Los limpios de corazón son
bienaventurados, porque verán a Dios. Aquí son plenamente descritas y
unidas la santidad y la dicha. Los corazones deben ser purificados por la fe y
mantenidos para Dios. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio. Nadie sino el
limpio es capaz de ver a Dios, ni el cielo se promete para el impuro. Como Dios
no tolera mirar la iniquidad, así ellos no pueden mirar su pureza. En éste la
diferencia entre la pureza externa y la interna, y la aceptabilidad de la
última solamente, en la presencia de Dios, se enseña en todas partes. La idea
de “una visión de Dios” no es extraña al Antiguo Testamento; y aunque se
pensaba que esto no era posible en la vida presente sin
embargo, espiritualmente se conocía y se tenía la idea de que era el privilegio
de los santos aun aquí. Pero, ¡con qué extraordinaria simplicidad, brevedad y
poder se expresa aquí esta verdad fundamental! ¡Y en qué marcado contraste
aparecería esa enseñanza comparada con la que era corriente entonces, en la
cual se daba atención exclusiva a la purificación ceremonial y a la moralidad
externa! Esta pureza del corazón comienza en “un corazón purificado de mala
conciencia” o “una conciencia limpiada de las obras de muerte” (Hebreos 10:22; Hebreos 9:14; Hechos 15:9 La conciencia así limpiada, el corazón así
purificado, poseen luz dentro de sí para ver a Dios. “Si
nosotros dijéremos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas,
mentimos, y no hacemos la verdad; mas si andamos en luz, como él está en luz,
tenemos comunión entre nosotros (Él con nosotros, y nosotros con Él), y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”
(1 Juan 1:6-7). “Cualquiera
que permanece en él, no peca; cualquiera que peca, no le ha visto, ni le ha
conocido” (1Juan 3:6); “El que hace mal, no ha visto a Dios” (3Juan 1:11).
Los pacificadores son bienaventurados. Ellos aman, desean y se deleitan en la paz; y
les agrada tener quietud. Mantienen la paz para que no sea rota y la recuperan
cuando es quebrantada. Si los pacificadores son bienaventurados, ¡ay de los que
quebrantan la paz! -los que no solamente estudian la paz, sino que la difunden porque ellos serán llamados hijos de Dios.
De todas estas bienaventuranzas, ésta es la única que con dificultad hallaría
su base definida en el Antiguo Testamento, debido a que ese gloriosísimo
carácter de Dios, cuya imagen aparece en los pacificadores, tenía que ser
revelado aún. En verdad, su glorioso nombre de “Jehová,
fuerte, misericordioso, y piadoso: tardo para la ira, y grande en benignidad y
verdad;… que perdona la iniquidad, la rebelión, y el pecado” (Exodo 34:6), había sido proclamado de una manera
llamativa, y se había manifestado en acción, con notable frecuencia y variedad,
durante el largo curso del A.T. Tenemos evidencias innegables de que los santos
de aquella dispensación sintieron su influencia transformadora y ennoblecedora
en su propio carácter: pero mientras Cristo no “hiciera la paz con la sangre de
la cruz,” no podía Dios manifestarse a sí mismo como “el Dios de paz, que sacó
de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la
sangre del testamento eterno” (Hebreos 13:20);
no podía revelarse a sí mismo como “reconciliando el mundo a sí (en Cristo), no
imputándole sus pecados”, ni presentarse a sí mismo en la extraordinaria
actitud de rogar a los hombres que se reconciliasen con Él (2Corintios 5:19-20). Cuando esta reconciliación
llega a realizarse, y uno tiene “paz con Dios por medio del Señor Jesucristo”,
es decir, “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento”, entonces los que
reciben la paz, se convierten en difusores de la paz. Así es como Dios se ve
reflejado en ellos; y por esa semejanza, los pacificadores son reconocidos como
hijos de Dios. Aquel que un día ha de fijar el destino de
todos los hombres, en este pasaje señala a algunos caracteres como
“bienaventurados”; pero termina advirtiéndoles que la estimación del mundo y el
tratamiento que éste les dispensará, será todo lo contrario a los de él.
Los que son perseguidos por causa de la
justicia son bienaventurados.
Este dicho es peculiar del
cristianismo; y se enfatiza con mayor intensidad que el resto. Sin embargo,
nada hay en nuestros sufrimientos que pueda ser mérito ante Dios, pero Dios
verá que quienes pierden por Él,
aun la misma vida, no pierdan finalmente por
causa de Él. ¡Bendito Jesús, cuán
diferentes son tus máximas de las de los hombres de este mundo! Ellos llaman
dichoso al orgulloso, y admiran al alegre, al rico, al poderoso y al
victorioso. Alcancemos nosotros misericordia del Señor; que podamos ser
reconocidos como sus hijos, y heredemos el reino. Cuán completamente esta
última bienaventuranza se basa en el Antiguo Testamento, es evidente a la luz
de las palabras finales, donde el estímulo a los cristianos a sobrellevar tales
persecuciones, consiste en que la suya no es sino una continuación de la
persecución que experimentaron en el Antiguo Testamento los siervos de Dios. Pero
¿cómo podrían tales hermosos rasgos de carácter provocar la persecución? En
respuesta a esta pregunta, las siguientes contestaciones deben ser suficientes:
“Todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, porque sus
obras no sean redargüidas”. “No puede el mundo aborreceros a vosotros; mas a mí
me aborrece, porque yo doy testimonio de él, que sus obras son malas.” “Si
fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; porque no sois del mundo, antes yo
os elegí del mundo, por eso os aborrece el mundo”.
Los
siete rasgos de carácter que se describen aquí, reciben todos la oposición del
espíritu del mundo, de tal manera que los oyentes de este discurso que
respiraban este espíritu, tienen que haber sido sorprendidos, y su sistema
entero de pensamiento y de acción debió haber sido rudamente sacudido. La
pobreza de espíritu es contraria al orgullo del corazón del hombre; la
disposición para meditar tocante a las deficiencias que uno siente de sí mismo
frente a Dios, no es bien mirada por el mundo endurecido, indiferente,
satisfecho de sí mismo, que toma las cosas a risa; un espíritu manso y quieto,
que recibe el mal, es mirado como pusilánime, y choca contra el espíritu de
orgullo y agravio del mundo; esta ansia de bendiciones espirituales condena la
lascivia de la carne, la lascivia del ojo, y el orgullo de la vida; así también
el espíritu misericordioso está en contra del espíritu de insensibilidad del
mundo; la pureza del corazón contrasta de una manera hiriente con la
hipocresía; y el pacificador no es fácilmente tolerado por el mundo contencioso
y peleador. Así es como la “justicia” viene a ser “perseguida”. Pero
bienaventurados son aquellos que, a pesar de esto, se atreven a practicar la
justicia, porque de ellos es el reino
de los cielos. Así como fué ésta la recompensa prometida a los pobres en
espíritu, y como es ésta la principal de las siete bienaventuranzas, con mucha
razón el premio mencionado aquí será la porción que recibirán aquellos que son
perseguidos por ponerlas en práctica.
Con estos
deleites y esperanzas, podemos dar la bienvenida con alegría a las circunstancias
bajas o dolorosas en todo tiempo, porque Uno lo tiene todo bajo control: El Dios
y Padre de Nuestro Señor Jesucristo; a Él sea la gloria por los siglos de los
siglos. Amén.