Rechazando una invitación para asumir un puesto tutorial en la familia del rey holandés, y habiendo experimentado, como amigo que era del rey, las amenazas contra su vida en las manos de los belgas furiosos, se sintió obligado a regresar a Ginebra, donde ayudó en la creación de un seminario para la formación de pastores y maestros de la Palabra. En esta institución se convirtió en profesor de Historia de la Iglesia, y pronto se le unió Louis Gaussen, otro miembro del grupo de Haldane de 1816, más tarde famoso por ser el autor de un excelente tratado sobre la inspiración plenaria de las Sagradas Escrituras. En 1834, Gaussen llegó a ser profesor de Teología Sistemática. El colegio prosperó y cumplió un propósito similar al de los días de Calvino mediante el envío de profesores capacitados, formados en la fe reformada en un amplio campo de servicio.
Merle d' Aubigné desempeñó el cargo hasta su muerte en 1872. Él tuvo amplia oportunidad de familiarizarse no sólo con los principales caminos de la historia de la Reforma, sino también con sus atajos. Sus visitas a las principales bibliotecas de Europa Central y Occidental lo llevaron a adquirir un vasto conocimiento del siglo XVI. Tal fue su fama como historiador que se le otorgó la exención de impuestos de la ciudad de Edimburgo y el grado de Doctor en Derecho Civil de la Universidad de Oxford. Con frecuencia visitó Inglaterra, siendo tratado con altos honores por los evangélicos ingleses. A no pocos escoceses les hubiera gustado tenerlo de maestro en uno de sus seminarios teológicos. En una visita a Gran Bretaña en mayo de 1862, cuando fue invitado por la reina Victoria a predicar en la capilla real de St. James, también visitó el Tabernáculo Metropolitano. CH Spurgeon, a propósito, acortó su propio discurso para dar oportunidad a d'Aubigné para que hablara ante la gran concurrencia. El discurso fue totalmente típico de aquel hombre, lo mismo que la historia que narró casi al final, tan típico que, de hecho, vale la pena recordarlo:
"Había – dijo–, a finales del siglo XVI, un hombre en Italia que era un hijo de Dios, que enseñaba por el Espíritu. Su nombre era Aonio Paleario. Había escrito un libro llamado El Beneficio de la Muerte de Cristo. Este libro fue destruido en Italia, y durante tres siglos no fue posible encontrar una copia; pero hace dos o tres años se encontró una copia italiana, creo que en una de las bibliotecas de Cambridge o de Oxford, y se volvió a imprimir. Quizá esto parezca de poca importancia, pero ese hombre no dejó la Iglesia de Roma, como debería haber hecho, en cambio, todo su corazón fue entregado a Cristo. Fue llevado ante el juez en Roma, por orden del Papa. El juez dijo: ‘vamos a presentarle tres preguntas, primero le preguntamos ¿cuál es la primera causa de la salvación, después ¿cuál es la segunda causa de la salvación, y por último, ¿cuál es la tercera causa de salvación’. Pensaban que, haciéndole estas tres preguntas, él diría finalmente que debería ser para la gloria de la Iglesia de Roma. Entonces le preguntaron: '¿Cuál es la primera causa de la salvación?’, y él respondió: 'Cristo'. Luego le preguntaron: '¿Cuál es la segunda causa de la salvación?’, y él respondió: 'Cristo'. Finalmente le preguntaron: '¿Cuál es la tercera causa de la salvación?’, y él respondió: 'Cristo'. Ellos pensaron que él iba a decir: ‘en primer lugar Cristo, en segundo lugar la Palabra, en tercer lugar, la Iglesia. Pero no, él dijo ‘CRISTO’. La primera causa, Cristo, la segunda, Cristo, y la tercera, Cristo. Y por esa confesión que él hizo en Roma, fue condenado a morir como un mártir. Mis queridos amigos, vamos a pensar y hablar como ese hombre; que cada uno de nosotros pueda decir: 'La primera causa de mi salvación es Cristo, la segunda es Cristo, y la tercera es Cristo. Cristo y su sangre expiatoria, Cristo y su Espíritu regenerador; Cristo y su gracia electiva eterna. Cristo es mi única salvación. No conozco ninguna otra’".
Es conveniente añadir que, algunos meses antes, Spurgeon visitó Ginebra por invitación de d'Aubigné, y predicó con gran alegría en el púlpito de Calvino (vestido con la toga negra ginebrina). Después del servicio, él dijo: "pasé una noche muy agradable con los predicadores más conocidos de Suiza, hablando de nuestro Señor, y de los progresos de Su obra en Inglaterra y en el Continente. Cuando nos despedimos, cada uno de esos ministros, unos ciento cincuenta o tal vez doscientos, me besó en ambas mejillas. Esa fue una experiencia algo bochornosa para mí" – dijo Spurgeon.
La inmensa popularidad de la Historia de Merle d'Aubigné en su tiempo se debió en gran medida al hecho de que fue escrita por un experto en el campo, fue escrita no sólo para los expertos, sino para el público cristiano ordinario. Juzgó que el interés público podría ser despertado mejor, no por exposiciones eruditas sobre las complejidades de la ley canónica y en instituciones de la Iglesia, sino por el estrés continuo del factor personal en la historia, las emociones del alma humana, las tensiones mentales y las tensiones ocasionadas por el impacto de la antigua y todavía recién nacida verdad sobre las mentes por el largo tiempo de esclavitud del catolicismo romano, y las torturas experimentadas por el espíritu humano cuando llegó el momento de tomar medidas decisivas. Fue este aspecto de la reforma que la pluma de d'Aubigné retrató con una habilidad carente hasta entonces de historiadores de la Iglesia. La concentración excesiva en los aspectos meramente legislativos y políticos de la historia religiosa deja al alma humana impasible, mientras que la representación gráfica de las almas inquieta de una manera más profunda por la fuerza de la verdad divina; almas agonizantes por las tensiones terribles que pueden y, de hecho, dan resultados de una experiencia del nuevo nacimiento en un ambiente eclesiástico intensamente hostil, por no decir doméstico, que también lo fue, descrito por un escritor capaz de llorar con los que lloraban, que conmovió el alma de la Inglaterra victoriana, y que hizo de la obra de d'Aubigné un potente factor en la consolidación de miles al protestantismo y a la verdad bíblica en un momento en que Roma estaba haciendo un nuevo esfuerzo para reparar los estragos de los siglos. Como había hecho el martirologio Foxe, escribió, no tanto para el mundo erudito y universitario, sino para la persona de escasos conocimientos y de poca inclinación a lo académico. Pero la profundidad de su erudición le permitió subir muy por encima del nivel de un mero literato populista. Un lector superficial puede a veces suponer que la historia es en sí superficial, y que, al ser "popular", puede no ser al mismo tiempo académica y crítica. Sin embargo, puede engañarse a sí mismo. Normalmente, el erudito no es "el populista”, pero en d'Aubigné se combinan los dos roles. "El arte consiste en ocultar el arte" dice un antiguo refrán, y de esta habilidad en particular d'Aubigné fue un humilde maestro. Su conocimiento, basado en la más amplia y prolongada investigación, fue inmenso, pero con todo y eso, él nunca sobrecargó su narrativa. Su estilo mordaz lacónico nunca se convirtió en una maraña de una mera información fáctica.
Que un historiador popularice su tema es, a los ojos de la mayoría de los historiadores académicos, responsable de una ofensa imperdonable contra toda buena erudición. Pero no fue sólo en este aspecto que d'Aubigné se apartó de los cánones generalmente aceptados por la escritores de historia. Hay dos principios básicos de su historia que casi todos los miembros de la fraternidad histórica consideran que no deberían de formar parte de una historia seria, a saber, su convicción de que el elemento divino en la historia humana es esencial para su verdadero entendimiento, y su negativa a esconder de sus lectores su propia fe personal y sus convicciones sinceras. En la edad moderna se ha vuelto casi un axioma de que el historiador debe tratar su tema "científicamente", y sobre todo, de manera impersonal, ocultando hasta el último grado sus propias convicciones personales, si acaso las tuviera, y que debe escribir como si no tuviera ni fe ni conciencia (excepto para el establecimiento de la fría verdad histórica). Como un ejercicio estrictamente académico este método puede tener sus méritos, pero como un vehículo para estimular el interés en la mente del lector promedio, es una clara falla. La historia, para vivirla, debe seguir el pulso de la vida del historiador. Él mismo debe ser inquietado por los acontecimientos en los que ha elegido explayarse. Y es aquí donde d'Aubigné logra su mayor éxito. Él no es un mero espectador de lejos, disecando, por así decirlo, los huesos secos de los hombres de los años pasados. Él vive en la edad que describe. Comparte las agonías de los mártires del siglo XVI. Su corazón palpita y duele a medida que camina junto a los confesores de la fe por las calzadas reales de la época de Tudor. Él está presente en sus juicios. Siente el calor de las llamas junto a aquellos que han "abierto la boca al Señor y que no pueden volver atrás", cediendo ante el fuego de la muerte. En este sentido recupera el "espíritu viviente" de la edad de Tudor, y se convierte en el John Foxe del siglo XIX. "Yo escribo la historia de la Reforma en su propio espíritu", es su afirmación.
Continuará...
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