Romanos 5; 6
Porque
mientras aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos.
El hecho de que
Jesucristo muriera por nosotros es la prueba definitiva del amor de Dios. Ya
sería bastante difícil encontrar a alguien que estuviera dispuesto a morir por
un justo; sería remotamente posible convencer a alguien para que muriera por
alguna idea grande y buena; y alguien podría tener el amor necesario para dar
su vida por un amigo. Pero lo inmensamente maravilloso del amor de Jesucristo
es que murió por nosotros cuando no éramos más que pecadores enemistados con
Dios. Ningún amor puede llegar más lejos.
No fue por
buenas personas por las que murió Cristo, sino por pecadores; no eran amigos de
Dios, sino gente que estaba enemistada con Él.
Pablo da otro
paso adelante. Gracias a Jesús ha cambiado nuestro status con Dios. Aunque
éramos pecadores, Jesús nos puso en la debida relación con Dios. Pero eso no es
todo. No sólo había que cambiar nuestro status; también había que cambiar
nuestro estado. Un pecador salvado no puede seguir siendo pecador; tiene que
hacerse bueno. La muerte de Cristo cambió nuestro status; su vida de
Resurrección cambia nuestro estado. Jesús no está muerto, sino vivo; está
siempre con nosotros para ayudarnos y guiarnos, para llenarnos de Su fuerza
para que venzamos la tentación, para vestirnos con algo de su gloria. Jesús
empieza por poner a los pecadores en la debida relación con Dios aun cuando son
pecadores; y continúa, por su Gracia, capacitándolos para que abandonen el
pecado y sean personas nuevas y buenas.
Hay términos
técnicos para estas cosas. El cambio de nuestro status es la justificación; ahí
es donde empieza todo el proceso de la Salvación. El cambio de nuestro estado
es la santificación; así prosigue el proceso de nuestra Salvación, que no
termina hasta que Le veamos cara a cara y seamos como El (1Jn_3:2).
Juan
8; 36
Así
que, si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres.
Lamentablemente
los judíos no querían ser "verdaderamente libres", sino solamente
políticamente libres.
Lo que dijo
Jesús de la libertad molestó a los judíos. Pretendían que no habían sino nunca
esclavos de nadie. En un sentido, está claro que aquello no era verdad. Habían
vivido como esclavos en Egipto, habían estado sometidos a varios imperios,
habían estado exiliados en Babilonia, y entonces estaban bajo el dominio de
Roma. Pero los judíos tenían en alta estima la libertad, que consideraban un
derecho de nacimiento de todo judío. En la Ley se establecía que ningún judío,
por muy pobre que fuera, podía degradarse hasta el punto de convertirse en un
esclavo. «Y cuando tu hermano se empobreciere, estando contigo, y se vendiere a
ti, no le harás servir como esclavo: Porque son Mis siervos, los cuales saqué
Yo de la tierra de Egipto; no serán vendidos a manera de esclavos»
(Lev_25:39-42 ). Una y otra vez se levantaban rebeliones porque algún líder
enardecido insistía en que los judíos no podían obedecer a ningún poder
terrenal, porque Dios era su único Rey.
Josefo cuenta la
historia de los seguidores de Judas el Galileo, que dirigió una famosa revuelta
contra los Romanos: «Tienen una fe inalterable en la libertad, y dicen que su
único Rey y Gobernante es Dios» (Josefo, Antigüedades de los judíos 18:1, 6).
Cirilo de
Jerusalén escribió de José: «José fue vendido para ser esclavo, pero él era
libre, todo radiante de nobleza de alma.» Hasta el sugerirle a un judío que
podía ser considerado como un esclavo era un insulto que no perdonaría.
Pero Jesús
estaba hablando de otra esclavitud. «El que comete pecado -les dijo-, es
esclavo del pecado.» Jesús estaba reiterando un principio que los sabios
griegos habían expuesto una y otra vez. Los estoicos decían: «Sólo el sabio es
libre; el ignorante es un esclavo.» Sócrates había demandado: "¿Cómo
puedes decir que un hombre es libre cuando está dominado por sus pasiones?»
Pablo daba gracias a Dios porque el cristiano era libre de la esclavitud del
pecado (Rom_6:17-20 ).
Aquí hay algo
muy interesante y muy sugestivo. A veces, cuando se le dice a uno que está
haciendo algo malo, o se le advierte para que no lo haga, su respuesta es: «¿Es
que no puedo hacer lo que me dé la gana con mi propia vida?» Pero la verdad es
que el pecador no está haciendo su voluntad, sino la del pecado. Una persona
puede dejar que un hábito la tenga en un puño de tal manera que no pueda
soltarse. Puede dejar que el placer la domine tan totalmente que ya no se pueda
pasar sin él. Puede dejar que alguna autolicencia se adueñe de tal manera de
ella que le resulte imposible desligarse. Puede llegar a tal estado que, al
final, como decía Séneca, odia y ama su pecado al mismo tiempo. Lejos de hacer
lo que quiere, el pecador ha perdido la capacidad de hacer su voluntad. Es
esclavo de sus hábitos, autolicencias, pseudoplaceres que le tienen dominado.
Esto es lo que Jesús quería decir. Ninguna persona que peca se puede decir que
es libre.
Entonces Jesús
hace una advertencia velada, pero que sus oyentes judíos comprenderían muy
bien. La palabra esclavo le recuerda que, en cualquier casa, hay una enorme
diferencia entre un esclavo y un hijo. El hijo es un residente permanente de la
casa, mientras que al esclavo se le puede echar en cualquier momento. En
efecto, Jesús les está diciendo a los judíos: «Vosotros creéis que sois hijos
en la casa de Dios y que nada, por tanto, os puede arrojar de vuestra posición
privilegiada. Tened cuidado; por vuestra conducta os estáis poniendo en el
nivel del esclavo, y a éste se le puede arrojar de la presencia del amo en
cualquier momento.» Aquí hay una amenaza. Es sumamente peligroso comerciar con
la misericordia de Dios, y eso era lo que los judíos estaban haciendo. Aquí hay
una seria advertencia para nosotros también.
¡Maranata!¡Ven
pronto mi Señor Jesús!
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