14 Y el fruto que tanto
has anhelado se ha apartado de ti, y todas las cosas que eran lujosas y
espléndidas se han alejado de ti, y nunca más las hallarán.
15 Los mercaderes de
estas cosas que se enriquecieron a costa de ella, se pararán lejos a causa del
temor de su tormento, llorando y lamentándose,
16 diciendo: "¡Ay,
ay, la gran ciudad, que estaba vestida de lino fino, púrpura y escarlata, y
adornada de oro, piedras preciosas y perlas!,
17 porque en una hora ha
sido arrasada tanta riqueza." Y todos los capitanes, pasajeros y
marineros, y todos los que viven del mar, se pararon a lo lejos,
18 y al ver el humo de su
incendio gritaban, diciendo: "¿Qué ciudad es semejante a la gran
ciudad?"
19 Y echaron polvo sobre
sus cabezas, y gritaban, llorando y lamentándose, diciendo: "¡Ay, ay, la
gran ciudad en la cual todos los que tenían naves en el mar se enriquecieron a
costa de sus riquezas!, porque en una hora ha sido asolada."
Los pecados
de Babilonia (Roma), como los de Sodoma, se han ido acumulando hasta llegar al
cielo, y Dios, acordándose de su justicia, se dispone a castigarlos.
El
lamento de los comerciantes es puramente egoísta. Toda su tristeza se la
produce el que haya desaparecido el mercado del que sacaban tantos beneficios.
Es significativo que tanto los reyes como los comerciantes se paran lejos para
observar, no sea que les alcance algo de la desgracia que le ha sobrevenido a
Babilonia. No le echan una mano para ayudarla en su última agonía; no sintieron
nunca amor por ella; su vinculación era el lujo que ella deseaba y los negocios
que les producía.
Aprenderemos
todavía más del lujo de Roma o Babilonia si miramos en detalle algunos de los
productos que llegaban a ella.
En el
tiempo cuando Juan estaba escribiendo esto había en la Roma babilónica una
pasión por las vajillas de plata. La plata llegaba especialmente de Cartagena,
en España, donde había cuarenta mil hombres en las minas de plata. Platos,
tazones, jarras, fruteros, estatuillas, vajillas completas se hacían de plata
sólida. Lucio Craso había comprado cacharros de plata que le habían costado el
equivalente de 1200€ por cada kilo de plata que había en ellos. Hasta un
general guerrero como Pompeyo Paulino llevaba en sus campañas cacharros de
plata que pesaban 5,000 kilos, la mayor parte de los cuales cayó en manos de
los godos como botín de guerra. Plinio nos cuenta que algunas mujeres no se
bañaban nada más que en baños de plata, los soldados tenían espadas con
empuñaduras y vainas con cadenas de plata, aun las mujeres pobres tenían
ajorcas de plata, y hasta las esclavas tenían espejos de plata. En las
Saturnalias, las fiestas que caían en el tiempo que ocuparía más tarde la
Navidad, y en las que se daban regalos, a menudo estos eran cucharillas de
plata y cosas por el estilo, y cuanto más ricos eran los donantes más
ostentosos los regalos. Roma era una ciudad de plata.
Era una
época en la que gustaban apasionadamente las piedras preciosas y las perlas.
Fue principalmente después de las conquistas de Alejandro Magno cuando llegaron
las piedras preciosas a Occidente. Plinio decía que la fascinación de una joya
consistía en que el poder mayestático de la naturaleza se cifraba en un
reducido espacio.
El
orden de preferencia de las piedras preciosas colocaba los diamantes en primer
lugar; las esmeraldas -principalmente de Escitia- en segundo; en tercero, el
berilo y el ópalo, que se usaban para adornos femeninos, y en cuarto la
sardónica, que se usaba para anillos de sellar.
Una de
las creencias antiguas más curiosas era que las piedras preciosas tenían
propiedades curativas. La amatista se decía que era la cura del alcoholismo; es
roja como el vino tinto, y su nombre deriva de la palabra griega methyskein,
emborrachar, con la a inicial negativa. El jaspe, una de cuyas variedades, el
heliotropo, tiene manchas del color de la sangre, se decía que era la cura para
las hemorragias. El jaspe verde o plasma se decía que producía la fertilidad.
El diamante se decía que neutralizaba el veneno y curaba el delirio, y el ámbar
llevado al cuello era la cura de la fiebre y otros males.
Las
joyas que más les gustaban a los romanos eran las perlas. Como ya hemos visto,
se las bebían disueltas en vino. Un cierto Struma Nonius tenía un anillo con un
ópalo tan grande como una nuez, pero eso no era nada comparado con la perla que
le dio Julio César a Servilia, que costó el equivalente de 90.000€. Plinio dice
que vio a Lolia Paulina, una de las mujeres de Calígula, en una fiesta de
desposorios, con joyas de esmeraldas y perlas que le cubrían la cabeza, el
pelo, las orejas, cuello y los dedos, que valían 600,000€
El lino
fino procedía de Egipto. Era la tela de las vestiduras de los reyes y de los
sacerdotes. Era muy caro; una túnica de sacerdote podía costar el equivalente
de 6000€
La
púrpura venía principalmente de Fenicia. El mismo nombre de Fenicia es probable
que se derivara de foinos, que quiere decir rojo de sangre, y puede que se
conociera a los fenicios como " los hombres púrpura», porque comerciaban
esa sustancia. La púrpura antigua era mucho más roja que la moderna. Era el
color regio por excelencia y el ropaje de la nobleza. El tinte de la púrpura se
extraía de un molusco de su nombre llamado en latín murex. Solo se extraía una
gota de cada animal; y había que abrir la concha tan pronto como muriera el
animal, porque la púrpura venía de una venilla que se secaba casi
inmediatamente cuando moría. Un kilo de lana teñida doblemente de púrpura
costaba el equivalente de 600€, y una chaqueta corta el doble. Plinio nos dice
que por entonces había en Roma «una manía apasionada de púrpura.»
La seda
puede que sea ahora bastante corriente, pero en la Roma del Apocalipsis tenía
un precio incalculable, porque había que importarla de la lejana China. Tal era
su precio que una kilo de seda costaba el peso de un kilo de oro. Bajo Tiberio
se aprobó una ley prohibiendo el uso de cacharros de oro macizo para servir las
comidas, y "el que los varones se deshonraran poniéndose ropa de seda»
(Tácito, Anales 2:23).
La
escarlata o grana, como la púrpura, se buscaba mucho por el tinte que se le
extraía. Cuando pensamos en estas fábricas puede que advirtamos que uno de los
muebles ostentosos de Roma eran las tapaderas para los canapés de los
banquetes. Tales cubiertas costaban a menudo tanto como 9000€, y Nerón tenía
cubiertas para sus canapés que habían costado más de 60000€ cada una.
La más
interesante de las maderas mencionadas en este pasaje es la de thuia o árbol de
la vida. En latín se la llamaba madera de cítrico; su nombre botánico es thuia
articulata. Procedía del Norte de Africa, de la región del Atlas, olía muy bien
y tenía una textura muy bonita. Se usaba especialmente para cubrir las mesas;
pero, como los cítricos son rara vez grandes, era difícil conseguir piezas para
cubiertas de mesa. Una mesa hecha de madera de thuia articulata podía costar de
100.000 a 300.000€. Se dice que Séneca, el primer ministro de Nerón, tenía
trescientas de esas mesas con las patas de mármol.
El
marfil se usaba mucho en decoración, especialmente entre los que querían hacer
alarde de riqueza. Se usaba en escultura, estatuas, empuñaduras de espadas,
muebles incrustados, sillas de ceremonia, puertas y hasta para muebles de casa.
Juvenal nos describe a un rico: «Hoy en día un rico no disfruta de la comida
-el rodaballo y el venado no le saben a nada, los perfumes y las rosas le
huelen a podrido- a menos que las anchas tablas de su mesa de comedor descansen
sobre leopardos rampantes boquiabiertos de marfil macizo.»
Las
estatuillas de bronce corintio eran famosas y fabulosamente caras. El hierro
venía del Mar Negro y de España. Hacía mucho que se había usado el mármol en
Babilonia en edificios, pero no en Roma. Sin embargo, Augusto podía presumir de
haber encontrado una Roma de ladrillo y haberla dejado de mármol. Acabó por
haber una agencia que se llamaba ratio marmorum cuya misión era buscar por todo
el mundo dónde hubiera buenos mármoles para traérselos para decorar los
edificios de Roma.
La
canela era un artículo de lujo procedente de la India y de cerca de Zanzíbar, y
alcanzaba unos precios en Roma de 280€ el kilo.
Las
especias despistan un poco aquí. La palabra griega es ámómon; Casiodoro de
Reina pone sencillamente olores. Ámómon era un bálsamo de olor que se usaba
especialmente para ciertos peinados y como óleo para ritos funerales.
En el
Antiguo Testamento el incienso tenía un uso exclusivamente religioso para
acompañar a los sacrificios del Templo. Según Exo_30:34-38 el incienso del Templo se hacía de estacte,
uña aromática, gálbano aromático e incienso puro, que son todos resinas
olorosas o balsámicas. Según el Talmud, se le añadían siete ingredientes más:
mirra, casia, nardo, azafrán, costus, macis y canela. En Roma se usaba el
incienso como perfume con el que se daba la bienvenida a los invitados y se
perfumaba el salón después de las comidas.
En el
mundo antiguo se bebía vino en general en todas partes, pero la borrachera se
consideraba una deshonra grave. El vino se tomaba generalmente diluido, dos
partes de vino para cinco de agua. Se pisaban las uvas para extraer el mosto,
una parte del cual se bebía así, sin fermentar. Otra parte se cocía para hacer
gelatina que se usaba para dar cuerpo y sabor a vinos más flojos. El resto se
metía en tinajas grandes y se dejaba fermentar nueve días, luego se tapaba, y
se abría mensualmente para comprobar la fermentación. Hasta los esclavos tenían
suficiente vino como parte de su ración diaria, porque era muy barato, a 0.05€
el litro.
La
mirra era la resina de un arbusto que crecía principalmente en el Yemen y el
Norte de África. Se usaba medicinalmente como astringente, estimulante y
antiséptico. También se usaba como perfume, como anodino por las mujeres en el
tiempo de su purificación, y para embalsamar los cadáveres.
El
incienso era una resina gomosa producida por un árbol del genus Boswellia. Se
le hacía una incisión al árbol y se le quitaba una tira de corteza por debajo.
La resina que exudaba el árbol era como leche. En cosa de diez o doce semanas
se coagulaba en terrones, que era como se vendía. Se usaba como perfume para el
cuerpo, para endulzar o aromar el vino, como aceite para las lámparas y como
incienso sacrificial.
Las
carrozas que se mencionan aquí -la palabra es redé no eran las militares ni las
de las carreras. Eran carrozas privadas de cuatro ruedas, y los aristócratas
ricos de Roma a menudo las chapaban de plata.
La
lista se cierra con la mención de esclavos y almas de hombres. La palabra para
esclavo es soma, que quiere decir literalmente cuerpo. El mercado de esclavos
se llamaba el sómatémporos, el lugar donde se venden cuerpos. La idea era que
se vendían los esclavos en cuerpo y alma a sus amos.
Nos es
casi imposible entender hasta qué punto la civilización romana se basaba en los
esclavos. Había 60,000,000 de esclavos en el Imperio Romano. No era raro que
uno tuviera cuatrocientos esclavos. «Usa tus esclavos como los miembros de tu
cuerpo -dice un escritor latino-, cada uno para su propio uso.» Había, por
supuesto, esclavos para las labores domésticas; y había un esclavo para cada
servicio en particular. Leemos de los portadores de antorchas, de linternas, de
sillas de ruedas, asistentes en la calle, encargados de la ropa de calle. Había
esclavos que eran secretarios, otros para leer en voz alta, y hasta esclavos
que le buscaban los datos a uno que estuviera escribiendo un libro o un
tratado. Los esclavos hasta pensaban por algunos amos. ¡Había esclavos llamados
nomenclatores cuyo deber era recordarle al amo los nombres de sus clientes y
dependientes! «Recordamos por medio de otros,» dice un escritor latino. ¡Había
hasta esclavos que le recordaban al amo que comiera o que se acostara! "
Los hombres eran tan perezosos que hasta se olvidaban de que tenían hambre.»
Había esclavos que iban delante de su amo y cuya misión era devolver el saludo
de los amigos de este, que su amo estaba demasiado cansado o distraído para
devolver por sí mismo. Un cierto ignorante incapaz de aprender o de recordar
nada se hizo con una compañía de esclavos: uno se aprendía de memoria a Homero,
otro a Hesíodo, otros a los poetas líricos. Era su deber estar detrás de su amo
en las comidas y apuntarle las citas convenientes. Él pagaba 1200€ por cada
una. Algunos esclavos eran jóvenes hermosos, " la flor de Asia,» que no
hacían más que estar dando vueltas -por el salón eran los banquetes para placer
de la vista. Algunos eran coperos. Algunos eran alejandrinos, habilidosos en
decir cosas graciosas y hasta obscenas. Los invitados querían a veces limpiarse
las manos en el pelo de los esclavos. Tales esclavos hermosos costaban por lo
menos de 2000 a 3000€. Algunos esclavos eran fenómenos -enanos, gigantes,
cretinos, hermafroditas. De hecho había un mercado de monstruos -«hombres sin
piernas, con los brazos cortos, con tres ojos, con cabezas puntiagudas.»
Algunas veces se producían esas deformidades aposta para la venta.
Es un
cuadro triste el de seres humanos que se usaban en cuerpo y alma para el
servicio y el entretenimiento de otros.
Este
era el mundo por el que los comerciantes hacían duelo. Lo que lamentaban eran
los mercados y las ganancias que habían perdido. Esta era la Roma o Babilonia
cuyo fin estaba anunciando Juan.
Y tenía
razón -porque una sociedad construida sobre el lujo, el desenfreno, el orgullo,
la insensibilidad para la vida y la personalidad humana está condenada por
fuerza, hasta desde el punto de vista humano.
Como en
una tragedia de la antigüedad clásica expresan en tres coros su
estremecimiento. Las lamentaciones públicas eran muy ordinarias en Oriente con
ocasión de alguna calamidad, fuera nacional o particular. Solían ir acompañadas
con muestras exteriores de dolor: con gritos angustiosos, alaridos, llantos y
diversos gestos. Cuanto mayores y más intensas eran esas muestras exteriores de
dolor, tanto más grave era la calamidad que se lloraba. Esta costumbre dio
origen entre los hebreos a un nuevo género poético llamado Qinah, lamentación o
elegía. Jeremías nos ha dejado sus lamentaciones sobre Egipto, y en modo
especial sus lamentaciones sobre la ruina de Jerusalén. Muchos otros profetas
emplean igualmente la Qinah para expresar su dolor en momentos difíciles.
En
primer lugar claman: «¡Ay, ay!», por una destrucción tan de raíz los reyes de
la tierra, que al abrigo del favor de la dominadora del mundo se le habían
entregado en cuerpo y alma y como compensación les había sido dado tener
participación en su poderío y en su fasto. En realidad, tampoco pueden menos de
reconocer que son testigos de un juicio de Dios, en el que sucumbe una potencia
que en su descomunal frenesí había llegado hasta los límites más extremos.
El
segundo coro lo forman los mercaderes de la tierra, que se habían enriquecido
con sus engañosas riquezas y ahora lamentan la pérdida de aquel importante mercado
de consumo. Ella les había comprado no sólo objetos de uso en la vida
cotidiana, sino que, en un bienestar rebosante de prodigalidad, les había
encargado los más costosos artículos de lujo destinados a una vida en medio de
la molicie. La lista de artículos de importación en materia de indumentaria y
de adornos, de cosméticos y mobiliario, de manjares y bebidas selectas, es
característica de la sociedad altamente civilizada de la antigüedad. No sólo
mercancías, animales y utensilios que hacían la vida agradable, cómoda y
placentera, sino también personas, de las que se podía disponer libremente como
de cosas y que se podían emplear en toda clase de servicios: todo esto se ponía
allí a la venta; el tráfico de esclavos había venido a ser una buena fuente de
ingresos en aquella tan grande y opulenta ciudad. Babilonia o Roma -piensan los
comerciantes -habría podido ahora, en el apogeo de su poderío político y
económico, gozar de los frutos de su posición tan desahogada; pero este cálculo
no resultó. Como el abuso del poder, venga Dios también el abuso de la riqueza;
ambos son igualmente engañosos en manos de los hombres.
El
tercer grupo que se lamenta por la ruina de la ciudad lo forma la gente de mar:
armadores y capitanes, pilotos y marineros; todos los que vivían de la
navegación y del trabajo en los puertos. La soberbia ciudad, en cuyos puertos
entraban y salían cantidad de embarcaciones grandes y pequeñas con abundante
cargamento, ha desaparecido. Cierto que su duelo, como el de los comerciantes,
no es propiamente desinteresado; como éstos, lamentan la pérdida de la fuente
de su propio bienestar.
La
lamentación de las gentes del mar viene a ser una réplica de un pasaje de
Ezequiel 34 en donde los marineros fenicios también se lamentan de la ruina de
Tiro. “Al estrépito de los gritos de tus marineros — dice Ezequiel — temblarán
las playas. Bajarán de tus naves cuantos manejan el remo, y todos, marineros y
pilotos del mar, se quedarán en tierra. Alzarán a ti sus clamores y darán
amargos gritos; echarán polvo sobre sus cabezas y se revolverán en la tierra.
Se raerán por ti los cabellos en torno y se vestirán de saco; te llorarán en la
amargura de su alma con amarga aflicción; te lamentarán con elegías y dirán de
ti: ¿Quién había que fuera como Tiro, ahora silenciosa en medio del mar?”
Los
tres grupos están especialmente afectados, y cada uno lo recalca al final de su
lamentación, por el hecho de que tal fatalidad irrumpiera de manera tan brusca
e imprevista sobre la metrópoli mundial y en un abrir y cerrar de ojos la
redujera a escombros y cenizas.
La seguridad es una de las primeras y más
acuciantes aspiraciones de los hombres; la mayor seguridad posible contra todos
los avatares de la existencia caracteriza el pensar moderno, y no poco se paga
por ella. Pero así sólo la existencia misma queda a fin de cuentas en constante
peligro, dependiendo de un factor que se substrae a todo cálculo; Dios es «en
quien vivimos, nos movemos y somos» (Hech_17:28).
El espíritu de Babilonia, con
el exclusivismo de su existencia meramente horizontal y la divinización de los
valores de lo perecedero, viene juzgado en cada caso, pese a su negación, desde
la vertical, y una vez lo será por fin definitivamente.
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