Mateo 7:1-5
No juzguéis, para que no seáis
juzgados.
Porque
con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados; y con la medida con que medís,
os volverán a medir.
Y ¿por qué miras la mota que está en el ojo
de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu ojo?
O
¿cómo dirás a tu hermano: Espera, echaré de tu ojo la mota, y he aquí hay
una viga en tu ojo?
¡Hipócrita! Echa primero la viga de tu ojo, y entonces mirarás en echar
la mota del ojo de tu hermano.
(La Biblia de Casiodoro
de Reina 1569)
Nuestra trastornada naturaleza tiende a enjuiciar a otros. De
este juicio se origina fácilmente la condenación. A esto se refiere
Jesús, cuando prohíbe juzgar al prójimo. El motivo de esta prohibición es
que no seamos juzgados nosotros, es decir, no seamos condenados con
especial rigor. El que juzga a los demás, se atribuye un derecho que no
tiene. Se inmiscuye en el derecho de Dios, a quien sólo es posible e incumbe
juzgar certeramente. El que enjuicia a los demás, sobrepasa la
medida del hombre y ahora es remitido a esta medida. De este modo
también se dice que cualquier condenación humana es transitoria e
insegura, que nunca hace plena justicia. Más vale callar diez veces
que hablar injustamente una vez. En el perdón Jesús ya ha
convertido la conducta con el prójimo en la norma de la conducta de
Dios con nosotros: sólo quien perdona al prójimo, puede también
confiar en el perdón de Dios. Aquí se aplica al juicio este
principio. La misma sentencia con que gravamos al hermano, Dios la
pronunciará sobre nosotros. Con la medida que aplicamos al hermano,
Dios también nos medirá a nosotros. El que espera de Dios indulgencia y
misericordia y un juicio magnánimo, debería también tenerlos con su
prójimo. El que juzga de una forma acerba y fría, injusta cuando no
calumniosa, tiene que esperar que Dios también la trate sin misericordia.
¿Qué sería de nosotros, si Dios nos tratara como tratamos con frecuencia
a nuestros prójimos? «Pues habrá un juicio
sin misericordia para quien no practicó misericordia. La misericordia
triunfa sobre el juicio» (Santiago 2; 13).
Es un ejemplo drástico. El que condena al prójimo está a punto para el
juicio en que todos somos deudores de Dios. Las críticas y la voluntad de
corregir faltas ajenas son similares al juicio. En esta voluntad con
frecuencia no notamos las propias debilidades, solamente vemos las otras
agigantadas. Mírate primero a ti, dice Jesús, y corrige tu propia vida.
Cuando ya lo hayas logrado, entonces también puedes ayudar al hermano. Si
procedes de otra manera, eres un hipócrita, que parece o quiere parecer
mejor de lo que realmente es. El Evangelio dice después todavía con
mayor claridad lo que aquí se afirma sobre el deber de
la mutua corrección fraterna. Aquí se pretende decir que sólo tiene
derecho a la censura fraterna, el que antes se ha examinado y corregido a
sí mismo. Así debe hacerse entre cristianos. ¿Ha penetrado esta norma en
nuestra carne y en nuestro espíritu?
Hay
tres grandes razones para no juzgar a nadie.
Nunca
conocemos totalmente los Hechos o a la persona.
«No
juzgues a nadie hasta que hayas estado tú en sus mismas circunstancias o
situación." Nadie conoce la fuerza de la tentaciones de otro. Uno que
tenga un temperamento plácido y equilibrado no sabe nada de las tentaciones de
otro que tenga un genio explosivo y unas pasiones volcánicas. Una persona que
se haya criado en un buen hogar y en círculos cristianos no sabe nada de las
tentaciones de la que se ha criado en una chabola, o entre gente del hampa. Un
hombre que haya tenido buenos padres no sabe nada de las tentaciones del que ha
recibido de los suyos un mal ejemplo y una mala herencia. El hecho es que, si
supiéramos lo que algunas personas tienen que pasar, en vez de condenarlas, nos
admiraría el que hubieran conseguido ser tan íntegras como son.
Y todavía conocemos menos a la persona total. En un cúmulo de
circunstancias, una persona puede ser vulgar y desagradable, mientras que en
otro entorno esa misma persona sería una torre de gracia y fortaleza.
Hay una clase de cristal, el espato que, a primera vista está turbio y
sin brillo; pero si se va moviendo poco a poco, se llega de pronto a una
posición en la que la luz le penetra de cierta manera y centellea con una
belleza casi deslumbrante. Hay personas que son así. Pueden resultar
antipáticas simplemente porque no las conocemos del todo. Hay algo bueno en
todo el mundo. Nuestro deber es no condenar ni juzgar por lo que aparece a la
superficie, sino buscar la belleza interior. Eso es lo que querríamos que los
demás hicieran con nosotros, y lo que debemos hacer con ellos.
A todos nos es prácticamente imposible el ser
estrictamente imparciales en nuestros juicios.
Una y otra vez presentamos reacciones instintivas e irracionales con
la gente.
Se dice que a veces, cuando los griegos tenían un juicio
particularmente importante y difícil, lo tenían a oscuras para que ni el juez
ni el jurado pudieran ver a la persona que juzgaban, para que no fueran
influenciados nada más que por los Hechos del caso.
Sólo una persona totalmente imparcial tendría derecho a juzgar. No le
es posible a la naturaleza humana ser completamente imparcial. Sólo Dios puede
juzgar.
Pero fue Jesús Quien estableció la razón
suprema por la que no debemos juzgar a los demás. Nadie es lo bastante
bueno para juzgar a otro. Jesús hace la caricatura de un hombre que
tiene una viga metida en un ojo, que se ofrece para quitarle una mota de
polvo que tiene otro en el ojo. El humor de esa escena provocaría una
carcajada.
Sólo uno que no tuviera ninguna falta tendría derecho a buscarles a
los demás las suyas. Nadie tiene derecho de criticar a otro a menos que por lo
menos esté preparado a intentar hacer mejor lo que critica. En todos los
partidos de fútbol o del deporte que sea están las gradas llenas de críticos
violentos que harían un pobre papel si bajaran al terreno de juego. Todas las
asociaciones y todas las iglesias están llenas de personas dispuestas a
criticar desde sus puestos, y aun sillones, de miembros, pero que no están
dispuestos a asumir ninguna responsabilidad, ni de ayuda, ni de exhortación;
miran para otro lado o esconden la cabez. El mundo está lleno de personas que
reclaman su derecho a criticarlo todo y a mantener su independencia cuando se
trata de arrimar el hombro.
Nadie tiene derecho a criticar a otro si no está dispuesto a ponerse
en la misma situación. Nadie que no haya vivido o pasado por las mismas
circunstancias, puede reconocer los síntomas por los que están pasando los
demás. Ahora bien, si exhortas con ánimo de llevar a tu hermano a reconocer, no
ante ti, sinoi ante Dios y se arrepienta, eso se llama amor por tu hermano,
porque le estás enseñando la voluntad de Dios para su vida.
¡Maranatha!
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