Juan
13; 3-5
sabiendo
Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos, y que había
salido de Dios, y a Dios iba,
se levantó de la cena, y se quitó su manto,
y tomando una toalla, se la ciñó.
Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a
lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba
ceñido.
Hay aún más en el trasfondo de este pasaje
de lo que nos cuenta el propio Juan. Si volvemos al relato que nos hace Lucas
de la última Cena, nos encontramos el detalle trágico: «Entonces los discípulos
se pusieron a discutir a cuál de ellos había que considerar como el más
importante» (Luc_22:24). Aun a la vista de la Cruz, los discípulos seguían
discutiendo cuestiones de primacía y de prestigio. Creían
que muy pronto Jesús iba a establecer un reino terrenal y ellos querían ser
oficiales de alto rango. Por lo tanto, Jesús lavó los pies de los apóstoles
para corregir sus conceptos falsos.
Puede que
aquella discusión produjera la situación que hizo que Jesús actuara de esta
manera. Las carreteras de Palestina no estaban ni empedradas ni limpias. En
tiempo seco se hundían los pies en el polvo, y cuando llovía, en el barro. El
calzado más corriente eran las sandalias, que apenas eran suelas que se
sujetaban a los pies con correas. Poco protegían del polvo y el barro de las
carreteras. Por esa razón, siempre había grandes tinajas de agua a la puerta de
las casas; y allí estaba un siervo con una palangana y una toalla, dispuesto a
lavarles los pies a los huéspedes a medida de entraban. Pero en la pequeña
compañía de los amigos de Jesús no había siervos. Los deberes que los esclavos
llevarían a cabo en círculos más acomodados, los compartirían entre sí, o los
harían por turnos. Pero es posible que la noche de la última Cena se habían
enzarzado en tal estado de competitividad que ninguno de ellos estaba dispuesto
a hacerse responsable de que hubiera palanganas y toallas para que se lavara
los pies la compañía al llegar; y Jesús remedió la omisión de la manera más
sencilla.
Hizo lo que
ninguno de los de Su compañía estaba dispuesto a hacer. Y después, les dijo:
"Ya veis lo que he hecho. Decís que soy vuestro Maestro y vuestro Señor; y
tenéis razón, porque lo soy; y, sin embargo, estoy dispuesto a hacer esto por
vosotros. Seguro que no creéis que un discípulo merece más honores que su
maestro, ni un servidor más que su señor. Está claro que si Yo hago esto, vosotros
deberíais estar dispuestos a hacerlo también. Os he dado ejemplo de cómo debéis
comportaros entre vosotros.»
Esto debería
hacernos pensar. Muy a menudo, hasta en las iglesias, hay problemas porque a
alguno no se le respeta el puesto. Otro
se cree el dueño de la iglesia, y actúa con soberbia. Con cierta frecuencia,
hasta los dignatarios eclesiásticos se dan por ofendidos porque no se les
otorgan las primacías a las que su puesto les da derecho. Aquí tenemos la
lección de que no hay más que una clase de grandeza: la del servicio. El mundo
está lleno de personas que se plantan en su dignidad cuando deberían estar de
rodillas a los pies de sus hermanos. En todas las esferas de la vida lo que
estropea el esquema de las cosas es el deseo de eminencia y la indisposición a
tomar un puesto subordinado. A un jugador se le excluye un día del equipo, y ya
se niega a jugar nunca más. A un policía que aspira a más se le pasa en un
puesto al que creía tener más derecho que nadie, y se niega a aceptar otro
puesto inferior. Un miembro del coro al que no se le deja cantar un solo, ya no
quiere seguir cantando. En cualquier sociedad puede suceder que se olvide a
alguien involuntariamente y, o explota de rabia, o se reconcome de rencor.
Cuando estemos tentados a pensar en nuestra dignidad, o prestigio, o derechos,
recordemos al Hijo de Dios con una toalla y una palangana, arrodillándose a los
pies de sus discípulos para lavárselos.
Para ser
realmente grande uno tiene que tener esta humildad regia que le hace tanto rey
como servidor de la humanidad.
¡Maranata!¡Ven
pronto mi Señor Jesús!
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