Los que lloran son bienaventurados. Parece ser aquí se trata esa tristeza santa que
obra verdadero arrepentimiento, vigilancia, mente humilde y dependencia
continua para ser aceptado por la misericordia de Dios en Cristo Jesús, con
búsqueda constante del Espíritu Santo para limpiar el mal residual. El cielo es
el gozo de nuestro Señor; un monte de gozo, hacia el cual nuestro camino
atraviesa un valle de lágrimas. Tales dolientes serán consolados por Dios. La fe,
de acuerdo con la Biblia, no es ni un conjunto de convicciones intelectuales,
ni un atado de sentimientos emotivos, sino una composición de los dos, ya que
lo primero engendra lo segundo. Y de esta manera íntima las dos primeras
bienaventuranzas se relacionan entre sí. Los que lloran, serán “consolados”.
Aun ahora obtienen belleza en vez de cenizas, gozo en vez de lamentación, y
espíritu de alabanza en lugar de espíritu de abatimiento. Habiendo sembrado con
lagrimas ahora cosechan con gozo. Sin embargo, todo consuelo presente, aun el
mejor, es un consuelo parcial, interrumpido, de poca duración. Pero los días de
nuestro lloro terminarán pronto, y entonces Dios limpiará toda lágrima de
nuestros ojos. Entonces, en el sentido más pleno, los que lloran, serán
“consolados”.
Los mansos son bienaventurados. Los mansos son los que se someten calladamente
a Dios; los que pueden tolerar insultos; son callados o devuelven una respuesta
blanda; los que, en su paciencia, conservan el dominio de sus almas, cuando
escasamente tienen posesión de alguna otra cosa. Estos mansos son
bienaventurados aun en este mundo. La mansedumbre fomenta la riqueza, el consuelo
y la seguridad, aun en este mundo. La mansedumbre, en el hombre, es un estado
de ánimo contrario al orgullo, y a un espíritu peleador y vengativo; más bien
acepta la injuria y consiente en ser defraudado (1 Corintios
6:7); no se venga a sí mismo, antes da lugar a la ira (Romanos 12:19); es como aquel que siendo manso,
“cuando le maldecían, no retornaba maldición; cuando padecía, no amenazaba,
sino remitía la causa al que
juzga justamente” (1Pedro 2:23). “La tierra”
que los mansos han de heredar puede interpretarse como un lugar específico, con
una inmediata referencia a Canaán, como la tierra prometida, la plena posesión
de la cual era para los santos del Antiguo Testamento la evidencia y
manifestación del favor de Dios que descansaba sobre ellos, y el ideal de toda
bienaventuranza real y permanente. Cuando se deleitan en el Señor, Él les da
los deseos de su corazón; cuando le encomiendan su camino, Él los prospera,
exhibe la justicia de ellos como la luz, y sus derechos como el medio día: lo
poco que ellos tienen, aun después de haber sido despojados, es mejor que las
riquezas de muchos impíos (Salmo 37). En
resumen, todo es de ellos, al poseer ese don que es la vida, v esos derechos
que les corresponden como hijos de Dios. Ya sea el mundo, o la vida, o la
muerte, o lo presente, o lo porvenir; todo es de ellos (1Corintios 3:21-22); y, finalmente, al vencer heredan “todas
las cosas” (Apocalipsis 21:7). De esta
manera los mansos son los únicos legítimos ocupantes de un metro de tierra o de
un mendrugo de pan aquí, y herederos de todo en lo futuro.
Los que tienen hambre y sed de justicia son
bienaventurados. La justicia está
aquí puesta por todas las bendiciones espirituales. Estas son compradas para
nosotros por la justicia de Cristo, confirmadas por la fidelidad de Dios.
Nuestros deseos de bendiciones espirituales deben ser fervientes. Aunque todos
los deseos de gracia no son gracia, sin embargo, un deseo como este es un deseo
de los que son creados por Dios y Él no abandonará a la obra de Sus manos.
Siendo el hambre y la sed los más agudos apetitos que tenemos, el Señor,
empleando esta figura, describe a aquellos cuyos más profundos anhelos son las
bendiciones espirituales. Y en el Antiguo Testamento hallamos este anhelo
expresado de diversas maneras: “Oídme, los que seguís justicia, los que buscáis
a Jehová” (Isaias 51:1); “Tu salud esperé,
oh Jehová”, exclamó el moribundo Jacob (Genesis 49:18);
“Quebrantada está mi alma de desear tus juicios en todo tiempo” (Salmos 119:20), dice el dulce salmista, y en
expresiones similares en ese Salmo y en otros manifiesta sus ansias más
profundas. El Señor usa este bendito estado de ánimo, representándolo como una
prenda segura para obtener los bienes deseados, ya que es la mejor preparación y
el mismo principio de los bienes. “Serán saturados”, no solamente poseerán lo
que valoran tan altamente y tanto desean poseer, sino que serán hartos. Sin
embargo, eso no ocurrirá en esta vida. Aun en el Antiguo Testamento este punto
se entendía muy bien. El salmista, en un lenguaje que sin duda abarca más allá
de la escena presente, dice: “Libra mi alma … de los
hombres del mundo, cuya parte es en esta vida. Yo en justicia veré tu rostro;
seré saciado cuando despertare a tu semejanza” (Salmos
17:13-15).
Las anteriores bienaventuranzas, o sea las
primeras cuatro, representan a los santos como conscientes de la necesidad de su salvación, y obrando de
acuerdo con tal carácter, más bien que como poseedores de ella. Las siguientes
tres son de una clase distinta, pues representan a los santos como habiendo hallado ya la salvación, y
conduciéndose según el cambio operado en ellos.
Los misericordiosos son bienaventurados.
Debemos no sólo soportar nuestras aflicciones con paciencia, sino que debemos
hacer todo lo que podamos por ayudar a los que estén pasando miserias,
necesidades de algún tipo. Debemos tener compasión por las almas del prójimo, y
ayudarles; compadecer a los que estén en pecado, y tratar de sacarlos como
tizones fuera del fuego. Es hermosa la conexión entre esta bienaventuranza y
las anteriores. La una tiene una tendencia natural de engendrar a la otra. En
cuanto a las palabras, parecen ser tomadas directamente del Salmos 18:25 : “Con el
misericordioso te mostrarás misericordioso”. Eso no quiere decir que
nuestra misericordia absolutamente tenga que venir primero. Por el contrario,
el Señor mismo expresamente nos enseña que el método usado por Dios consiste en
despertar en nosotros compasión hacia nuestros semejantes, haciéndonos sentir
su compasión hacia nosotros de una manera y medidas extraordinarias. En la
parábola del siervo malvado, a quien su señor perdonó diez mil talentos, era
natural que se esperase que él practicara una pequeña parte de la misma
compasión de la cual él había sido objeto, y perdonara a su compañero una deuda
de cien denarios. Y sólo cuando en vez de hacerlo lo puso en prisión sin
misericordia, hasta que lo pagase todo, fué despertada la indignación de su
señor, y el que había sido designado para vaso de misericordia, es tratado como
vaso de ira. Así que, si bien es cierto
que el cristiano debe siempre mirar a la misericordia recibida como la fuente y
motivo de la misericordia que él debe mostrar, de igual modo mira hacia
adelante a la misericordia que necesita aún, y que tiene la certeza de que los
misericordiosos la recibían como una nueva provocación hacia un abundante
ejercicio de la misericordia. Los anticipos y comienzos de esta recompensa
jurídica se experimentan abundantemente en lo que sigue; su perfección se
reserva para aquel día, cuando, desde su gran trono blanco, el Rey dirá: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para
vosotros desde la fundación del mundo: porque tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; fuí huésped, y me recogisteis; desnudo,
y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; estuve en la cárcel, y vinisteis a
mí.” Sí; de esa manera se comportó hacia nosotros cuando estaba en la
tierra. Puso aun su vida por nosotros; y Éll no puede dejar de reconocer en los
misericordiosos su propia imagen.