} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: SANTIFICACIÓN, SALVACIÓN DE LA ESCLAVITUD DEL PECADO PRESENTE 3

viernes, 12 de diciembre de 2014

SANTIFICACIÓN, SALVACIÓN DE LA ESCLAVITUD DEL PECADO PRESENTE 3



  Obedecer con todo el corazón darse por entero a Dios, amarle "con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente" (Mateo 22:37 Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente). A menudo, nuestros esfuerzos por saber y obedecer los mandatos de Dios podrían muy bien describirse como "a medio corazón,  pero Dios desea darnos el poder para obedecerlo de todo corazón.  Un cristiano no es alguien que no puede pecar, sino alguien que ya no es esclavo del pecado. Pertenece a Dios.
 La vida eterna es un regalo de Dios. Si es un regalo, no podemos ganarlo ni pagar por él. Sería insensato recibir un regalo por amor y ofrecer pagarlo. El que recibe un regalo no puede comprarlo. Lo correcto cuando se nos ofrece un regalo es aceptarlo con agradecimiento. Nuestra salvación es un regalo de Dios, no algo que hemos hecho nosotros (Efesios 2:8-9 Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios;
 9  no por obras, para que nadie se gloríe). El nos salvó por su misericordia, no por lo que hayamos hecho (Tito 3:5  nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo,). Debemos aceptar con acción de gracias el regalo que generosamente Dios nos ofrece.
  Aunque en esta vida nunca podemos decir que estamos libres de pecado  tampoco debemos decir: «Este pecado me ha derrotado, me rindo». El poder de la resurrección de Cristo, que obra en nosotros es mayor que el poder de cualquier pecado, no importa el tiempo que haya afectado nuestras vidas. Estar bajo la ley es estar subordinados a un sistema que nos obliga a ganarnos la salvación obedeciéndola, pero estar bajo la gracia es ser justificado y vivir por el poder de la resurrección de Cristo que mora en nosotros. Podemos morir al pecado, no porque la Ley lo prohíbe, sino por todos los recursos que nos ofrece la gracia.  Una persona es esclava de aquello ante lo que se inclina y de lo que reconoce como su dueño. Si obedece el mandato del pecado, éste es entonces su amo y se mueve en dirección hacia la muerte. Si obedece el mandato de la justicia, ésta es a quien se somete, y experimenta la verdadera vida.
 Porque la paga del pecado es muerte: mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor muestro. Este versículo  contiene la médula, el oro finísimo, del evangelio. Así como el obrero es digno de su jornal y siente que le pertenece por derecho, así es la muerte el pago del pecado, el jornal propio del pecador, por el que tanto trabajó. Pero “la vida eterna” en ningún sentido, ni en grado alguno, es la paga de nuestra justicia; nada hacemos en absoluto para ganarla o para tener derecho a ella, y nunca podremos hacer tal cosa; es por lo tanto, y en el sentido más absoluto, “LA DADIVA DE DIOS.” La gracia reina en la impartición de la vida eterna en todo caso, y eso “en Cristo Jesús nuestro Señor,” como el justo medio de su entrega. En vista de esto, ¿quién es aquel que, habiendo gustado que el Señor es bueno, puede dejar de decir: “Al que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y su Padre, a él sea gloria e imperio para siempre jamás. Amén.” (Apocalipsis 1:5-6.)   
Como la refutación más eficiente de la reiterada calumnia de que la doctrina de la salvación por la gracia alienta la continuación en el pecado, es la vida santa de aquellos que la profesan, sepan los mismos que el servicio más sublime que ellos pueden ofrecer a aquella Gracia, que es su única esperanza, es “su entrega misma a Dios, como vivos de entre los muertos, y sus miembros por instrumentos de justicia a Dios”. Haciéndolo así harán “callar la ignorancia de los insensatos,” asegurarán su propia paz, realizarán el fin de su vocación, y darán substancialmente gloria a aquel que los amó.   El principio fundamental de la obediencia evangélica es tan original como es divinamente racional: que “somos libertados de la ley a fin de poderla guardar, y somos puestos por la gracia bajo la servidumbre de la ley a fin de estar libres. Mientras no conozcamos ningún principio de obediencia sino los terrores de la ley, la que condena a todos los que la infringen y no sabe nada en absoluto en cuanto a perdonar a los culpables y purificar a los contaminados, estamos limitados bajo la imposibilidad moral de practicar una obediencia genuina y aceptable; por otra parte, cuando la gracia nos eleva fuera de esta condición y, mediante la unión con el justo Fiador, nos introduce en un estado de consciente reconciliación y de amorosa entrega de corazón a Dios como nuestro Salvador, inmediatamente sentimos la gloriosa libertad para ser santos, y la seguridad de que el dicho, “El Pecado no se enseñoreará más de nosotros,” está en armonía con nuestros nuevos gustos y aspiraciones, pues creemos firme la base de ella, a saber: “que no estamos bajo la Ley sino bajo la Gracia.”  Como esta transición, que es la más importante en la historia de un hombre, tiene origen enteramente en la libre gracia de Dios, nunca se debiera pensar, ni hablar, ni escribir de este cambio interior sin ofrecer vivos hacimientos de gracia a aquel que tanto nos amó.  Los cristianos, al servir a Dios, debieramos emular la que fue nuestra conducta anterior en el celo y perseverancia con que servimos al pecado y los sacrificios que a él consagraron. Y para estimular esta santa rivalidad consideremos a menudo “aquella roca de la que fuimos esculpidos, aquella fosa de donde fuimos sacados,” para estimar si hubo ventajas duraderas y satisfacciones permanentes en el servicio rendido al Pecado; y cuando en nuestras meditaciones hallemos que solamente ofrece ajenjo y hiel, contemplemos el propio fin de una vida impía, hasta que, hallándonos en las regiones de “la muerte,” sintamos ansias por volver a contemplar el servicio de la Justicia, el nuevo Señor de todos los creyentes, quien está guiándonos dulcemente a la “santidad” perdurable y conduciéndonos por fin a “la vida eterna” .
 La muerte y la vida están delante de todos los que oyen el Evangelio: aquélla, el resultado natural y la recompensa propia del pecado; ésta, absolutamente el libre “DON DE DIOS” impartido a los pecadores, “en Cristo Jesús Señor nuestro.” Como la primera es el consciente sentir de la pérdida fatal de toda existencia feliz, así la segunda es la posesión y goce conscientes de todo lo que constituye la “vida” más sublime de una criatura racional, para siempre jamás. Tú que lees o escuchas estas palabras, atiende y entiende: “A los cielos y la tierra llamo por testigos hoy contra ti, que te he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición: escoge pues la vida, porque vivas tú y tu simiente” (Deuteronomio 30:19).