Judas 1:4 Porque algunos hombres han entrado
encubiertamente sin temor ni reverencia de Dios; los cuales desde antes habían
estado ordenados para esta condenación, convirtiendo la gracia de nuestro Dios
en disolución, y negando a Dios que solo es el que tiene dominio, y a nuestro
Señor Jesús, el Cristo.
(La
Biblia Casiodoro de Reina 1569)
El autor se presenta como Judas, siervo de Jesucristo. Es apóstol de
Cristo; por eso ya no se pertenece; pertenece a Jesucristo; se ha puesto a su
servicio y a su disposición. Así se expresa la grandeza y la pequeñez del
apóstol. Se presenta con autoridad suma, pero habla sólo en servicio de Jesús y
con la autoridad de éste. Escuchando al apóstol se escucha a Jesucristo, que le
ha enviado. «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha, y quien a vosotros
desprecia, a mí me desprecia» (Lucas_10:16).
Judas es hermano de Santiago. Con esto quiere presentarse como hermano del
«hermano del Señor», muy estimado en la Iglesia, que dirigía la Iglesia de
Jerusalén. En los catálogos apostólicos del evangelista Lucas aparece un «Judas
de Santiago» (Lucas_6:16; Hechos_1:13). En
Marcos y Mateo no aparece; se menciona a Tadeo (Mateo_10:3;
Marcos_3:18.
Santiago, el hermano del Señor, sufrió martirio el año 62 después de
Cristo. Judas quiere continuar en esta carta la labor apostólica de su hermano.
Con la triple denominación: Judas, hermano de Santiago, apóstol de Cristo, debe
quedar claro que hay que recibir la carta con respeto. Detrás del autor está la
Iglesia primitiva de Jerusalén, los doce apóstoles y el mismo Jesucristo. La
carta de Judas quiere ser testimonio de la tradición que, a través de la
Iglesia y de los testigos mediatos e inmediatos, se remonta a Jesucristo.
La carta está escrita a los llamados; vale para todos los cristianos;
es una «carta universal». Va dirigida a todos nosotros. Nosotros somos los
llamados y escogidos por Dios de entre los hombres. Dios ha tenido la
iniciativa al escogernos y llamarnos a ser cristianos. Él es quien ha puesto
los cimientos de la obra de nuestra salvación.
Lo que movió a Dios a llamarnos fue su amor. «Dios nos libertó y llamó
con su santa vocación, no por nuestras obras, sino por su beneplácito y por la
gracia que nos ha sido otorgada en Jesucristo antes de todos los siglos» (2Timoteo_1:9). Los cristianos son los amados de Dios.
Desde la eternidad ha dirigido hacia ellos su amor y éste les protege
continuamente. Como cristianos, estamos rodeados y protegidos por el amor
paterno de Dios. Es la atmósfera en que vivimos y debemos vivir.
El fin de la vocación es guardarnos para Jesucristo. En orden a Cristo
nos ha dado Dios su amor y nos ha llamado. Nos ha escogido para que obedezcamos
a Jesucristo y nos ha predestinado para hacernos conformes a la imagen de su
Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos. Él ha empezado en
nosotros la obra salvadora: guardar incólumes y sin mancha nuestro espíritu,
nuestra alma y nuestro cuerpo para la venida de nuestro señor Jesucristo (1Tesalonicenses_5:23), para trasladarnos al reino de
su Hijo amado.
Lo decisivo de la obra salvadora ya lo ha hecho Dios. Ha dirigido
hacia nosotros su amor y sigue amándonos; ha empezado a guardarnos para la
plenitud y continúa guardándonos. Lo que Dios ha hecho ya en nosotros por
Jesucristo nos da seguridad plena de que llevará a término lo que ha empezado.
Nuestra vida está en tensión entre la donación del amor, hecha por Dios Padre
desde la eternidad y el guardarnos para Jesucristo en el acontecer
escatológico, entre el comienzo creador del Padre y la plenitud, obra de
Cristo. Estamos, pues, doblemente cobijados.
La salvación se atribuye unas veces a Dios Padre y otras, a
Jesucristo. Es obra del Padre y, por tanto, obra del Hijo. Porque Dios actúa en
Jesucristo y por Jesucristo. En él se funda nuestra confianza en Dios. En él
tenemos todas las riquezas, porque plugo al Padre hacer habitar en él toda la
plenitud de Dios. Ya en una frase tan sucinta podemos entrever algo de esta
riqueza.
Misericordia, paz y caridad son bienes que Dios da a los fieles. Judas
reúne estos tres dones en forma original; designan la gran realidad de que
habla la carta, realidad que es fundamental para el cristiano. La donación
gratuita del Padre se manifiesta, ante todo, como misericordia. Nos ha elegido
y llamado sin ningún mérito nuestro. Ha borrado los pecados y cancelado la
culpa. Seguimos necesitando continuamente su misericordia, porque seguimos
faltando siempre. La pedimos en cada padrenuestro; la esperamos, con confianza,
en el juicio...
El don divino es también paz. La paz, que cada uno recibe y
experimenta en sí mismo, es una participación en la «gran» paz que Dios ha
firmado con el mundo mediante la obra reconciliadora de su Hijo. Cuando la
culpa ha sido perdonada, estamos en paz. Todos han de llegar a ser partícipes
de esta paz; por eso se nos desea con abundancia, con riqueza desbordante.
Pero el don mayor es el amor, pues es Dios mismo, se desborda de su
corazón sobre el nuestro. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos_5:5).
Es la prenda poderosa de nuestra esperanza, el don de la plenitud ya «mientras
peregrinamos», porque el amor permanece, mientras todo lo demás pasa.
La salvación nos ha sido ya dada, pero debe crecer continuamente. Es
vida que pide desplegarse y fructificar. El crecimiento de la misericordia, de
la paz y de la caridad proviene de Dios. El objetivo primero y más profundo de
nuestro deseo y de nuestra oración es el aumento de estos bienes. ¡Que se nos
dé abundancia de misericordia, paz y amor!
Aquí Judas expresa la circunstancia que le urgió escribir a los
hermanos esta epístola Quería aplicar
toda su atención a escribir sobre la salvación común. La intención de Judas era
escribir sobre nuestra salvación común; habiéndose introducido en la Iglesia
falsos maestros, se ve obligado a hacérselo notar a los fieles; después les
instruye sobre la forma de comportarse ante esa amenaza para la Iglesia.
En la Iglesia se han introducido falsos maestros. Pertenecían a la
Iglesia, pero ahora van hacia la perdición. Se saca a la luz su actuación y se los amenaza con la perdición en el juicio
futuro.
La exhortación del apóstol procede del amor. Exhorta a los cristianos
porque los ama. Los ama porque los cristianos son «amados» de Dios, que los ha
elegido, de los demás cristianos, sus hermanos. El amor es el clima de la
existencia y de la vida cristianas. A Judas y a la Iglesia los apremia anunciar
la salvación que Dios nos ha preparado. La salvación es la liberación de todo
lo que oprime al hombre: liberación de la enfermedad, de la miseria, de la
culpa y de la muerte. Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte no
existirá ya, ni llanto, ni lamentos ni trabajos existirán ya; porque lo
anterior ya pasó» (Apocalipsis_21:4). Salvación
es todo lo que hace feliz al hombre. Da «misericordia, paz y amor» y permite
participar en todo lo que Dios dio a su Hijo cuando le ensalzó y le glorificó:
resurrección, transfiguración del cuerpo, vida eterna y señorío eterno. «Acerca
de esta salvación indagaron y escudriñaron los profetas, que predicaron la
gracia a vosotros destinada. Ellos investigaban a qué tiempo y a qué
circunstancias se refería el Espíritu de Cristo que estaba en ellos y que
testificaba de antemano los padecimientos reservados a Cristo y la gloria que a
ellos seguiría» (1Pedro_1:10s).
La salvación nos es común. Dios, en su gracia, quiere salvar a todos
los hombres, dar la salvación al «mundo» y renovar toda la creación. Su
plenitud empezará cuando llegue «la nueva tierra y el nuevo cielo». La
predicación cristiana es el mensaje de la salvación del mundo, que,
inicialmente, se hizo real en Cristo y llegará a su plenitud al final de los
tiempos. Nuestra concepción del cristianismo sería inexacta si no quisiéramos
ver en el más que una proclamación de obligaciones morales, una sabiduría o una
concepción filosófica del mundo. El cristianismo ofrece la salvación que ha
sido dada en Jesucristo y que puede salvar a todo el hombre, en el presente y
en el futuro.
Judas quiso escribir una meditación sobre la salvación, pero tuvo que
redactar una carta contra los falsos maestros. Valdría la pena aplicar toda la
diligencia en ahondar en el camino salvador de Dios. Pero contra la
proclamación de la verdad se alza la propagación del error. La Iglesia de este
mundo no puede ser sólo Iglesia contemplativa; debe ser Iglesia combatiente. La
entrada en el reino de Dios, el servicio a Cristo, la vida cristiana exigen,
sobre todo, lucha, no buscada, pero que se impone.
El campo en que hay que sostener la batalla es, ante todo, el de la
fe, dada una vez para siempre, el de la verdad de fe recibida, el del tesoro
precioso de la revelación de Dios. Este alto patrimonio ha sido entregado a los
santos. Los santos son los cristianos. Dios los ha separado de los demás
hombres, los ha librado del pecado, ha hecho de ellos hombres nuevos, los ha
puesto a su servicio. Por la fe en Jesucristo forman el «nuevo Israel», al que
Dios ha dado los privilegios que había prometido al antiguo Israel. Entre éstos
se encuentra el de que su pueblo sea un pueblo santo, porque la santidad
procede de la obediencia a la verdad de la Biblia.
No es casual que, Judas en su
carta, todo esté ordenado en tríadas. Los bienes de la salvación son: misericordia,
paz y caridad; los grandes valores del cristiano: la oración en el Espíritu
Santo, la perseverancia en el amor de Dios, la misericordia de nuestro señor
Jesucristo; se concibe la eternidad como pasado, presente y futuro infinitos; el Dios uno es trino; en la generación del
desierto, la caída de los ángeles y la destrucción de Sodoma y Gomorra se dan
juicios amonestadores de condenación; Caín, Balaam y Coré son figuras bíblicas
de falsos maestros.
Este hombre, con su amor y su alegría por el «sagrado» patrimonio de
la fe, se encontró frente a los maestros del error, los gnósticos. Los últimos
estudios sobre la gnosis muestran su fuerza fascinadora y su acción disolvente
cuando puede desplegarse en el seno de la comunidad cristiana. La carta de
Judas resume el peligro en tres frases notables:
«Manchan la carne, desprecian la dignidad del Señor, insultan las
glorias»
Lo santo ya no es considerado
como tal. Las palabras de la profesión de fe recibida se desvirtúan, separando
sutilmente las palabras. Se usan mal algunas expresiones difíciles de la
teología paulina (psíquicos) (2Pedro_3:16). Se
pone en ridículo a los creyentes sencillos.
Dos exhibiciones de su impiedad se presentan
para describir a estos impíos:
(1) "convierten en libertinaje la gracia
de nuestro Dios". La gracia de Dios es la salvación hecha posible por el
evangelio (Efesios_2:8-9; Tito_2:11). Estos
enseñaban que como cristianos, bajo la gracia de Dios, tenían licencia para
prácticas carnales (2Pedro_2:18-19). A
tal idea responde Pablo con la pregunta hallada en Romanos_6:1,
y la condena en tales pasajes como Romanos_6:2-23; 1Corintios_6:9-18.
(2)
"niegan a Dios... Señor Jesucristo". Las doctrinas que éstos
predicaban y practicaban eran en realidad y de hecho una denegación o
rechazamiento de Dios y de Jesucristo, porque negaban lo que son y lo que han
revelado en la Biblia.
En
los contrarios había, junto con la falsedad de su doctrina, un extravío de las
costumbres. Decían: todo está permitido; el pecado que se produce en la carne
no toca al espíritu, antes bien, ofrece ocasión de hacer aparecer la grandeza y
el esplendor de la gracia de Dios (Romanos_6:1).
Se separan rigurosamente Dios y el mundo, el espíritu y la materia, el alma y
el cuerpo. Así se explica el tono violento con que Judas condena la conducta
moral de los falsos maestros. Se les reprocha, sobre todo, su codicia y su
lujuria. En su «abandonarse a la libertad» no se preocupan por la ley moral.
Llevan una vida desenfrenada e invierten el sentido de la «vida nueva» en
Cristo. Esta postura se expone a la luz y se amenaza con el castigo de Dios,
para causar un santo temor en los creyentes y servir a la verdad.
La carta de Judas es uno de los primeros documentos de una serie de
escritos polémicos que luchan contra la gnosis no tanto con una confrontación y
refutación cuanto repudiándola severamente. Probablemente con este método
servía mejor a sus lectores. Esto sólo se entiende plenamente si se tienen en
cuenta los grandes males que amenazaban la existencia de las comunidades. Se
trataba de todo. Sin embargo, el autor de la carta no era un hombre que buscase
la polémica. Nuestra carta no fue escrita para grandes teólogos, sino para
cristianos sencillos que debían enfrentarse a los gnósticos. Amor se desprende
de la instrucción que se da a los fieles sobre la forma de tratar a los que
están en el error. No se abandona ni siquiera a los inaccesibles; también para
ellos se pide amor.
La verdad de la fe está amenazada. Los nuevos apóstoles y maestros no
fueron «llamados». Su trabajo es anónimo («algunos hombres»), se han
infiltrado, vienen como ladrones. No están autorizados públicamente en la comunidad.
Quien quiere enseñar en la Iglesia, debe ser llamado a su misión.
Pero Dios protege su revelación. Quien no habla por encargo suyo, sino
que se infiltra como ladrón entre los maestros de la Iglesia, incurre en el
juicio divino. Dios ha emitido de antemano en la Sagrada Escritura su veredicto
sobre los falsos maestros. Como impíos,
les alcanza el veredicto de Dios sobre los impíos. Su condenación está
determinada de antemano. No está determinado que sean impíos, sino que, porque
son impíos, están destinados al juicio de condenación.
El núcleo de la frase lo constituye la palabra impíos. Quien anuncia
como revelación de Dios lo que se opone a la verdad transmitida de la fe es un
impío, porque no respeta la revelación que Dios ha hecho de sí mismo. No es
Dios quien está en el centro de su vida, sino él mismo. No habla en nombre y
por encargo de Dios, sino en nombre propio. Su vida es una negación práctica de
Dios. Puesto que su vida fue sin Dios, su fin será también ser rechazado de la
faz de Dios. La fe es obediencia y respeto a Dios, que se revela, y al depósito
de la fe, que contiene esta revelación.
Los falsos maestros, cuya intromisión desenmascara Judas, convierten
la gracia de nuestro Dios en libertinaje. ¡Qué desviación! Toman el perdón
benévolo de Dios como ocasión de desenfreno sexual. Seguramente pensaban:
«Hemos de permanecer en el pecado, para que la gracia sea copiosa». «Tenemos el
favor de Dios; lo que hagamos desde el punto de vista sexual no puede
arrebatarnos ese favor.» «Somos perfectos y tenemos el Espíritu; la carne no
puede dañar al Espíritu, porque éste es más fuerte que la carne.» Su pasión ha
trastocado e invertido la verdad.
La gracia que Dios nos da no nos autoriza al desenfreno, sino que nos
obliga a una nueva vida, que esté de acuerdo con la gracia. El bautismo ha
eliminado la culpa y nos ha procurado el favor y la gloria de Dios; por eso
exige una vida que esté de acuerdo con la pureza radiante de ese nuevo
comienzo. «Considerad que estáis realmente muertos al pecado y que vivís ya
para Dios en Cristo Jesús» (Romanos_6:11).
Con el libertinaje, se niega prácticamente a Jesucristo como «único
dueño y Señor». El que obra movido por la lujuria niega con sus acciones que
Jesucristo sea el único Señor, aunque de palabra lo profese. Jesús ha adquirido
derecho de propiedad sobre nosotros. El lujurioso abusa de lo que es propiedad
de Cristo. El respeto al único Señor y dueño, Jesucristo, debe poner freno a
nuestra pasión. Como Señor divino, Jesús debe guiar todas nuestras fuerzas y
capacidades. Como Señor fuerte, da fuerza para que tomemos por las riendas
nuestros apetitos desordenados.
La gnosis destruye la profesión de fe de la Iglesia. Quien quiera
seguir siendo cristiano debe retener la verdad de fe recibida como patrimonio
«sagrado» e intocable, dado de una vez para siempre, al que no se puede quitar
ni añadir nada. La carta de Judas reconoce el gran valor del patrimonio de fe
confiado a la Iglesia, que no es una filosofía ni una mitología, sino que el
Cristo histórico ha confiado a sus apóstoles para que la conserven y la
expliquen fielmente (1Timoteo_6:20; 2Timoteo_1:12.14).
Así se condena todo cambio humano de la revelación dada por Dios a los hombres.
El hombre debe aceptar en obediencia lo que Dios ha dicho y hecho y la forma en
que lo ha dicho y hecho. Sólo quien ha renunciado a sí mismo puede tomar esta
decisión.
Judas acusa a los maestros del error de ser ateos. Lo son, no porque
no acepten ningún ser divino, sino porque no se inclinan ante Dios que se
revela en la verdad de la fe. Aceptar con fe la manifestación de Dios no es un
mero asentir intelectual a un conjunto de ideas, sino una entrega al Dios
viviente que se manifiesta a los hombres mediante su actuación histórica. Sólo
en esta obediencia a la fe sale el cristiano de su egocentrismo y llega a la
verdadera entrega a Dios que es el fin. Si se reprocha a los maestros del error
repetidas veces su lujuria y su codicia, esto quiere decir que no se han
elevado por encima de su yo y por tanto no han sido capaces de llevar a cabo
una verdadera entrega a Dios. Sólo reconocer humildemente la fe, tal como nos
ha llegado, puede dirigir, proteger y robustecer la vida cristiana.
Algunos evitan estudiar la teología porque piensan que es árida y
aburrida. Los que se niegan a aprender la doctrina correcta son susceptibles a
las falsas enseñanzas porque no están lo bastante arraigados en la Palabra de
Dios. Debemos entender las doctrinas fundamentales de nuestra fe a fin de que
podamos reconocer las falsas doctrinas que socavan nuestra fe y perjudican a
los demás.
Muchos
falsos maestros del primer siglo enseñaron que los cristianos podían hacer todo
lo que quisieran sin temor al castigo de Dios. Tomaron a la ligera la santidad
y la justicia de Dios. Pablo rechazó esa clase de enseñanza falsa en Romanos_6:1-23.
Aun
hoy, algunos cristianos minimizan lo escandaloso del pecado, creyendo que la
forma en que viven tiene que ver muy poco con su fe. Pero lo que una persona
cree se mostrará en sus actos. Los que de veras tienen fe la mostrarán mediante
su profundo respeto a Dios y mediante su deseo sincero de vivir conforme a los
principios en su Palabra en la Biblia.
¡Maranatha!
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