Romanos 5:20 Pero la ley se
introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó
la gracia;
21 para que así como el
pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida
eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro.
Como pecador, separado de Dios,
veo la Ley desde abajo, similar a una escalera que debe subirse para llegar a
Dios. Quizás haya intentado subirla en más de una oportunidad, solo para caer
al piso cada vez que alcanzaba uno o dos peldaños. O a lo mejor me parecía tan
abrumadora la escarpada escalera que nunca me decidí siquiera a iniciar su
ascenso. En cualquier caso, ¡qué alivio poder ver a Jesús con los brazos
abiertos ofreciéndome pasar por encima de la escalera de la Ley y llevarme
directamente a Dios!
Una vez que Jesús nos eleva hasta la presencia de Dios, somos libres para obedecer: por amor, no por necesidad, y mediante el poder de Dios, no el nuestro. Sabemos que si nos tambaleamos, no caeremos al suelo. Los brazos amorosos de Cristo no nos dejarán caer y nos sostendrán.
Una vez que Jesús nos eleva hasta la presencia de Dios, somos libres para obedecer: por amor, no por necesidad, y mediante el poder de Dios, no el nuestro. Sabemos que si nos tambaleamos, no caeremos al suelo. Los brazos amorosos de Cristo no nos dejarán caer y nos sostendrán.
Por Cristo y su justicia tenemos más privilegios, y
más grandes que los que perdimos por la ofensa de Adán. La ley moral mostraba
que eran pecaminosos muchos pensamientos, temperamentos, palabras y acciones,
de modo que así se multiplicaban las transgresiones. No fue que se hiciera
abundar más el pecado, sino dejando al descubierto su pecaminosidad, como al
dejar que entre una luz más clara a una habitación, deja al descubierto el
polvo y la suciedad que había ahí desde antes, pero que no se veían. El pecado
de Adán, y el efecto de la corrupción en nosotros, son la abundancia de aquella
ofensa que se volvió evidente al entrar la ley. Los terrores de la ley endulzan
más aun los consuelos del evangelio. Así, pues, Dios Espíritu Santo nos entregó
una verdad más importante, llena de consuelo, apta para nuestra necesidad de
pecadores. Por más cosas que alguien pueda tener por encima de otro, cada
hombre es un pecador contra Dios, está condenado por la ley y necesita perdón.
No puede hacerse de una mezcla de pecado y santidad esa justicia que es para
justificar. No puede haber derecho a la recompensa eterna sin la justicia pura
e inmaculada: esperémosla ni más ni menos que de la justicia de Cristo.
La
vida como un estado de gozo en el favor de Dios, de completa comunión con él, y
de voluntaria sujeción a Él se mancha desde el momento en que el pecado tiene
contacto con la criatura; en aquel sentido, la amenaza de que: “En el día que
comieres de él de cierto morirás,” se puso en efecto inmediato en el caso de
Adán cuando cayó, y desde entonces estuvo “muerto mientras vivía.” Y en esta
condición ha vivido toda su descendencia desde su nacimiento. La separación del
alma y el cuerpo en la muerte temporal lleva “la destrucción” del pecador a
otro grado más, poniendo fin a su conexión con aquel mundo del cual extraía una
existencia placentera mas no bendecida, e introduciéndole en la presencia del
Juez primeramente como un alma desincorporada, pero al fin en el cuerpo
también, en una condición perdurable para ser castigado y éste es el estado
final, con eterna destrucción de la presencia del Señor, y de la gloria de su
poder.” Esta extinción final en alma y cuerpo de todo lo que constituye la
vida, pero con un eterno conocimiento de una existencia manchada es, en un
sentido más amplio y más terrible, “¡LA MUERTE!”
Sólo la gracia de Dios manifestada por su Hijo brinda un conocimiento perpetuo de la VIDA.
Sólo la gracia de Dios manifestada por su Hijo brinda un conocimiento perpetuo de la VIDA.