(Estudio bíblico familiar 7 diciembre 2016)
1Juan 3:3-8 Y todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.
Todo
aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción
de la ley.
Y sabéis
que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él.
Todo
aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le
ha conocido.
Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia
es justo, como él es justo.
El que practica el pecado es del
diablo; porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de
Dios, para deshacer las obras del diablo.
Juan acaba de decir
que el cristiano está de camino hacia ver a Cristo y ser como El. No hay nada
que ayude tanto a una persona a resistir la tentación como un gran objetivo.
Cierto novelista traza el retrato de un joven que siempre se negaba a tomar parte
en los placeres más bajos a los que sus camaradas le invitaban a menudo y hasta
le desafiaban. Su explicación era que algún día algo maravilloso iba a entrar
en su vida, y que debía mantenerse preparado para ello. El que sabe que Dios
está esperándole al final del camino hará que toda su vida sea una preparación
para ese encuentro.
Este pasaje se
dirige contra los falsos maestros gnósticos. Como ya hemos visto, presentaban
más de una razón para justificar el pecado. Decían que el cuerpo era malo de todas
maneras, y que por tanto no había ningún peligro en satisfacer sus deseos,
porque lo que sucediera con el cuerpo no tenía importancia. Decían que el
hombre realmente espiritual estaba tan pertrechado por el Espíritu que podía
pecar todo lo que le diera la gana sin sufrir ningún daño. Hasta decían que los
verdaderos gnósticos tenían la obligación, tanto de escalar las alturas como de
sondear las simas, para así poder decir que conocía todas las cosas. Por detrás
de la respuesta de Juan hay una especie de análisis del pecado.
Empieza por insistir en que no hay nadie que esté por encima de la ley
moral. Nadie puede decir que no corre riesgos al permitirse ciertas cosas,
aunque sean peligrosas para otros. " La prueba del progreso está en la
obediencia.»
Los hijos de Dios sabemos que nuestro Señor es de ojos muy puros que
no permiten que nada impío e impuro habite en Él. La esperanza de los hipócritas,
no la de los hijos de Dios, es la que permite la satisfacción de deseos y
concupiscencias impuras. Seamos sus seguidores como hijos amados, mostrando así
nuestro sentido de su indecible misericordia y expresemos esa mentalidad
humilde, agradecida y obediente que nos corresponde.
El pecado es rechazar la ley divina. En Él, esto es, en Cristo no hubo
pecado. Él asumió todas las debilidades, pero sin pecado, que fueron
consecuencias de la caída, esto es, todas esas debilidades de la mente o cuerpo
que someten al hombre a los sufrimientos y lo exponen a la tentación. Pero Él
no tuvo nuestra debilidad moral, nuestra tendencia al pecado.
El que permanece en Cristo no practica habitualmente el pecado.
Renunciar al pecado es la gran prueba de la unión espiritual con el Señor
Cristo, y de la permanencia en Él y en su conocimiento salvador. Cuidado con
engañarse a uno mismo. El que hace justicia es justo y es seguidor de Cristo,
demuestra interés por fe en su obediencia y sufrimientos. Pero el hombre no
puede actuar como el diablo y ser, al mismo tiempo, un discípulo de Cristo
Jesús. No sirvamos ni consintamos en aquello que el Hijo de Dios vino a
destruir. Ser nacido de Dios es ser internamente renovado por el poder del
Espíritu de Dios.
La vida cristiana es un proceso
que consiste en ser cada vez más semejante a Cristo (Romanos_8:29).
Ese proceso no será completo hasta que lo veamos cara a cara (1Corintios_13:12; Filipenses_3:21), pero saber que es
nuestra meta final debe motivarnos a purificarnos. Purificar significa
guardarnos en lo moral, libres de la corrupción del pecado. Dios también nos
purifica, pero hay algo que debemos hacer para permanecer moralmente idóneos (1Timoteo_5:22; Santiago_4:8; 1Pedro_1:22).
Otra vez el pensamiento se convierte en llamamiento para nuestra vida
concreta. El motivo más intenso para «santificarse a sí mismo» (permanecer en
Cristo) es esta «esperanza», y precisamente cuando la filiación divina se
contempla en la dimensión en que la esperanza la arrebata y eleva hasta lo que
«todavía no se ha manifestado». «Esta esperanza» es la esperanza en la grandeza
de Dios, que es luz y amor. Porque incluso nuestra consumación, lo que nosotros
esperamos, no se proyecta desde nosotros, sino desde Dios. Y esta esperanza
puede y debe consolidar y animar la conducta (el «caminar») del cristiano.
Quien tiene esta esperanza, se prepara a sí mismo, haciéndose igual (en lo que
ahora es posible) al «santo» y al «justo», a Cristo. Y se hace semejante a él
por medio de la guarda de sus mandamientos, haciendo de la conducta de Cristo
la norma para su propia conducta.
Tal vez podamos comprender más claramente lo que se nos quiere decir
en 3,3, si invertimos la frase. Y lo mejor es ponerla en forma interrogativa:
¿Qué es lo que puede atrofiar la intensa fuerza impulsiva de esta esperanza?
Sin esta esperanza, ¿puede darse la santificación, la práctica de la justicia?
Una fe atrofiada, una fe que no esté abierta hacia esta esperanza, ¿será capaz
de inspirar el «caminar en la luz», la vida cristiana, tal como está proyectada
por Dios?
La afirmación central y problemática sobre la carencia de pecado en el
cristiano, es una afirmación que se hace dos veces: en primer lugar, en
relación con el «permanecer en él" (en Cristo); y, en segundo lugar, en
relación con lo de «haber nacido de Dios».
a) Comunión con Cristo y «pecado»: «Quien permanece en Cristo, no
peca».
Hay una diferencia entre cometer un pecado y permanecer en pecado. Aun
los creyentes más fieles a veces cometen pecados, pero no aman un pecado en
particular ni deciden cometerlo. Un creyente que comete un pecado se arrepiente,
confiesa y es perdonado. Una persona que permanece en pecado, por el contrario,
no siente preocupación por lo que hace. Por lo tanto, nunca confiesa y nunca
recibe perdón. Dicha persona está en contra de Dios, sin importar cuán
religiosa diga ser.
El
progreso no nos confiere el privilegio de pecar; cuanto más avanzado esté un
hombre, tanto más disciplinado será su carácter. Juan pasa a deducir ciertas
verdades básicas acerca del pecado.
(i) Nos dice lo que
es el pecado. Es quebrantar conscientemente una ley que se conoce. El
pecado es obedecerse a uno mismo en lugar de obedecer a Dios.
(ii) Nos dice lo que
hace el pecado. Deshace la obra de Cristo. Cristo es el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo (Juan_1:29). El pecado vuelve a traer lo que Él vino al
mundo a abolir.
(iii) Nos dice el
porqué del pecado. Viene de no conseguir permanecer en Cristo. No tenemos
por qué pensar que esta es una verdad solamente para los místicos avanzados.
Quiere decir sencillamente esto: siempre que recordemos la presencia continua
de Jesús con nosotros, no pecaremos; es cuando olvidamos esa presencia cuando
pecamos.
(iv) Nos dice de dónde procede el pecado. Procede del Diablo, y
el Diablo es el que peca, como si dijéramos, por principio. Es probable que sea
ese el sentido de la frase desde el principio. Nosotros pecamos por el
placer que suponemos que nos producirá; el Diablo peca por cuestión de
principio. El Nuevo Testamento no trata de explicar el origen y la naturaleza
del Diablo; pero está completamente convencido y es un hecho de la experiencia universal- de
que hay en el mundo un poder hostil a Dios; y pecar es obedecer a ese poder en
lugar de a Dios. La otra cara de esta moneda es que el que practica el
pecado es del diablo. Habla de una práctica habitual; Juan escribe sobre la
tendencia habitual de la vida. Esta oposición aparece subrayada por el hecho de
que la razón (para esto) de la venida de Cristo fue para deshacer las
obras del diablo. La oposición es ahora completa. Deshacer no
resulta muy específico; es decir, nos dice que Jesús vino para eliminar al
diablo, pero no dice cómo lo hará. Pero es obvio que el creyente no debe
practicar las obras del diablo. El seguidor de Jesús debe aliarse con el que
vino a destruir al diablo.
(v) Nos dice cómo
se conquista el pecado. Se conquista porque Jesucristo, ha destruido las
obras del Diablo. El Nuevo Testamento presenta a menudo al Cristo que se
enfrentó con los poderes del mal y los conquistó (Mateo_12:25-29
; Lucas_10:18 ; Colosenses_2:15 ; 1Pedro_3:22 ; Juan_12:32 ). Él ha
quebrantado el poder del Diablo, y con Su ayuda esa misma victoria puede ser
nuestra.
Cristo es la antítesis, lo
opuesto al «pecado» («en él no hay pecado»), él es «justo». Esta oposición
absoluta ha afectado también a la finalidad de su manifestación: Cristo se
manifestó para quitar los pecados, es decir, para destruir las «obras del
diablo». Aquí tenemos la formulación negativa de la finalidad hacia la que
estaba orientada la manifestación de Cristo. Pero la carta conoce, además, una
formulación positiva de esta finalidad. Según 4,14, el Padre envió al Hijo como
Salvador del mundo. Y, por el contexto, se deduce allí que el envío -la misión-
del Hijo revela el amor del Padre.
El pensamiento de 3,5a 8b ¿será que el Hijo de Dios «destruye»
precisamente lo que está en oposición al amor del Padre? ¿Permitiría esto sacar
una conclusión retrospectiva acerca de la índole de este pecado?
En el enunciado de 2,29, que es programático para nuestra sección, se
habla de Cristo como del «justo» («si sabéis que él es justo. . . »). Lo que
leemos en 3,5.7.8b, forma parte de un movimiento que orienta esta idea hacia la
meta que el autor se ha señalado. No nos cansemos de esta repetición de ideas
variantes sobre Cristo y su obra de salvación. Esas ideas sólo llegan a
impresionarnos, cuando logramos detenernos un poco en ellas para dirigir
realmente la mirada de nuestro corazón hacia Jesús y hacia su obra. Entonces es
cuando tales ideas cumplen plenamente la función debida, dentro de la marcha
del pensamiento de la sección.
La cuestión de qué es lo que se quiere decir con lo del "pecado»:
ese pecado que el que permanece en Cristo no practica, esa cuestión se deja
sentir aquí con el mayor apremio. Seguramente, perderemos el
sentido de estas dos proposiciones, si entendemos la palabra "pecado» en
nuestro sentido habitual (pecado = todo lo que va contra alguno de los
mandamientos). Y entonces tenemos que debilitar el sentido del enunciado, como
si la carta no quisiera decirnos realmente que el cristiano "no peca»,
sino que aquí se expresara con especial viveza la simple exigencia de evitar el
pecado, o como si tales declaraciones hubieran podido ser realidad únicamente
en la era ideal de los albores del cristianismo (¡si es que hubo jamás tal era
ideal!). Pero el autor quiere decir exactamente lo que dice.
Dejemos las frases en su sorprendente carácter absoluto: quien
permanece en Cristo (¿no se referirá con eso a cualquier cristiano?) no comete
el pecado al que aquí se alude. Por tanto, no se afirma aquí la perogrullada de
que el que guarda todos los mandamientos, no puede pecar -al mismo tiempo-
contra esos mandamientos.
Esto se aplica también al v. 7b, que al parecer tiene la misma
significación que el v. 6a: El que practica la justicia (es decir, el que -por
la práctica de los mandamientos- permanece en Cristo) es "justo» (¿está
libre del pecado simplemente o sólo de determinado pecado al que aquí se hace
referencia?), como Cristo es justo.
Y la inversión del aserto acerca de la impecabilidad del cristiano, en
el v. 6s, es -en el fondo- tan asombroso y problemático: "Quien peca, no
lo ha visto ni lo ha conocido.» Esto quiere decir: esa persona no tiene ni fe
en Cristo ni amor conocedor de Cristo. Ahora bien, ¿no es un hecho de
experiencia el que, en una misma y sola persona, puedan darse al mismo tiempo,
y se den de hecho, el pecado y la fe en Cristo, más aún, el amor a Cristo? La
carta misma ¡lo presupone en 1,8s! ¿O no tiene razón san Agustín con su opinión
(apenas defendida por los exegetas modernos, o no defendida de manera tan
consecuente) de que aquí la carta se está refiriendo al pecado contra el amor?
Ahora bien, estas cuestiones y preguntas, que ya se plantearon con
ocasión del v. 4, haremos bien en seguir planteándolas hasta el v. 9. Y aunque
permanezcan abiertas, nosotros podemos y deberíamos plantear y responder ya a
otra pregunta, que seguramente tiene la misma importancia (sobre todo, si
queremos referir a nosotros mismos estas proposiciones acerca de la
impecabilidad del cristiano): ¿Qué es lo que el autor pretende conseguir en sus
lectores (y en nosotros), al hacer una afirmación que corre tanto peligro de
ser entendida mal? No pretende, ciertamente, hacer el juego a los visionarios
gnósticos, y corroborar la tentación de que no conozcamos nuestros pecados y de
que nos imaginemos que estamos libres de pecados. El pasaje de 1Juan_1:8s muestra bien a las claras que el autor no
piensa, ni de la manera más remota, en consolidar la presunción gnóstica de la
carencia de pecado, en consolidarla con un dogma sobre la impecabilidad de los
cristianos.
Lo mejor será preguntarnos, en seguida, cuál es el objetivo, la
finalidad que se propone toda la carta. Porque a la luz del objetivo total es
cuando aparecerá debidamente el sentido de nuestro pasaje. El lugar donde esa
finalidad se nos ha mostrado, hasta ahora, de la manera más clara e
impresionante, ha sido la séxtuple y gran interpelación de 2,12-14. En efecto,
lo que el autor anuncia allí a sus lectores es que ellos poseen ya la remisión
de los pecados, el conocimiento de Dios (es decir: la comunión con Dios) y la
fuerza victoriosa, más aún, que ellos, por gracia (por el poder de Dios) han
vencido ya al maligno. La finalidad de 1Jn es suscitar y consolidar en los
lectores la alegre certidumbre de su salvación, y la alegre confianza en la
gracia de Dios, que les ha sido ya concedida (y que es perfectamente compatible
con la incesante lucha contra el pecado). Este gran objetivo hallaremos aún con
alguna frecuencia (en el hermoso pasaje de 3,19s). Sobre todo, 5,13 nos va a
mostrar que la finalidad principal de la carta es comunicar a los lectores la
certidumbre de que poseemos vida eterna (es decir, la salvación). Porque allí
comienza la sección final de la carta. Y cuando un autor quiere sintetizar en
alguna parte la finalidad de su escrito, lo hace precisamente en tal lugar.
La persona regenerada no puede pecar como pecaba antes de nacer de
Dios, ni como pecan otros que no son nacidos de nuevo. Existe esa luz en su
mente que le muestra el mal y la malignidad del pecado. Existe esa inclinación
en su corazón que le dispone a aborrecer y odiar el pecado. Existe el principio
espiritual que se opone a los actos pecaminosos. Y existe el arrepentimiento
cuando se comete el pecado. Pecar intencionalmente es algo contrario a él.
Los hijos de Dios y los hijos del diablo tienen sus caracteres
diferentes. La simiente de la serpiente es conocida por su descuido de la
religión y por su odio a los cristianos verdaderos. Sólo es justo ante Dios,
como creyente justificado, el que es enseñado y dispuesto a la justicia por el
Espíritu Santo. En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del
diablo. Los creyentes en el Evangelio de Jesús debemos tomar muy a pecho estas verdades y
probarnos a nosotros mismos por ellas.
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