“Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos
mis caminos, dijo Jehová” Isaías
55:8.
Estas
palabras manifiestan con gran solemnidad los terribles estragos que el pecado
ha causado a la humanidad caída. Los seres humanos están lejos de su Creador;
no, aún peor, están “ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos
hay, por la dureza de su corazón” (Efesios 4:18). Como consecuencia de esto, el
alma ha perdido su ancla y todo está fuera de control, la depravación humana ha
trastornado todo. En lugar de subordinar los asuntos de esta vida a los
intereses de la vida venidera, el hombre se dedica principalmente al presente,
y poco o nada piensa acerca del porvenir eterno. En lugar de dar su primera
prioridad al bien de su alma antes que a las necesidades del cuerpo, el hombre
se ocupa principalmente del alimento y el vestido. En lugar de que la gran meta
del hombre sea agradar a Dios, atenderse a sí mismo se ha convertido es su ocupación
principal.
Los
pensamientos del hombre deberían ser gobernados por la Palabra de Dios, y sus caminos
regulados por la voluntad revelada de Dios. Por eso es que las cosas que son muy
valiosas para Dios (1 Pedro 3:4) son despreciadas por la criatura caída, y por
lo tanto sucede que “lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es
abominación” (Lucas 16:15). El hombre ha trastocado las cosas. Esto
lamentablemente se evidencia cuando intenta manejar las cosas divinas: la
perversidad que el pecado ha causado se muestra en que revierte el orden de
Dios. Las Sagradas Escrituras hablan del “espíritu, alma y cuerpo” del hombre
(1 Ts. 5:23), pero cuando el mundo hace referencia a estas tres cosas dice:
“cuerpo, alma y espíritu” –vea el slogan de Asociación Cristiana de Jóvenes. La
Biblia declara que los cristianos son “extranjeros y peregrinos” en esta
tierra, pero nueve de diez veces, aun los hombres buenos hablan y escriben de
“peregrinos y extranjeros”.
Esta
tendencia de revertir el orden divino de las cosas es típica de la naturaleza
del hombre caído, y a menos que el Espíritu Santo intervenga obrando un milagro
de gracia en nosotros, sus efectos son fatales para el alma. En ninguna parte
tenemos un ejemplo más temible y trágico de esto que en los mensajes evangelísticos
que ahora se predican, en que rara vez se reconoce que algo anda mal en el mundo.
Muchos ven con tristeza que el cristianismo también se encuentra en un estado
lamentable: el error abunda por todas partes, la consagración práctica escasea,
la mundanalidad le ha quitado vitalidad a la mayoría de las iglesias. Eso se
hace aparente a cada vez más almas sinceras. Pero realmente son pocos cuyos
ojos están abiertos para poder ver qué mal están las cosas, ciertamente pocos
perciben que las cosas están corruptas desde los mismos cimientos. No obstante,
éste es el caso.
El
plan de salvación de Dios casi ni se conoce en la actualidad. El “Evangelio”
que se está predicando, aun en círculos “ortodoxos”, donde se supone que la fe
que se predica a los santos todavía se valora, es un evangelio erróneo. Aun
allí el hombre ha revertido el orden de Dios. Con muy raras excepciones se
enseña que (y esto ha estado sucediendo hace más de treinta años) no se
requiere nada a fin de que el pecador sea salvo fuera de “aceptar a Cristo como
su Salvador personal”. Más adelante debe reconocerlo como Señor, consagrarle su
vida y servirle plena y alegremente. Pero aunque no lo haga, tiene el cielo
asegurado. Le faltará paz y alegría ahora, probablemente se pierda algo de la “corona”
del milenio, pero habiendo recibido a Cristo “como su Salvador personal” ha sido
librado de la ira venidera. Tal es el revertir del orden de Dios. Es la mentira
del Diablo,
y sólo el Día venidero mostrará cuántos han sido engañados fatalmente por ella.
Sabemos que lo antedicho es lenguaje fuerte, y probablemente sea un golpe para
muchos de nuestros lectores, pero les rogamos que pongan a prueba lo que sigue
a continuación.
En
cada uno de los pasajes del Nuevo Testamento donde estos dos títulos aparecen juntos,
es: “Señor y Salvador”, y nunca “Salvador y Señor”. La madre de Jesús proclamó:
“Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lucas 1:46,
47). A menos que Jehová hubiera sido primero su “Señor”, ciertamente no hubiera
sido su “Salvador”. Ninguna mente espiritual que reflexiona seriamente el
asunto puede tener ninguna dificultad en percibir esto. Cómo puede el Dios tres
veces santo salvar a alguien que ha rechazado su autoridad, despreciado su
honor y desacatado su voluntad revelada.
Es
ciertamente gracia infinita el que Dios esté listo para reconciliarse con
nosotros cuando renunciamos a las armas de nuestra rebelión contra él, pero
sería un acto injusto, un premiar al desorden, si perdonara a cualquier pecador
antes de que éste se reconciliara con su Hacedor al cual ha ofendido.
En
2 Pedro 1:10, a los santos de Dios se les insta: “hacer firme vuestra vocación
y elección” (y esto, por medio de agregar a su fe las otras gracias enumeradas
en los vv. 5- 7), asegurándoles que si lo hacen, no caerán jamás, porque se les
otorgará una entrada abundante en “el reino eterno de nuestro (1) Señor y (2)
Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11): o sea, se les dará una entrada abundante
ahora al reino de gracia y en el futuro a su reino de gloria. Pero lo que
queremos hacer notar particularmente es el orden en que aquí se mencionan los
títulos de Cristo: No “nuestro Salvador y Señor” como la predicación y enseñanza
corrupta de esta época degenerada los presenta; sino “Señor y Salvador”, porque
no llega a ser el Salvador de nadie hasta que el corazón y la voluntad lo
reciben sin reservas como SEÑOR.
“Ciertamente,
si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento
del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su
postrer estado viene a ser peor que el primero” (2 Pedro 2:20). Aquí el apóstol
se refiere a los que tenían un conocimiento mental de la Verdad, y luego cayeron
en la apostasía. Había sucedido una reforma en su vida externa, pero no una
regeneración del corazón. Por un tiempo habían sido librados de la contaminación
del mundo, pero no había tenido lugar ninguna obra sobrenatural de gracia en
sus almas; la lascivia de la carne había sido demasiado fuerte y habían sido
vencidos, volviendo a su antigua manera de vivir como un perro vuelve a su
vómito o una puerca lavada a revolcarse en el cieno.
La
apostasía se describe como “apartarse del mandato santo que les fuera dado”, lo
cual es una referencia a los términos del discipulado dados a conocer en el
evangelio. Pero lo que nos preocupa particularmente es el orden del Espíritu:
Estos apóstatas habían sido favorecidos con el “conocimiento del (1) Señor y
(2) Salvador Jesucristo”.
En
2 Pedro 3:18, el pueblo de Dios es exhortado así: “creced en la gracia y el conocimiento
de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”. Aquí, nuevamente el orden de Dios es
justamente lo opuesto al del hombre. Ni es esto meramente un detalle técnico,
en que un error sería de poca importancia. No, el tema que estamos tratando
aquí es básico, vital, fundamental, y un error en esta coyuntura es fatal. Los
que no se han sometido a Cristo como SEÑOR, pero confían en él como “Salvador”,
están engañados, y a menos que Dios en su gracia los saque de sus creencias
ilusorias, se irán al fuego eterno con una mentira en su mano derecha (Is.
44:20).
El
mismo principio es claramente ilustrado en pasajes donde ocurren otros títulos
de Cristo. Tome el primer versículo del Nuevo Testamento donde es presentado
como “Jesucristo, (1) hijo de David, (2) hijo de Abraham”. Observemos estos
títulos desde el punto de vista doctrinal y práctico, que debería ser siempre
nuestra primera consideración. “Hijo de David” introduce el trono, enfatiza su
autoridad y demanda fidelidad a su cetro. Además, ¡“hijo de David” viene antes
de “hijo de Abraham”!
También,
Hechos 5:31 nos dice que Dios exaltó a Jesús con su misma diestra “por (1) Príncipe
y (2) Salvador”. El concepto presentado en el título “Príncipe” es de dominio y
autoridad suprema, como lo muestra claramente Apocalipsis 1:5: “el soberano de
los reyes de la tierra”.
Si
vamos al libro de los Hechos y lo leemos atentamente, descubriremos enseguida
que el mensaje de los apóstoles era totalmente diferente de la predicación de
nuestra época –no sólo en su énfasis, sino en su sustancia. En el día de Pentecostés,
Pedro declaró: “Y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (2:21),
y recordó a sus oyentes que Dios había hecho a Jesús (o había manifestado que
era) “Señor y Cristo” (2:36), ¡no Cristo y Señor! A Cornelio y los de su casa,
Pedro presentó a Cristo como “Señor de todos” (10:36). Cuando Bernabé llegó a
Antioquía, “exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles
al Señor” (11:23). Allí también Pablo y Bernabé “los encomendaron al Señor en
quien habían creído” (14:23). En el gran sínodo de Jerusalén,
Pedro
recordó a sus compañeros que los gentiles “busquen [no meramente un “Señor”,sino]
al Señor” (15:17). Al carcelero de Filipo y su casa, Pablo y Silas predicaron
“la palabra del Señor” (16:32).
Anhelando de manera especial que el lector
vea es que los apóstoles no sólo enfatizaron el Señorío de Cristo, sino que la
entrega total era esencial para ser salvos.
Esto
resulta claro por muchos otros pasajes, por ejemplo leemos: “Y los que creían
en el [no “Cristo”, sino] Señor (Hch. 5:14). “Y le vieron todos los que
habitaban en Lida y en Sarón, los cuales se convirtieron al Señor” (9:35). “Y
muchos creyeron en el Señor” (9:42). “Y una gran multitud fue agregada al
Señor” (11:24). “Entonces el procónsul, viendo lo que había sucedido, creyó,
maravillado de la doctrina del Señor” (13:12). “Y Crispo, el principal de la
sinagoga, creyó en el Señor con toda su casa” (18:8).
La
realidad es que muy, pero muy pocos en la actualidad tienen un concepto
correcto de qué consiste una conversión bíblica y salvadora. El llamado a la
salvación se presenta en Isaías 55:7: “Deje el impío su camino, y el hombre
inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová [de quien se ha apartado desde
Adán], el cual tendrá de él misericordia”. Su carácter se describe en 1
Tesalonicenses 1:9: “Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios
vivo y verdadero”. Conversión, entonces, es volverse del pecado a la santidad,
del yo a Dios, de Satanás a Cristo. Es la entrega voluntaria de nosotros mismos
al Señor Jesús, no sólo como una aprobación de la dependencia de sus méritos,
sino también como una disposición a obedecerle, renunciando a las llaves de nuestro
corazón y poniéndolas a sus pies. Es el alma declarando “Jehová Dios nuestro,
otros señores fuera de ti se han enseñoreado de nosotros [a saber, el mundo, la
carne y el Diablo]; pero en ti solamente nos acordaremos de tu nombre” (Is.
26:13).
“La conversión consiste en que nos
recobremos de nuestra pecaminosidad presente conformándonos a la imagen moral
de Dios, o, lo cual es lo mismo, a una conformidad verdadera a la ley moral.
Pero una conformidad a la ley moral consiste en una disposición de amar a Dios
hasta lo sumo, vivir para él hasta lo último, gozarnos en él al máximo y amar a
nuestro prójimo como a nosotros mismos, demostrando todo esto en la práctica. Y,
por lo tanto, la conversión consiste en recobrarnos de lo que somos por
naturaleza a tal disposición y práctica”
(James Bellamy, 1770).
Penetrantes
son las palabras de Hechos 3:26: “A vosotros primeramente, Dios, habiendo
levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se
convierta de su maldad”. Esta es la manera como Cristo bendice a los hombres:
convirtiéndolos. No obstante, el evangelio puede instruir e iluminar a los
hombres, pero mientras sigan esclavos del pecado, esto no les ha conferido ningún
beneficio eterno: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle,
sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de
la obediencia para justicia?” (Ro. 6:16).
Destaquemos
aquí que hay una diferencia muy real entre creer en la deidad de Cristo y entregarse
a su señorío. Hay muchos que están firmemente persuadidos de que Jesús es el Hijo
de Dios. No tienen ninguna duda de que sea el Hacedor del cielo y de la tierra.
Pero eso no es prueba de una conversión.
Los demonios lo reconocían como “Hijo de Dios” (Mt. 8:29). Lo que estamos enfatizando
no es la aceptación mental de la deidad de Cristo, sino la entrega de la
voluntad a su autoridad, de modo que la vida sea regulada por sus mandamientos.
Aunque tiene que haber un creer en él, tiene que haber también un sujetarnos a él:
el uno es inútil sin el otro. Como nos dice claramente Hebreos 5:9: “Vino a ser
autor de eterna salvación para todos los que le obedecen”.
A
pesar de que las Sagradas Escrituras enseñan claramente lo explicado en los
párrafos anteriores, cuando el inconverso se preocupa de (no diremos su
lamentable estado, sino) su futuro eterno y pregunta: “¿Qué debo hacer para ser
salvo?”. La única respuesta que le dan ahora es: “Acepta a Cristo como tu
Salvador personal”, sin ningún esfuerzo por recalcar (como lo hizo Pablo con el
carcelero de Filipo) el señorío de Cristo. Juan 1:12 es el versículo que muchos
ciegos, guías de ciegos citan: “Mas a todos los que le recibieron, a los que
creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Quizá el lector
objete: “Pero nada dice de recibir a Cristo como Señor”. Directamente no; ¡ni
dice nada acerca de recibir a Cristo como “un Salvador personal”! Es un Cristo
completo lo que hay que recibir, todo o nada. ¿Por qué tratar de fraccionarlo?
Si
el que objeta esta premisa reflexiona cuidadosamente sobre el contexto de Juan
1:12 descubrirá enseguida, a menos que esté cegado por los prejuicios, que es
como SEÑOR que se presenta a Cristo aquí, y como tal, tiene que ser “recibido”
por nosotros. El versículo anterior nos dice: “A lo suyo vino, y los suyos no le
recibieron”. Resulta claro: como Dueño y Señor de Israel, y fue como tal que
“no le recibieron”. Considere también lo que hace por los que así lo reciben:
“les dio potestad [el derecho o prerrogativa] de ser hechos hijos de Dios”
¡Quién sino el Señor de señores tiene la autoridad para dar a otros el título
de hijos de Dios!
En
su estado no regenerado, ningún pecador está sujeto a Cristo como Señor, aunque
esté totalmente convencido de su deidad y la reconozca libremente, y use las
palabras “Señor Jesús” al referirse a él. Cuando decimos que ninguna persona no
regenerada “está sujeta a Cristo como Señor”, queremos decir que su voluntad no
es la regla de la vida: agradar, obedecer, honrar y glorificar a Cristo no es
la meta, la disposición y el anhelo del corazón que la domina. No, dista mucho
de ser éste el caso, su verdadero sentir es: “¿Quién es Jehová, para que yo
oiga su voz?” (Ex. 5:2). La tendencia de su vida es decir: “No queremos que
éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). A pesar de todas las pretensiones religiosas,
la verdadera actitud hacia Dios del no regenerado es: “Apártate de nosotros, porque
no queremos el conocimiento de tus caminos. ¿Quién es el Todopoderoso, para que
le sirvamos [estar sujetos a él]?” (Job 21:14, 15). Su conducta demuestra
“nuestros labios son nuestros, ¿quién es señor de nosotros?” (Salmo 12:4). En
lugar de entregarse a Dios en Cristo, cada pecador “se apartó por su camino” (Is.
53:6), viviendo únicamente para agradarse a sí mismo.
Cuando
el Espíritu Santo redarguye de pecado, causa que la persona vea cómo es realmente
el PECADO. Hace que el redargüido comprenda y sienta que el pecado es rebelión
contra Dios, que es no someterse al SEÑOR. El Espíritu causa que reconozca que
ha sido un insurrecto contra aquel que es exaltado sobre todas las cosas. No
sólo está redargüido de este o aquel pecado, este o aquel “ídolo”, sino que
llega a percatarse de que toda su vida ha sido una batalla contra Dios; que
consciente, voluntaria y constantemente lo ha ignorado y desafiado, prefiriendo
y escogiendo deliberadamente ir por su propio camino. La obra del Espíritu en
los escogidos de Dios no es tanto mostrar y convencer a cada uno de ellos que
son “pecadores perdidos” (la conciencia del hombre natural lo sabe ¡sin ninguna
operación sobrenatural del Espíritu!) como lo es de revelar lo extremo de lo “pecaminoso
del pecado” (Ro. 7:13); y que, haciéndonos ver y sentir el hecho de que todo
pecado es una especie de anarquía espiritual, es un desafío al “señorío” de
Dios.
De
allí que cuando alguien realmente ha sido “redargüido” por la operación
sobrenatural del Espíritu Santo, el primer efecto es una completa y triste
desesperación en el corazón. Le parece que su causa no tiene salida. Ahora
percibe que ha pecado tan gravemente que le parece imposible que un Dios justo
haga otra cosa que no sea condenarlo para toda la eternidad. Ahora ve qué necio
ha sido en hacer caso a la voz de la tentación, luchando contra el Altísimo y
perdiendo su alma. Ahora recuerda con cuánta frecuencia Dios le ha hablado en
el pasado –siendo niño, joven, adulto, en enfermedad, en la muerte de un ser querido,
en las adversidades-- y cómo se ha negado a hacerle caso, haciéndose deliberadamente
el sordo, y yendo, desafiante, por su propio camino. Ahora siente que realmente,
por sus pecados, se ha perdido el día de gracia.
Ah,
mi lector, el suelo tiene que ser arado y rastrillado antes de que pueda ser
receptivo a la semilla. De la misma manera, el corazón tiene que estar
preparado por estas experiencias angustiosas, la voluntad terca tiene que ser
quebrantada, antes de poder estar lista para el bálsamo del evangelio. Pero,
oh, ¡qué pocos son los que alguna vez son “redargüidos” por el Espíritu para
salvación! Al seguir el Espíritu su obra en el alma, arando a más profundidad,
revelando lo atroz y horrible del PECADO, produciendo un horror y
aborrecimiento hacia él; después hace nacer la esperanza, que produce una búsqueda
seria y diligente y hace brotar la pregunta: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”
Entonces
es que el que ha venido a la tierra para glorificar a Cristo, el que convence
al alma vivificada de la verdad de sus afirmaciones acerca de su señorío
–presentada en pasajes como Lucas 14:26-33-- y que nos hace comprender que
Cristo demanda nuestro corazón, vida y nuestro todo. Entonces es que otorga su
gracia al alma vivificada para que renuncie a otros “señores”, para que se
aparte de todos los “ídolos” y que reciba a Cristo como Profeta, Sacerdote y
Rey.
Y
nada aparte de la obra soberana y sobrenatural de Dios el Espíritu puede hacer
que esto suceda. Esto es indudablemente evidente. Un predicador puede inducir a
alguien a creer lo que la Biblia dice acerca de su condición perdida y sin
esperanza, puede persuadirlo a que se “incline ante” el veredicto divino y
luego “acepte a Cristo como su Salvador personal”. Nadie quiere irse al
infierno, y si uno puede estar intelectualmente seguro de que Cristo está a la
mano como una escalera de incendios, con la sola condición de que brinque a sus
brazos, (“descansar en su obra consumada”), miles lo harán. Pero ni cien predicadores
pueden hacer que una persona no regenerada comprenda la naturaleza indeciblemente
horrible del PECADO, hacerle sentir que ha sido rebelde contra Dios toda su
vida, cambiar de tal forma su corazón que ahora se aborrece a sí mismo y anhela
agradar a Dios y servir a Cristo. Sólo Dios el Espíritu puede llevar al hombre
a la posición en que está dispuesto a renunciar a todo ídolo, cortarse la mano
derecha que es un obstáculo o arrancarse el ojo derecho que ofende, ¡con tal de
que Cristo lo “reciba” a él! Ah, ha sucedido un milagro de gracia cuando nos
entregamos al Señor (2 Co. 8:5) para ser gobernados por él.
Antes
de terminar, anticipemos y quitemos una objeción. Es probable que algunos
dirían en respuesta a lo escrito anteriormente: “Pero las exhortaciones
dirigidas a los santos en las epístolas del Nuevo Testamento muestran que son
los cristianos, no los inconversos, de quienes se requiere que se entreguen a
Dios y al señorío de Cristo” –Romanos 12:1, etc. Tal error, que ahora se comete
comúnmente, sólo sirve para demostrar la tremenda oscuridad espiritual que ha
envuelto aun al cristianismo “ortodoxo”. Las exhortaciones de las epístolas
significan sencillamente que los cristianos deben continuar TAL COMO empezaron:
“de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él” (Col. 2:6).
Todas las exhortaciones del Nuevo Testamento pueden resumirse en pocas
palabras:
“Ven
a Cristo”, “Permanece en él” ¡y qué es “permanecer” más que venir a Cristo constantemente
–1 Pedro 2:4! ¡Los santos a los que iban dirigidas las exhortaciones como la de
Romanos 12:1, ya habían sido instados a “entregarse” “a Dios” (6:13)! Mientras estemos
sobre esta tierra necesitaremos siempre tales exhortaciones. En Apocalipsis 2, encontramos
prueba de lo que hemos dicho: ¡el mandato a la iglesia retrocedida de Éfeso fue:
“Arrepiéntete, y haz las primeras obras” (v. 5)!
Y
ahora, querido lector, una pregunta directa: ¿ES CRISTO TU SEÑOR? ¿Ocupa cierta
y verdaderamente el trono de tu corazón? ¿Gobierna realmente tu vida? Si no,
entonces de seguro que NO es tu “Salvador”. A menos que tu corazón haya sido renovado,
a menos que la gracia te haya cambiado de un rebelde descontrolado a un súbdito
amante y fiel, sigues en tus pecados, en el camino ancho que lleva a la
perdición. Quiera Dios, en su gracia soberana, hablar con poder a algunas almas
preciosas por medio de este estudio y reflexión.
¡Maranata!
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