1.
TODOS LOS HOMBRES VIVEN PARA CONOCER A
DIOS
Ni siquiera
entre los bárbaros y completamente salvajes es posible encontrar un hombre que
carezca de cierto sentido religioso; y esto es debido a que todos nosotros
hemos sido creados para este fin: conocer la Majestad de nuestro Creador y, una
vez conocida, tenerle en gran estima por encima de todo, y honrarle con todo
temor, amor y reverencia.
Dejando aparte
a los infieles, que solo tratan de borrar de su memoria este sentido de Dios,
implantado en sus corazones, nosotros, los que hacemos profesión de piedad,
hemos de tener presente que esta vida caduca y que pronto terminará, no debería
ser otra cosa sino una meditación de la inmortalidad. Ahora bien, en ninguna
parte podemos encontrar la vida eterna e inmortal, si no es en Dios. Por tanto,
el principal cuidado y preocupación de nuestra vida debe consistir en buscar a
Dios y aspirar a Él con todo el afecto de nuestro corazón y encontrar el único
reposo sólo en Él.
2.
DIFERENCIA ENTRE LA VERDADERA Y LA FALSA RELIGIÓN
Nadie querrá
ser considerado como absolutamente indiferente a la piedad y al conocimiento de
Dios, ya que está demostrado, por consentimiento general, que si llevamos una
vida sin religión, vivimos miserablemente y no nos distinguimos en nada de las
bestias.
Pero existen
maneras muy diversas de manifestar la religión de cada uno; pues la mayoría de
los hombres no obran precisamente movidos por el temor de Dios. Y puesto que,
quiéranlo o no, se sienten como obsesionados por esta idea que continuamente
les viene a la mente: "que existe alguna divinidad cuyo poder les mantiene
de pie o les hace caer"; impresionados, de una u otra forma, por el
pensamiento de un poder tan grande, le profesan cierta veneración por miedo a
que se enoje contra ellos mismos si le desprecian demasiado. Sin embargo, al
vivir fuera de Su ley y rechazar toda honestidad, demuestran una gran
despreocupación, pues están menospreciando el juicio de Dios. Por lo demás,
como no conciben a Dios según su infinita Majestad, sino según la loca e
irreflexiva vanidad de su mente, de hecho se apartan del verdadero Dios. He
aquí por qué, aun cuando hagan un esfuerzo cuidadoso por servir a Dios, esto no
les vale para nada, ya que en vez de adorar al Dios eterno, adoran, en su
lugar, los sueños e imaginaciones de su corazón.
Ahora bien, la
verdadera piedad no consiste en el temor, el cual muy gustosamente eludiría el
juicio de Dios, pues le tiene tanto más horror cuanto que no puede escapar a
él; sino más bien en un puro y auténtico celo que ama a Dios como a un
verdadero Padre y le reverencia como a verdadero Señor, abraza su justicia y
tiene más horror de ofenderle que de morir. Y cuantos poseen este celo no
intentan forjarse un dios de acuerdo con sus deseos y según su temeridad, sino
que buscan el conocimiento del verdadero Dios de Dios mismo, y no lo conciben
sino tal y como se manifiesta y se da a conocer a ellos.
3.
LO QUE DEBEMOS CONOCER DE DIOS
Como la
Majestad de Dios sobrepasa en sí la capacidad del entendimiento humano e
incluso es incomprensible para éste, tenemos que adorar su grandeza más bien
que examinarla para no vemos completamente abrumados con tan grande claridad.
Por esto
debemos buscar y considerar a Dios en sus obras, a las que la Escritura llama,
por esta razón,
"manifestaciones
de las cosas invisibles" pues nos manifiestan lo que, de otro modo,
no podemos conocer
del Señor.
No se trata
ahora de especulaciones vanas y frívolas para mantener nuestro espíritu en
suspenso, sino de algo que necesitamos saber, que es alimento y que confirma en
nosotros una auténtica y sólida piedad, es decir, la fe unida al temor .
Contemplemos, pues, en este universo la inmortalidad de nuestro Dios, de quien
procede el principio y origen de todo lo que existe; su poder que ha creado un
tan gran conjunto y ahora lo sostiene; su sabiduría que ha compuesto y gobierna
una variedad tan grande y tan diversa según un orden exquisito; su bondad que
ha sido en sí misma causa de que hayan sido creadas todas estas cosas y de que
ahora subsistan; su justicia que se manifiesta de un modo maravilloso en la protección
de los buenos y en el castigo de los malos; su misericordia que, para movemos
al arrepentimiento, soporta nuestras iniquidades con tan gran dulzura.
Por cierto que
este universo nos enseñaría, en la medida que lo necesitamos, y con abundantes
testimonios, cómo es Dios; pero somos tan rudos que estamos ciegos ante una luz
tan brillante. Y en esto no pecamos sólo por nuestra ceguera, sino que nuestra
perversidad es tan grande que, al considerar las obras de Dios, todo lo
entiende mal y torcidamente, tergiversando por entero toda la sabiduría
celestial que, muy al contrario, resplandece en ellas con gran claridad.
Tenemos, pues,
que detenemos en la Palabra de Dios que nos describe a Dios de un modo perfecto
por sus obras. En ella se juzgan sus obras no según la perversidad de nuestro
juicio, sino según la regla de la eterna verdad. Allí aprendemos que nuestro
único y eterno Dios es el origen y fuente de toda vida, justicia, sabiduría,
poder, bondad y clemencia; que de Él procede, sin excepción alguna, todo bien;
y que, por consiguiente, a Él se le debe con justicia toda alabanza.
Y aunque todas
estas cosas aparecen claramente en cualquier parte del cielo y de la tierra, en
definitiva sólo la Palabra de Dios nos hará comprender siempre y con toda
verdad el fin principal hacia el que tienden, cuál es su valor, y en qué
sentido tenemos que interpretarlas. Entonces profundizamos en nosotros mismos y
aprendemos como manifiesta al Señor en nos otros su vida, su sabiduría, su
poder; y cómo obra en nosotros su justicia, su clemencia y su bondad
4.
LO QUE DEBEMOS CONOCER DEL HOMBRE
El hombre fue,
al principio, formado a imagen y semejanza de Dios para que, por la dignidad de
que tan noblemente le había Dios revestido, admirase a su Autor y le honrase
con el agradecimiento que se debía.
Pero el
hombre, confiando en la excelencia tan grande de su naturaleza, olvidó de dónde
procedía y quién le hacia subsistir, y pretendió alzarse contra el Señor. Fue,
pues, necesario que se le despojase de todos los dones de Dios, de los cuales
se enorgullecía locamente, para que así, privado y desprovisto de toda gloria,
conociese al Dios que le había enriquecido con generosidad y a quien se había
atrevido a despreciar.
Por lo cual,
todos nosotros, que procedemos de Adán, una vez que esta semejanza de Dios ha
desaparecido de nosotros, nacemos carne de la carne. Pues, si bien estamos
compuestos de alma y cuerpo, sentimos siempre y únicamente la carne, de suerte
que sea cual fuere la parte del hombre sobre la que fijemos nuestros ojos, sólo
podemos ver cosas impuras, profanas y abominables para Dios. Pues la sabiduría
del hombre, cegada y asediada por innumerables errores, se opone continua mente
a la sabiduría de Dios; la voluntad perversa y llena de afectos corrompidos a
nada profesa más odio que a su justicia; las fuerzas humanas, incapaces de
cualquier obra buena, se inclinan furiosamente hacia la iniquidad.
5.
DEL LIBRE ALBEDRÍO
La Escritura
atestigua con frecuencia que el hombre es esclavo del pecado; lo que quiere
decir que su espíritu es tan extraño a la justicia de Dios que no concibe,
desea, ni emprende cosa alguna que no sea mala, perversa, inicua y sucia; pues
el corazón, completamente lleno del veneno del pecado, no puede producir sino
los frutos del pecado.
No pensemos
sin embargo que el hombre peca como impelido por Una necesidad ineludible, pues
peca con el consentimiento de su propia voluntad continuamente y según su
inclinación. Pero como a causa de la corrupción de su corazón odia
profundamente la justicia de Dios, y por otro lado le atrae toda suerte de
maldad, por eso se dice que no tiene. El libre poder de elegir el bien y el mal
--que es lo que llamamos libre arbitrio
6.
DEL PECADO Y DE LA MUERTE
El pecado,
según la Escritura, es tanto esta perversidad de la naturaleza humana que es la
fuente de todo vicio, como los malos deseos que nacen de ella, y los injustos
crímenes que éstos originan: homicidios, hurtos, adulterios y otros parecidos.
Así, pues, todos nosotros, pecadores desde el vientre materno, nacemos sometidos
a la cólera y a la venganza de Dios.
Y cuando ya
somos adultos, acumulamos sobre nosotros, cada vez más pesadamente, el juicio
de Dios.
Por último,
durante toda nuestra vida, avanzamos más y más hacia la muerte.
Pues si no hay
duda alguna de que cualquier iniquidad es odiosa para la justicia de Dios, ¿qué
podemos esperar ante Él, nosotros que somos miserables y estamos abrumados por
el peso de tanto pecado y manchados con innumerables impurezas, sino una
confusión segura, según su justa indignación?
Este
conocimiento, aunque aterra al hombre y le llena de desesperación, nos es sin
embargo necesario para que, desnudos de nuestra propia justicia, privados de
toda confianza en nuestras propias fuerzas, y desprovistos de cualquier
esperanza de vida, aprendamos, comprendiendo nuestra pobreza, miseria e
ignominia, a postramos ante el Señor, reconociendo nuestra iniquidad,
impotencia y perdición, sepamos adscribirle toda la gloria por la santidad, el
poder y la salvación.
7.
COMO SOMOS ENCAMINADOS A LA SALVACIÓN y
A LA VIDA
Si este
conocimiento de nosotros mismos, que nos muestra nuestra nada, ha penetrado
verdaderamente en nuestros corazones, entonces nos será fácil el acceso al
verdadero conocimiento de Dios. Este Dios ya nos ha abierto una especie de
primera puerta en su Reino, al destruir estas dos nefandas pestes: la seguridad
de que no nos ha de alcanzar su venganza, y la falsa confianza en nosotros
mismos. Entonces comenzamos a levantar hacia el cielo aquellos ojos hasta ahora
fijos y clavados en tierra, y suspiramos por el Señor los que sólo
descansábamos en nosotros mismos.
Y por otra
parte este Padre misericordioso, aun cuando nuestra iniquidad merece un trato
bien distinto, se revela entonces voluntariamente a nosotros según su bondad
inenarrable, cuando precisamente estamos tan afligidos y aterrorizados. Y por
los medios que conoce son útiles a nuestra debilidad, nos llama del error al
recto camino, de la muerte a la vida, de la ruina a la salvación, del reino del
diablo a su propio reino. Para todos aquellos a quienes se digna conceder de
nuevo la herencia de la vida celestial, establece el Señor como primera etapa
que se sientan entristecidos en sus conciencias, cargados con el peso de sus
pecados y estimulados a permanecer en su temor; y por eso nos propone, para
comenzar, su Ley, la cual nos ejercita en este conocimiento.
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