} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: LA ORACIÓN MODELO

jueves, 3 de marzo de 2016

LA ORACIÓN MODELO


De acuerdo con los “padres” latinos y la Iglesia Luterana, las peticiones de la oración del Señor son siete; según los “padres” griegos, la Iglesia Reformada y los teólogos de West-minster, son solamente seis, considerándose las últimas dos como una, lo que nos parece menos correcto. Las primeras tres tienen que ver exclusivamente con Dios: “Santificado sea tu nombre”; “venga tu reino”; “hágase tu voluntad”. Aparecen en escala descendente, pasando de su propia persona a su manifestación en su reino; y de su reino a la plena sujeción de sus súbditos, o la plena ejecución de su voluntad. Las cuatro peticiones restantes tienen que ver con nosotros mismos: “Danos hoy nuestro pan cotidiano”; “perdónanos nuestras deudas”; “no nos metas en tentación”; “líbranos del mal”. Pero estas últimas peticiones aparecen en una escala ascendente, pasando de las necesidades corporales diarias a la liberación final de todo mal.

PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN LOS CIELOS

En la primera parte de esta cláusula expresamos la cercanía de Dios con respecto a nosotros; en la segunda, su lejanía de nosotros. Una familiaridad santa y amorosa expresa la primera parte; una grandiosa reverencia, la segunda. Llamándole “Padre”, expresamos un parentesco que todos hemos conocido y sentido desde nuestra infancia; pero llamándole “Padre nuestro que estás en los cielos”, hacemos un contraste entre él y los padres que todos conocemos aquí abajo, y por esto elevamos nuestras almas a aquel “cielo” donde él mora, y a aquella majestad y gloria que existen allí como en casa propia. Estas primeras palabras de la oración del Señor, esta invocación con que comienza, ¡qué brillantez y qué calor arroja sobre toda la oración, y a qué región tan serena conduce al creyente que ora, al hijo de Dios que se acerca a él! Es cierto que la paternidad de Dios para con su pueblo no es desconocida en el Antiguo Testamento. No es por demás decir que la idea que el Señor da a través de este largo discurso suyo, al usar la expresión “Padre nuestro que estás en los cielos”, empequeñece todo lo que jamás había sido enseñado, aun por la propia palabra de Dios, o concebido por sus santos sobre este tema.

La primera regla en toda oración consiste en que presentarse a Dios en nombre de Cristo, pues en este nombre nadie le puede ser agradable.
Al llamar a Dios Padre nuestro, ya presuponemos el nombre de Cristo.
Nadie en el mundo es digno de presentarse a Dios y de aparecer delante de su rostro. Este buen Padre celestial, para libramos de una confusión que ineludiblemente nos turbaría, nos ha dado como mediador e intercesor a su Hijo Jesús. Tras los pasos de Jesús podemos acercamos a Él confiadamente, teniendo plena certidumbre de que no será rechazado nada de lo que pidamos en nombre de este Intercesor, pues el Padre no puede negarle nada.
El trono de Dios no es sólo un trono de Majestad, sino también un trono de gracia, ante el cual podemos, en nombre de Jesús, tener el privilegio de comparecer libremente para obtener misericordia y encontrar gracia cuando las necesitemos. De hecho, como tenemos el mandamiento de invocar a Dios, y la promesa de que todos los que le invoquen serán escuchados, tenemos también el mandamiento concreto de invocarle en nombre de Cristo, y se nos ha hecho la promesa de que obtendremos todo lo que pidamos en su nombre .
El añadir que Dios, nuestro Padre, está en los cielos, tiene como finalidad expresar su Majestad inefable (la cual nuestro espíritu, a causa de su ignorancia, no puede comprender de otro modo), pues para nuestros ojos no existe realidad más bella y más grandiosa que el cielo.
La expresión en los cielos quiere decir que Dios es excelso, poderoso e incomprensible. Y cuando oímos esta expresión tenemos que levantar a lo alto nuestros pensamientos, cada vez que se nombra a Dios, a fin de no imaginar a este respecto nada de carnal ni terreno, ni medirle según nuestra comprensión, ni reglamentar su voluntad según nuestros deseos.  


  SANTIFICADO SEA TU NOMBRE

Es decir, sea tenido en reverencia; mirado y tratado como santo.  El nombre de Dios significa su misma personalidad revelada y manifestada. En todas partes en las Escrituras, Dios define y señala la fe y el amor y la reverencia y la obediencia que él espera de los hombres, mediante sus manifestaciones a ellos, acerca de lo que él es; tanto para alejar conceptos falsos acerca de él, como para que toda la devoción de su pueblo tome la forma y el matiz de su propia enseñanza.  
Nombrar a Dios es tributar aquella alabanza con la cual nosotros le honramos por sus virtudes, es decir: por su sabiduría, su bondad, su poder, su justicia, su verdad, su misericordia.
Pedimos, pues, que la Majestad de Dios sea santificada por sus virtudes. No es que pueda aumentar o disminuir en sí misma, sino que debe ser tenida como santa por todos, debe ser reconocida y ensalzada; debemos considerar como gloriosas -pues así lo son- todas las acciones de Dios, haga lo que haga. De modo que si Dios castiga, aun en esto debemos considerarle justo; si perdona, debemos considerarle misericordioso; al cumplir sus promesas, debemos considerarle veraz. Y puesto que su gloria está reflejada en todas las cosas y brilla en ellas, es necesario que resuenen sus alabanzas en todos los espíritus y por todas las lenguas.

  VENGA TU REINO

El reino de Dios es aquel reino moral y espiritual que el Dios de la gracia está levantando en este mundo caído, los súbditos del cual son todos aquellos que de corazón han sido sujetos a su glorioso cetro, y del cual su Hijo Jesús es la gloriosa cabeza. En su realidad interna este reino existió siempre desde que hubo hombres que “caminaron con Dios” (Gen_5:24), y “esperaron su salvación” (Gen_49:18); que estaban “continuamente con él, sostenidos por su diestra” (Salmo_73:23), y que aun en el valle de sombra de muerte, no temían mal alguno, cuando él estaba con ellos (Salmo_23:4). El advenimiento del Mesías fué un aviso de que el reino visible se acercaba. Su muerte colocó los profundos cimientos del reino; su ascensión a lo alto, “cautivando la cautividad y tomando dones para los hombres, y también para los rebeldes, para que habitase entre ellos el Señor Dios”; y la lluvia pentecostal del Espíritu, mediante la cual esos dones para los hombres descendieron sobre los rebeldes y el Señor Dios fué visto en la persona de miles y miles, “habitando” entre los hombres, fueron aspectos de la gloriosa venida de su reino. Pero todavía está por llegar, y esta petición, “venga tu reino”, debe continuar mientras exista un solo súbdito que deba ser introducido en este reino. Pero ¿no se extiende esta oración más adelante todavía, hasta “la gloria que ha de ser revelada”, hasta la etapa del reino llamada “el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2Pedro_1:11)? Quizá no directamente, en vista de que la petición que sigue, “Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. hace referencia a este estado presente de imperfección. Sin embargo, la mente rehúsa ser circunscrita por etapas y gradaciones, y en el acto de orar, “venga tu reino”, irresistiblemente extiende las alas de su fe y de su esperanza gozosa hacia la consumación final y gloriosa del reino de Dios.


El Reino de Dios se manifiesta allí donde Dios, por medio de su Espíritu, gobierna y dirige a los suyos, a fin de mostrar, en todas sus obras, las riquezas de su bondad y misericordia. La venida del Reino se actualiza también al arrojar Dios al abismo a los réprobos que no se someten a su dominio, y confundirles en su arrogancia, a fin de que se manifieste plenamente que ningún poder puede resistir al suyo.
Pedimos, pues, que venga el Reino de Dios, es decir: que el Señor multiplique de día en día el número de fieles que ensalzarán su gloria por todas sus obras, y que reparta más ampliamente la afluencia de sus gracias sobre ellos, a fin de que viviendo y reinando cada vez más en ellos, en unión perfecta, los llene de su plenitud.
También pedimos que Dios haga brillar cada día más con nuevos resplandores su luz. y su verdad para disipar y abolir a Satán y las mentiras y tinieblas de su reino.
Al pedir que venga el Reino de Dios, pedimos que venga la revelación de su juicio, en aquel día en que sólo Él será exaltado y será todo en todos, después de reunir y recibir a los suyos en la gloria, y después de haber arrasado y destruido el reino de Satán.

  HÁGASE TU VOLUNTAD, ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO

Que así como su voluntad es hecha en el cielo, con tanta alegría, tan constante y tan perfectamente, así también sea hecha en la tierra. Pero alguno preguntará: ¿Ocurrirá esto alguna vez? Contestamos: Si los “nuevos cielos” y la “nueva tierra” han de ser solamente nuestro actual sistema material purificado por el fuego y transfigurado, claro que sí. Pero nos inclinamos a pensar que la aspiración en esta hermosa súplica no tiene referencia directa a un cumplimiento orgánico semejante, y no es más que el anhelo espontáneo e irresistible del alma renovada, puesto en palabras, de ver toda la tierra habitada en plena conformidad con la voluntad de Dios. No es necesario saber si eso sucederá alguna vez, o si puede suceder, para que se pueda ofrecer esta oración. Ella debe dar salida a sus santos deseos, y esto no es más que la atrevida y simple expresión de ellos.
Pedimos aquí que Dios gobierne y dirija todo sobre la tierra según su voluntad, como hace en el cielo; que dirija todas las cosas hacia el fin que le parezca bueno, sirviéndose de todas sus criaturas según le plazca, y dominando todas las voluntades.
Al pedir esto, renunciamos a todos nuestros deseos propios sometiendo y consagrando al Señor todo lo que hay disponible en nosotros, y pidiéndole que conduzca las cosas no según nuestros deseos sino como quiera y decida Él.
De esta forma le pedimos, no sólo que nuestros deseos los convierta en vanos y sin ningún efecto cuando se oponen a su voluntad, sino que cree en nosotros un espíritu y un corazón nuevos, mortificando los nuestros de tal modo que no surja en ellos ningún deseo sin el completo consentimiento a su voluntad.
En resumen: pedimos no querer nada a no ser lo que el Espíritu desee en nosotros, y que por medio de su inspiración aprendamos a amar todo lo que le es grato, y a odiar y detestar todo lo que le desagrada.

  DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA

Esta petición acerca de nuestras necesidades corporales sugiere irresistiblemente una petición superior; y no nos privemos, mediante una espiritualidad mórbida, de la única petición que aparece en la oración modelo, por aquella provisión corporal que, según lo muestra en lo que sigue de este discurso, nuestro Padre celestial guarda en lo más recóndito de su corazón. Al limitar nuestras súplicas, sin embargo, a la provisión para cada día, ¡qué espíritu de dependencia infantil, exige e inspira nuestro Señor!

Pedimos aquí, de un modo general, todo lo que de entre las cosas de este mundo es útil para el cuidado de nuestra existencia; no sólo el alimente y el vestido, sino todo lo que Dios sabe que necesitamos para que podamos comer nuestro pan en paz. Para decirlo brevemente: nos acogemos con esta petición a la providencia del Señor, y nos confiamos a su solicitud para que nos alimente, cuide y conserve. Pues este buen Padre no tiene a menos guardar con solicitud incluso nuestro cuerpo. De este modo ejercita nuestra confianza en Él hasta en los más pequeños pormenores, haciendo que esperemos de Él todo lo que nos es necesario: hasta la última migaja de pan o gota de agua. Al decir: Danos hoy nuestro pan cotidiano, probamos que no debemos desear más que lo que necesitamos para el día, con la confianza de que, después de alimentamos hoy, nuestro Padre también lo hará mañana.
Aun en el caso de vivir actualmente en abundancia, siempre debemos pedir nuestro pan cotidiano, reconociendo que ningún medio de existencia tiene sentido sino en cuanto que el Señor le hace prosperar y aprovechar con su bendición. Pues lo que poseemos no es nuestro sino en la medida en que Dios nos concede su uso hora por hora y nos hace participar de sus bienes. Al decir nuestro pan, la bondad de Dios se manifiesta todavía más, haciendo nuestro lo que por ningún título se nos debía. Finalmente, al pedir que nos sea dado este pan, significamos que todo lo que adquirimos -aun lo que nos parece que hemos ganado con nuestro. Trabajo  es puro y gratuito don de Dios.


 Y PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS, COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES

He aquí una interpretación del pecado de vital importancia, pues hace que él sea una ofensa contra Dios que demanda una reparación a sus violados derechos a nuestra absoluta sujeción. Como el deudor en manos del acreedor, así es el pecador en las manos de Dios. Este concepto del pecado, en efecto, se había presentado ya en este discurso, en la advertencia de que nos reconciliásemos con nuestro adversario pronto, a fin de que no se pronunciara contra nosotros sentencia, condenándonos a encarcelamientos hasta pagar el último maravedí. Esta advertencia aparece repetidas veces en las enseñanzas subsiguientes de nuestro Señor, como en la parábola del Acreedor y sus Dos Deudores (Lucas_7:41), en la del Deudor Despiadado. Pero al agregarla a este breve modelo de oración, y como la primera de estas tres peticiones que tienen que ver con el pecado, nuestro Señor nos enseña, de la manera más enfática concebible, a considerar como principal y fundamental este concepto del pecado. Dicho concepto nos impele a buscar el perdón, el cual no quita la mancha del pecado de nuestro corazón, ni tampoco nos quita el justo temor de la ira de Dios ni las indignas sospechas de su amor (lo cual es todo lo que, según dicen algunos, nos preocupa), sino que aparta de la mente de Dios mismo, su desagrado contra nosotros por causa del pecado, o, para retener la comparación, borra o cancela de su “libro de memorias” todo registro contra nosotros por el pecado. Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Aquí hallamos el mismo concepto tocante al pecado; solamente que ahora es transferido a la región de las ofensas hechas y recibidas entre hombre y hombre. Después de lo dicho, no se pensará que el Señor enseñe aquí que nuestro ejercicio del perdón para con nuestro prójimo absolutamente preceda y sea la base propia del perdón de Dios para nosotros. Su enseñanza, como la de todas las Escrituras, es del todo contraria a esto. Pero así como nadie razonablemente puede imaginarse ser el objeto del perdón divino, si deliberada y habitualmente no tiene espíritu perdonador para con sus semejantes, así es una hermosa provisión el hacer que el derecho nuestro de pedir y esperar diariamente el perdón de nuestras faltas, y nuestra absolución final al entrar al reino en el gran día, sean dependientes de nuestra disposición para perdonar a nuestros semejantes, y nuestra prontitud para protestar ante el Escudriñador de corazones de que en realidad los hemos perdonado (Marcos 11:25-26). Dios ve su propia imagen reflejada en sus hijos perdonadores; así que, pedir a Dios lo que nosotros no concedemos a los hombres, sería lo mismo que insultarle. Tanto énfasis hace nuestro Señor en esto, que inmediatamente al terminar esta oración, es éste el único punto de la oración al cual vuelve   con el fin de asegurarnos de que la actitud de Dios hacia nosotros en este asunto del perdón, será exactamente como haya sido la nuestra.


Pedimos ahora que se nos conceda gracia y remisión de nuestros pecados, pues son necesarias a todos los hombres sin excepción alguna.
Llamamos deudas a nuestras ofensas, pues debemos a Dios la pena como pago de las mismas, y no podríamos en modo alguno satisfacer por ellas si no estuviésemos absueltos por esa remisión que es un perdón gratuito de su misericordia.
Y pedimos que nos sea dado el perdón como nosotros lo damos a nuestros deudores, es decir: como nosotros perdonamos a aquellos que nos han herido de alguna manera, que nos han ofendido con actos, o que nos han injuriado con palabras. No se trata aquí de una condición que se añade, como si mereciésemos, por el perdón que concedemos a los demás, que Dios nos lo otorgue a nosotros. Sino que se trata de una prueba que Dios nos propone para atestiguar que el Señor nos recibe en su misericordia con la. misma certeza que nosotros tenemos en nuestras conciencias de ser misericordiosos con los demás, si es que nuestro corazón está bien purificado de cualquier clase de odio, de envidia y de venganza.
Por el contrario, por esta prueba o señal, Dios borra del número de sus hijos a aquellos que, dejándose llevar de la venganza y rehusando perdonar, mantienen sus enemistades arraigadas en su corazón. Que no pretendan los tales invocar a Dios como Padre suyo, pues la indignación que abrigan respecto a los hombres caerá entonces sobre ellos.

  Y NO NOS METAS EN LA TENTACIÓN

Quien sinceramente busca el perdón de sus pecados pasados, y tiene la seguridad del perdón, se esforzará por evitar el cometerlos en el futuro. Pero conscientes de que, “queriendo yo hacer el bien,… el mal está en mí”, se nos enseña a hacer esta sexta petición, que viene naturalmente al final de la anterior y, en efecto, fluye de ella instintivamente en el corazón de todo creyente sincero. Hay alguna dificultad al interpretar esta petición, ya que es cierto que Dios conduce a su pueblo, como en el caso de Abrahán y de Cristo mismo, a circunstancias diseñadas para tentarlos, o para probar la firmeza de su fe. Algunos comentaristas consideran esta petición como sencillamente una expresión humilde de nuestra desconfianza en nosotros mismos, y como nuestro temor instintivo ante el peligro; pero esta opinión nos parece demasiado débil. Otros la entienden como una oración para no ceder a la tentación y, por lo tanto, equivalente a un pedido de apoyo y libramiento cuando somos tentados; pero esto parece ir más allá del fin indicado. Nosotros nos inclinamos a entenderla como una oración para no ser inducidos o arrastrados, por nuestra voluntad propia, a la tentación, a lo cual la palabra aquí empleada parece dar algún apoyo: “no nos metas”. Esta interpretación mientras que no pone en nuestra boca una oración para no ser tentados, lo cual es algo que el proceder divino no garantiza, tampoco cambia el sentido de la petición a una súplica por apoyo al estar bajo la tentación, lo que estas palabras difícilmente significarían; pero nos da un objeto definido para la oración, en cuanto a la tentación, que entre todos los ruegos es el más necesario. Fue precisamente esto lo que necesitaba y dejó de pedir Pedro, cuando de su propia iniciativa v a pesar de las dificultades se metió en el palacio del sumo sacerdote, y donde, una vez absorbido en el escenario y ambiente de la tentación, cayó tan miserablemente. Si es así, ¿no parece bien claro que fué exactamente esto por lo cual el Señor quería que sus discípulos orasen, cuando en el huerto les dijo: “Velad y orad, para que no entréis en tentación”?
No pedimos aquí no tener que sufrir, ninguna tentación. Tenemos grandísima necesidad de que las tentaciones nos despierten, estimulen y sacudan, pues corremos el peligro de convertirnos en seres amorfos y perezosos si permanecemos en una calma excesiva. Cada día prueba el Señor a sus elegidos, adiestrándoles por medio de la ignominia, la pobreza, la tribulación y otras clases de cruces.
Pero nuestra demanda consiste en pedir que el Señor nos dé también, al mismo tiempo que las tentaciones, el medio de salir de ellas, para no ser vencidos y aplastados; antes bien, fortalecidos con la fuerza de Dios, poder mantenemos firmes constantemente contra todos los poderes que nos asaltan.
Más aún: una vez salvaguardados y protegidos por Él, santificados con las gracias de su Espíritu, gobernados por su dirección, seremos invencibles contra el Diablo, la muerte y toda clase de artificio del infierno -que es lo que significa estar libres del maligno.
Debemos notar cómo quiere el Señor que nuestras oraciones estén conformes a la regla del amor, pues no nos enseña a pedir cada uno para sí lo que es bueno, sin fijamos en nuestro prójimo, sino que nos enseña a preocupamos del bien de nuestro hermano como del nuestro propio.
Jesús no está sugiriendo que Dios nos guía hacia la tentación. Simplemente está pidiendo que seamos librados de Satanás y sus engaños. Todos los cristianos enfrentamos tentaciones. Algunas veces es tan sutil que inclusive no sabemos qué nos está pasando. Dios nos ha prometido que no permitirá que seamos tentados más allá de lo que podamos soportar (1Co_10:13). Pídale a Dios que le permita reconocer la tentación, que le dé fuerzas suficientes para enfrentarla y que pueda seguir la senda de Dios.

MAS LlBRANOS DEL MAL.

Esta petición final, pues, se entiende correctamente sólo cuando es considerada como una oración por el libramiento de todo mal, de cualquier clase que sea, no sólo del pecado, sino de todos los efectos de él, plena y finalmente. Con esta petición nuestras oraciones terminan propiamente, pues ¿qué podemos desear que no incluya esta petición?

PORQUE TUYO ES EL REINO, Y EL PODER, Y LA GLORIA, POR TODOS LOS SIGLOS. AMÉN
Si se pudiera confiar en la evidencia externa, creemos que esta doxología difícilmente puede considerarse como parte del texto original. Falta en todos los manuscritos más antiguos; falta en la versión Vieja Latina y en la Vulgata: la primera que se remonta hasta mediados del segundo siglo, y la segunda que es una revisión de aquélla hecha por Jerónimo en el siglo cuarto, quien era un crítico muy reverencial y conservador como también competente e imparcial. Debido a esto, es de esperarse que esta doxología fuese pasada por alto por los comentadores latinos más antiguos; pero aun los comentadores griegos, cuando comentaban esta oración, hacían caso omiso de esta doxología. Por otra parte esta doxología se halla en la mayoría de los manuscritos, aunque no en los más antiguos; se encuentra en todas las versiones siríacas, aun en la Péshita (que se remonta tal vez hasta el siglo segundo), aunque en esta versión falta el “amén”, del cual la doxología, en caso de ser genuina, difícilmente habría carecido; se halla en la versión Sahídica, o Tebaica, hecha por los cristianos del Egipto Superior, posiblemente tan temprano como la versión Vieja Latina; y se halla en la mayoría de las versiones posteriores. Pesando todas las evidencias a favor y en contra, nos parece que es más probable que la doxología no formara parte del texto original.


¡Maranatha!

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