Obedecer
con todo el corazón darse por entero a Dios, amarle "con todo tu corazón,
y con toda tu alma, y con toda tu mente" (Mateo 22:37 Jesús le dijo: Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente). A menudo, nuestros esfuerzos por saber y
obedecer los mandatos de Dios podrían muy bien describirse como "a medio
corazón, pero Dios desea darnos el poder
para obedecerlo de todo corazón. Un
cristiano no es alguien que no puede pecar, sino alguien que ya no es esclavo
del pecado. Pertenece a Dios.
La vida eterna es un regalo de
Dios. Si es un regalo, no podemos ganarlo ni pagar por él. Sería insensato
recibir un regalo por amor y ofrecer pagarlo. El que recibe un regalo no puede
comprarlo. Lo correcto cuando se nos ofrece un regalo es aceptarlo con
agradecimiento. Nuestra salvación es un regalo de Dios, no algo que hemos hecho
nosotros (Efesios 2:8-9 Porque por gracia sois salvos por medio
de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios;
9 no por obras, para
que nadie se gloríe). El nos salvó por
su misericordia, no por lo que hayamos hecho (Tito 3:5 nos salvó, no por obras de justicia que
nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la
regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo,). Debemos aceptar con acción de gracias el
regalo que generosamente Dios nos ofrece.
Aunque en
esta vida nunca podemos decir que estamos libres de pecado tampoco debemos decir: «Este pecado me ha
derrotado, me rindo». El poder de la resurrección de Cristo, que obra en
nosotros es mayor que el poder de cualquier pecado, no importa el tiempo que haya afectado nuestras vidas.
Estar bajo la ley es estar
subordinados a un sistema que nos obliga a ganarnos la salvación obedeciéndola,
pero estar bajo la gracia es ser
justificado y vivir por el poder de la resurrección de Cristo que mora en
nosotros. Podemos morir al pecado, no porque la Ley lo prohíbe, sino por todos
los recursos que nos ofrece la gracia. Una persona es esclava de aquello ante lo que
se inclina y de lo que reconoce como su dueño. Si obedece el mandato del pecado, éste es entonces su amo y se
mueve en dirección hacia la muerte.
Si obedece el mandato de la justicia,
ésta es a quien se somete, y experimenta la verdadera vida.
Porque la paga del pecado es muerte: mas la dádiva de Dios es vida eterna
en Cristo Jesús Señor muestro. Este versículo contiene la médula, el oro finísimo, del
evangelio. Así como el obrero es digno de su jornal y siente que le pertenece
por derecho, así es la muerte el pago del pecado, el jornal propio del pecador,
por el que tanto trabajó. Pero “la vida eterna” en ningún sentido, ni en grado
alguno, es la paga de nuestra justicia; nada hacemos en absoluto para ganarla o
para tener derecho a ella, y nunca podremos hacer tal cosa; es por lo tanto, y
en el sentido más absoluto, “LA DADIVA DE DIOS.” La gracia reina en la
impartición de la vida eterna en todo caso, y eso “en Cristo Jesús nuestro
Señor,” como el justo medio de su entrega. En vista de esto, ¿quién es aquel
que, habiendo gustado que el Señor es bueno, puede dejar de decir: “Al que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su
sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y su Padre, a él sea gloria
e imperio para siempre jamás. Amén.” (Apocalipsis 1:5-6.)
Como la refutación más eficiente de la reiterada calumnia de que la
doctrina de la salvación por la gracia alienta la continuación en el pecado, es
la vida santa de aquellos que la profesan, sepan los mismos que el servicio más
sublime que ellos pueden ofrecer a aquella Gracia, que es su única esperanza,
es “su entrega misma a Dios, como vivos de entre los muertos, y sus miembros
por instrumentos de justicia a Dios”. Haciéndolo así harán “callar la
ignorancia de los insensatos,” asegurarán su propia paz, realizarán el fin de
su vocación, y darán substancialmente gloria a aquel que los amó. El
principio fundamental de la obediencia evangélica es tan original como es
divinamente racional: que “somos libertados de la ley a fin de poderla guardar,
y somos puestos por la gracia bajo la servidumbre de la ley a fin de estar
libres. Mientras no conozcamos ningún principio de obediencia sino los terrores
de la ley, la que condena a todos los que la infringen y no sabe nada en
absoluto en cuanto a perdonar a los culpables y purificar a los contaminados,
estamos limitados bajo la imposibilidad moral de practicar una obediencia
genuina y aceptable; por otra parte, cuando la gracia nos eleva fuera de esta
condición y, mediante la unión con el justo Fiador, nos introduce en un estado
de consciente reconciliación y de amorosa entrega de corazón a Dios como nuestro
Salvador, inmediatamente sentimos la gloriosa libertad para ser santos,
y la seguridad de que el dicho, “El Pecado no se enseñoreará más de nosotros,”
está en armonía con nuestros nuevos gustos y aspiraciones, pues creemos firme
la base de ella, a saber: “que no estamos bajo la Ley sino bajo la Gracia.” Como esta transición, que es la más importante
en la historia de un hombre, tiene origen enteramente en la libre gracia de
Dios, nunca se debiera pensar, ni hablar, ni escribir de este cambio interior
sin ofrecer vivos hacimientos de gracia a aquel que tanto nos amó. Los cristianos, al servir a Dios, debieramos
emular la que fue nuestra conducta anterior en el celo y perseverancia con que
servimos al pecado y los sacrificios que a él consagraron. Y para estimular
esta santa rivalidad consideremos a menudo “aquella roca de la que fuimos
esculpidos, aquella fosa de donde fuimos sacados,” para estimar si hubo
ventajas duraderas y satisfacciones permanentes en el servicio rendido al Pecado;
y cuando en nuestras meditaciones hallemos que solamente ofrece ajenjo y hiel,
contemplemos el propio fin de una vida impía, hasta que, hallándonos en las
regiones de “la muerte,” sintamos ansias por volver a contemplar el servicio de
la Justicia, el nuevo Señor de todos los creyentes, quien está guiándonos
dulcemente a la “santidad” perdurable y conduciéndonos por fin a “la vida
eterna” .
La muerte
y la vida están delante de todos los que oyen el Evangelio: aquélla, el
resultado natural y la recompensa propia del pecado; ésta, absolutamente el
libre “DON DE DIOS” impartido a los pecadores, “en Cristo Jesús Señor nuestro.”
Como la primera es el consciente sentir de la pérdida fatal de toda
existencia feliz, así la segunda es la posesión y goce conscientes de todo lo
que constituye la “vida” más sublime de una criatura racional, para siempre
jamás. Tú que lees o escuchas estas palabras, atiende y entiende: “A los cielos y la tierra llamo por testigos hoy contra ti,
que te he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición:
escoge pues la vida, porque vivas tú y tu simiente” (Deuteronomio 30:19).