Efesios 2:1 Y él os dio vida a
vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados…
Efesios 2; 8-9 Porque por gracia sois
salvos por medio de la fe; y
esto no de vosotros, pues
es don de Dios; 9 no por obras, para que nadie se gloríe.
El diseño del apóstol Pablo en este y algunos
versículos siguientes es mostrar la extrema pecaminosidad del pecado, y exponer
el triste estado y condición del hombre por naturaleza, y magnificar las
riquezas de la gracia de Dios, y representan la extraordinaria grandeza de su
poder en la conversión, ya que estaban muertos en delitos y pecados; no sólo
muertos en Adán, en quien pecaron, siendo su cabeza y representante federal; y
en sentido jurídico, habiendo recaído sobre ellos la sentencia de condenación y
muerte; pero en un sentido moral, a través del pecado original y de sus propias
transgresiones reales: cuya muerte radica en la separación de Dios, Padre, Hijo
y Espíritu, tales están sin Dios, y están alejados de la vida de Dios, y están
sin Cristo, que es el autor y dador de la vida, y ellos son sensuales, no
teniendo el Espíritu, que es el espíritu de vida; y en una deformación de la
imagen de Dios, los tales están muertos en cuanto a su entendimiento, voluntad
y afecto, con respecto a las cosas espirituales, y en cuanto a su capacidad
para hacer cualquier cosa que sea espiritualmente buena; y en una pérdida de la
justicia original; y en una privación del sentido de pecado y miseria; y en
servidumbre al pecado, a Satanás y al mundo: de ahí que parezca que el hombre
debe ser en sí mismo inaceptable para Dios, contagioso y dañino para sus
semejantes, e incapaz de ayudarse a sí mismo: por eso era habitual entre los
judíos llamar un hombre malvado e ignorante, un hombre muerto.
El pecado es
la muerte del alma. Un hombre muerto en delitos y pecados no siente deseos por la
cosas espirituales. Cuando miramos un cadáver, da una sensación espantosa. El
espíritu que nunca muere se ha ido, y nada ha dejado sino las ruinas de un
hombre. Puedes hablarle, llamarle pero no va a responder, está muerto. Pero si
viéramos bien las cosas, deberíamos sentirnos mucho más afectados con el pensamiento
de un alma muerta, un espíritu perdido y caído. El
amor eterno o la buena voluntad de Dios para con sus criaturas es la fuente de
donde fluyen todas sus misericordias para nosotros; ese amor de Dios es amor
grande, y su misericordia es misericordia rica. Todo pecador convertido es un
pecador salvado; librado del pecado y de la ira. La gracia que salva es la
bondad y el favor libre e inmerecido de Dios; Él salva, no por las obras de la
ley, sino por la fe en Cristo Jesús.
La gracia en el alma es vida nueva en el alma. Un
pecador regenerado llega a ser un ser viviente; vive una vida de santidad,
siendo nacido de Dios: vive, siendo librado de la culpa del pecado, por la
gracia que perdona y justifica.
La bondad de Dios al convertir y salvar pecadores
aquí y ahora, estimula a los demás a esperar, en el futuro, en su gracia y
misericordia. El favor gratuito de Dios, al que se atribuye la salvación en
todas sus ramas; como elección, redención, justificación, perdón, adopción,
regeneración y gloria eterna. Nuestra fe, nuestra conversión, y nuestra
salvación eterna no son por las obras, para que ningún hombre se jacte. Estas
cosas no suceden por algo que nosotros hagamos, por tanto, toda jactancia queda
excluida. Todo es dádiva libre de Dios y efecto de ser vivificado por su poder.
Fue su propósito para lo cual nos preparó bendiciéndonos con el conocimiento de
su voluntad, y su Espíritu Santo produce tal cambio en nosotros que
glorificaremos a Dios por nuestra buena conversación y perseverancia en la
santidad.
Dicho todo lo anterior, quiero demostrar, pues, que la fe, por la que
somos cristianos, es un don de Dios.
Pero, ante todo, juzgo que debo responder a todos aquellos que afirman que los
testimonios que he aducido acerca de este misterio solamente tienen valor para
probar que la fe procede de nosotros y que únicamente el aumento de ella es
debido a Dios; como si no fuese El quien nos da la fe, sino que ésta es
aumentada por El en nosotros en virtud de algún mérito que empezó por nosotros.
Mas si la fe, con que empezamos a creer, no se debe a la gracia de Dios, sino
que más bien esta gracia se nos añade para que creamos más plena y
perfectamente, por lo cual primero ofrecemos nosotros a Dios el principio de
nuestra fe, para que nos retribuya El luego lo que de ella nos falta o
cualquiera otra gracia de las que por medio de la fe pedimos, tal doctrina no
difiere en nada de la proposición que el mismo Pelagio se vio obligado a
retractar en el concilio de Palestina, conforme lo testifican sus mismas actas,
cuando dijo «que la gracia de Dios nos es dada según nuestros méritos».
Mas ¿Por qué no hemos de escuchar nosotros contra
esta doctrina aquellas palabras del Apóstol a los Romanos 11; 35-36 ¿O quién le dio a él
primero, para que le fuese recompensado? 36
Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la
gloria por los siglos. Amén. Porque ¿de quién, sino de Él, puede
proceder el mismo principio de la fe? Pues no se debe decir que de Él proceden
todas las demás cosas, exceptuada solamente ésta; sino que de Él, y por Él, y
para Él son todas las cosas. ¿Quién dirá que el que ya ha empezado a creer no
tiene ningún mérito de parte de aquel en quién cree? De ahí resultaría que al
que de esta manera previamente merece, todas las demás gracias se le añadirían
como una retribución divina, y, por lo tanto, la gracia de Dios nos sería
concedida según nuestros méritos; mas para que tal proposición no fuese
condenada, la condenó ya el mismo Pelagio. Quien quiera, pues, evitar el error
de esta doctrina reprobable, entienda con toda verdad el dicho del Apóstol a
los Filipenses 1:29 Porque a vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también
que padezcáis por él. Ambas cosas son un don de Dios, pues
tanto la una como la otra se asegura que nos
son dadas. Porque no dice el Apóstol «a fin de que creáis en El más
plena y perfectamente», sino para que creáis en El. Ni dice de sí mismo que
alcanzó la misericordia para ser más creyente, sino para ser creyente; porque
sabía que él no había dado a Dios primero el principio de su fe y después le
había retribuido Dios con el aumento de ella, sino que el mismo Dios que le
hizo apóstol le había hecho antes creyente. Consignados están también por
escrito los comienzos de su vida de creyente, cuya historia es famosísima por
su lectura en toda la Iglesia. Porque estando aún él apartado de la fe, que
pretendía destruir, siendo acérrimo enemigo de ella, de repente fue convertido
a esta misma fe por una gracia poderosísima, irresistible; fue convertido por Aquel
que debía realizar tan estupendo prodigio, conforme a lo que había dicho el
profeta en el Salmo 85;6 ¿No volverás a darnos vida
para que tu pueblo en ti se regocije? para que no sólo el que no quería
creer se hiciera creyente queriéndolo él mismo, sino también para que el mismo
perseguidor padeciera persecución por la defensa de aquella fe que antes él
mismo perseguía. Porque, ciertamente, le fue dado por Cristo no solamente el
creer en Él, sino también el padecer por Él. Y así, recomendando aquella gracia que no es
dada en virtud de algún mérito anterior, sino que es ella la causa de todos los
buenos méritos, dice Pablo en 2 Corintios 3; 5 : no que
seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros
mismos, sino que nuestra competencia
viene de Dios.
Fijen aquí su atención y ponderen debidamente estas
palabras los que piensan que procede de nosotros el principio de la fe, y de
Dios solamente el aumento de ella. Pues ¿Quién no ve que primero es pensar que
creer? Nadie, en efecto, cree si antes no piensa que se debe creer. Y aunque a
veces el pensamiento precede de una manera tan instantánea y vertiginosa a la
voluntad de creer, y ésta le sigue tan rápidamente que parece que ambas cosas
son simultáneas, no obstante, es preciso que todo lo que se cree se crea
después de haberlo pensado. Y eso aunque el mismo acto de fe no sea otra cosa
que el pensar con el asentimiento de la voluntad. Porque no todo el que piensa
cree, como quiera que muchos piensan y, sin embargo, no creen. Pero todo el que
cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando. Luego si nosotros, por lo que
respecta a la religión y a la piedad –de la cual habla el Apóstol–, no somos
capaces de pensar cosa alguna como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia proviene de Dios,
cierto es absolutamente que no somos tampoco capaces de creer cosa alguna como
de nosotros mismos, no siendo esto posible si no es por medio del pensamiento;
sino que nuestra competencia, aun
para el comienzo de la fe, proviene de Dios. Por tanto, así como nadie
se basta a sí mismo para comenzar o consumar cualquiera obra buena así resulta
que nuestra capacidad, tanto en el principio como en el perfeccionamiento de
toda obra buena, proviene de Dios; del mismo modo, nadie se basta a sí mismo
para el comienzo y perfeccionamiento en la fe, sino que nuestra competencia
proviene de Dios. Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula y
porque no somos capaces de pensar cosa alguna como de nosotros mismos, sino que
nuestra suficiencia proviene de Dios.
Por la fe, y esto no de vosotros, es don de Dios; la
salvación es por la fe, no como causa o condición de la salvación, ni como algo
que añade algo a la bendición misma; pero es el camino, o medio, o instrumento
que Dios ha designado para recibirlo y disfrutarlo, para que así parezca ser
todo gracia; y esta fe no es
producto del libre albedrío y poder del hombre, sino que es don gratuito de Dios; y por tanto la salvación a través de ella es
consistente con la salvación por gracia; ya que eso en sí es de gracia,
reside enteramente en recibir la gracia y da toda la gloria a la gracia de Dios.
La fe existe en la mente sólo cuando el Espíritu Santo la produce allí y, al
igual que cualquier otra excelencia cristiana, debe rastrearse hasta su agencia
en el corazón. Si ejercitamos la fe,
la inclinación a hacerlo se debe a la agencia de Dios en el corazón. En el pensamiento de Dios ya nos hemos sentado con
el Cristo glorificado en el trono; Sólo la lástima es que no lo creemos ni
actuamos como si lo hubiésemos hecho. Todo esto es don del amor inmerecido de
Dios. Por gracia hemos sido llevados a esta posición y por gracia somos
mantenidos en ella.
Se ha de evitar, pues, ¡oh hermanos amados del
Señor! que el hombre se engría contra
Dios, afirmando que es capaz de obrar por sí mismo lo que ha sido una promesa
divina. ¿Por ventura no le fue prometida a Abrahán
la fe de los Gentiles, lo cual creyó él plenamente, dando gloria a Dios, que
es poderoso para obrar todo lo que ha prometido? Dios, por tanto, que es poderoso para cumplir todo lo que promete, obra también la fe de los Gentiles. Por
consiguiente, si Dios es el autor de
nuestra fe obrando en nuestros corazones por modo maravilloso para que creamos,
¿Acaso se ha de temer que no sea bastante poderoso para obrar la fe totalmente,
de suerte que el hombre se arrogue de su parte el comienzo de la fe para
merecer solamente el aumento de ella de parte de Dios? Tened muy en cuenta
que si alguna cosa se obra en nosotros de
tal manera que la gracia de Dios nos sea dada por nuestros méritos, tal gracia
ya no sería gracia. Pues en tal concepto, lo que se da no se da
gratuitamente, sino que se retribuye como una cosa debida, ya que al que cree
le es debido el que Dios le aumente la fe, y de este modo la fe aumentada no es
más que un salario de la fe comenzada. No se advierte, cuando tal cosa se
afirma, que esa donación no se imputa a los que creen como una gracia, sino
como una deuda.
Mas si el hombre puede adquirir lo que no tenía, de
tal suerte que puede aumentar también lo que adquirió, no alcanzo a comprender
por qué no se ha de atribuir al hombre todo el mérito de la fe sino porque no
es posible tergiversar los evidentísimos testimonios divinos, según los cuales
está patente que la fe, en la cual tiene su principio la piedad, es un don de
Dios; como lo declara el testimonio de Pablo en Romanos 12; 3 Digo, pues, por la
gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más
alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios
repartió a cada uno. Y aquel otro: Paz sea a
los hermanos y amor con fe de Dios Padre y del Señor Jesucristo. Efesios 6;23 Y así otros semejantes. No queriendo,
pues, por otra parte, oponerse a tan evidentes testimonios y queriendo, por
otra, adjudicarse a sí propio el mérito de creer, trata el hombre de conciliarse
con Dios atribuyéndose a sí mismo una parte de la fe y dejando la otra para
Dios; pero tan insolentemente, que se adjudica a sí mismo la primera,
concediendo a Dios la segunda, y así en lo que afirma ser de ambos, se coloca a
sí mismo en primer lugar, y a Dios en segundo término.
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