pensamientos, palabras,
acciones, y comparémoslas con las reglas de la Palabra de Dios. Miremos
nuestros rostros al espejo y veamos las manchas que hay. Preguntémonos: ¿Qué he
hecho hoy? ¿En qué he faltado? ¿Qué deberes he descuidado? ¿Qué pasos falsos he
dado? ¿He cumplido con los deberes respecto a mis relaciones particulares y me
he ajustado a la voluntad de Dios en todas sus providencias? Al hacerlo
llegaremos a conocernos bien, lo cual contribuirá más que ninguna otra cosa a
la prosperidad de nuestra alma. Tenemos que renovar nuestro arrepentimiento en
todo cuanto hemos hallado pecaminoso en nosotros. Hemos de arrepentimos, y
lamentarlo sinceramente, y avergonzarnos de ello, y dar gloria a Dios haciendo
confesión. Si hay algo en particular que parece más malo que de ordinario,
tenemos que lamentarlo de modo especial, y en general, hemos de mortificarnos
por pecados debidos a flaquezas diarias, que no deberíamos tomar ligeramente,
porque son recurrentes, y por tanto deberíamos avergonzarnos más de ellos y de
su causa. Es bueno no demorar el arrepentimiento; hay que hacerlo antes de que
el pecado consiga engañarnos y nos endurezcamos. Las demoras son peligrosas;
las heridas recientes se curan fácilmente, pero si tardan en curarse se dañan,
hieden y supuran (Salmo 38:5 Hieden y supuran mis
llagas, A causa de mi locura.)
Aunque
durante el día entremos en pecado por debilidad de la carne, podemos ser
restablecidos antes de acostarnos si nos arrepentimos. No tenemos, pues, que
desanimarnos. El pecado que nos humilla no será nuestra ruina. Hemos de hacer
una aplicación reciente de la sangre de Cristo a nuestras almas para la
remisión de nuestros pecados, y la aceptación por la gracia de nuestro
arrepentimiento. No hemos de pensar que sólo tenemos necesidad de Cristo para
la primera conversión. Tenemos necesidad diaria de Él como nuestro abogado ante
el Padre, y por tanto, como tal, siempre aparece ante la presencia de Dios por
nosotros y se ocupa continuamente de nosotros. Incluso nuestros pecados diarios
rutinarios serían nuestra rutina si Él no hubiera hecho satisfacción por ellos
y no hiciera intercesión ahora por nosotros. El que ha sido limpiado, todavía
necesita lavarse los pies de la suciedad que se le pega por el camino, y
bendito sea Dios que hay una fuente abierta para que nos lavemos, y está
abierta siempre. Hemos de dirigirnos al trono de la gracia pidiendo perdón y
paz. Los que se arrepienten deben orar que los pensamientos de su corazón sean
perdonados (Hechos 8:22 Arrepiéntete, pues, de esta tu
maldad, y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu
corazón;). Y es bueno que seamos particulares en nuestras oraciones
pidiendo el perdón del pecado, como Ana, que oraba por un hijo, Samuel.
Así que tenemos que decir: pido perdón de esto o de
aquello. Sin embargo, la oración del publicano es siempre apropiada: «Dios, sé
propicio a mi pecador.» Postrémonos con humildes suplicaciones en favor de las
misericordias de la noche. La oración es necesaria al anochecer como era por la
mañana, porque tenemos la misma necesidad del favor y cuidado divino para hacer
la salida del día tan hermosa como fue la mañana. Hemos de orar para que
nuestro hombre exterior esté bajo el cuidado de los santos ángeles de Dios que
son los ministros de su providencia. Dios ha prometido que dará sus ángeles
para que custodien a aquellos que hacen del Altísimo su refugio, y que éstos
acamparán alrededor de ellos para defenderlos; lo ha prometido y podemos
pedirlo. En Cantares 3:7-8(He aquí es la litera de
Salomón; Sesenta valientes la rodean, De los fuertes de Israel. Todos ellos
tienen espadas, diestros en la guerra; Cada uno su espada sobre su muslo, Por
los temores de la noche) vemos que la tierra de Salomón era guardada por
sesenta valientes, todos ellos llevando espada al cinto y diestros en la
guerra. Mucho más segura es la guardia que dan las huestes de ángeles que
rodean nuestras camas y nos preservan de los espíritus malignos. Jesús dice a
Pedro: «¿No puedo ahora rogar a mi Padre para que ponga a mi disposición más de
doce legiones de ángeles?» Estos ángeles están también a nuestra disposición.
Hemos de orar para que el hombre interior esté bajo la influencia del Espíritu
Santo, que es el Autor y fuente de su gracia. Las ordenanzas sagradas públicas
son oportunidades en las cuales el Espíritu obra en los corazones de los
hombres, y por tanto, cuando asistimos a ellas hemos de pedir las operaciones
del Espíritu, y lo mismo en el retiro privado, hemos de hacer la misma oración.
Hallamos que « Por sueño, en
visión nocturna, Cuando el sueño cae sobre los hombres, Cuando se adormecen sobre el lecho, 16 Entonces revela al oído de los hombres, Y les
señala su consejo,.» (Job 33:15-16.)
Dios instruye al hombre cuando el sueño cae sobre él. Y David concuerda con
esta experiencia, pues halló que Dios le visitaba de noche. « Tú has probado mi corazón, me has visitado
de noche; Me has puesto a prueba, y nada inicuo hallaste; He resuelto que mi boca no haga transgresión..»
(Salmo 17:3.) Y que Dios le da
consejo: « Bendeciré a
Jehová que me aconseja; Aun en las noches me enseña mi conciencia..» (Salmo 16:7.) Halló que la noche era un momento
apropiado para recordar a Dios y meditar en Él, y para mejorar la sazón de este
conversar con Dios en la soledad, necesitamos la influencia del Espíritu Santo,
cuya presencia hemos de pedir al acostarnos y al cual nos hemos de someter. No
sabemos en qué forma obra la gracia de Dios cuando dormimos, pero no cabe duda
de que el Espíritu del Señor tiene libertad para influir en nosotros. Tenemos
razones para orar no sólo que nuestra mente no sea perturbada por malos sueños
en que pueden actuar espíritus malignos, sino para que sea aquietada por buenos
sueños. He conocido a hombres que oraban cada noche pidiendo buenos sueños.
Segundo. Cuando nos acostamos hemos de procurar hacerlo en
paz. A Abraham se le prometió que iría a la sepultura en paz (Génesis 15:15 Y tú vendrás a tus padres en paz, y serás sepultado en buena
vejez.), y esta promesa es válida para toda su simiente espiritual,
porque el fin del justo es paz; Josías murió en paz, aunque murió en una
batalla. Se dice que los malvados yacerán en dolor (Isaías 50:11 He aquí que todos vosotros encendéis
fuego, y os rodeáis de teas; andad a la luz de vuestro fuego, y de las teas que
encendisteis. De mi mano os vendrá esto; en dolor seréis sepultados.) A los
justos se les promete que yacerán y nadie les atemorizará. (Levítico 26:6 Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os
espante; y haré quitar de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no
pasará por vuestro país; Job 11:19 Su dimensión
es más extensa que la tierra, Y más ancha que el mar.) Por tanto,
entremos en este descanso, y no nos quedemos cortos de poder hacerlo.
Acostémonos en paz con Dios porque sin esta paz no puede haber ninguna. No hay
paz —dijo Dios con los malos— con quienes Dios está en guerra. El estado de
pecado es un estado de enemistad contra Dios; el que continúa en pecado está
bajo la ira y la maldición de Dios y no puede acostarse en paz. Apresúrate,
pues, pecador, a hacer la paz con Dios en Jesucristo, por medio del
arrepentimiento y la fe; echa mano de su fuerza y tendrás paz. Acepta las
condiciones de paz que se te ofrecen. No difieras el momento, no te entregues
al sueño en estas condiciones, no sea que mueras. El pecado está procurando
enturbiar las relaciones con Dios y nuestras almas, provocando a Dios y
alejándonos a nosotros de Él. Es necesario que nos reconciliemos con Él por
medio de su Espíritu y la intercesión de su Hijo; nada debe interponerse entre
Dios y nosotros, entre su misericordia que desciende a nosotros y nuestras
oraciones que ascienden a Él. Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Entonces no sólo nos acostamos en paz, sino gozosos en la esperanza de la
gloria de Dios. Acostémonos en paz con los hombres. Los que tienen muchos
negocios en el mundo raramente pasan un día en que no sufran algún agravio de
alguien, o por lo menos así lo creen. Al retirarse por la noche y reflexionar
sobre ello es posible que el fuego arda, crezca el resentimiento y digan: Le
haré como Él me ha hecho (Proverbios 24:29 No digas:
Como me hizo, así le haré; Daré el pago al hombre según su obra.). Es el
momento de meditar la venganza; por ello es necesario que la sabiduría y la
gracia apaguen este fuego del infierno y la mente se disponga a perdonar la
injuria. Si otros se inclinan a disputar o reñir con nosotros, sea nuestra
resolución que no pelearemos con ellos. Hemos de amar a nuestros prójimos como
a nosotros mismos, y por tanto, no podemos albergar malicia contra nadie. Y
hallaremos que es mucho más fácil y agradable el perdonar veinte agravios que
el vengar uno. Si hemos echado todos nuestros cuidados del día sobre Dios
podemos acostarnos en paz. El pensar en el día de mañana es un gran obstáculo
para la paz de la noche. Aprendamos a vivir sin inquietud y a referir todos
nuestros sucesos a Dios, que puede, según su voluntad, hacer lo mejor para
aquellos que le aman: «Padre, sea hecha tu voluntad.» Nuestro Salvador insiste
sobre esto a sus discípulos, que no se acongojen pensando en qué comerán o
beberán, o con qué se vestirán, porque el Padre celestial sabe que tienen
necesidad de todas estas cosas, y Él se las proporcionará. Por tanto, echemos
de nosotros esta carga.
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