Romanos 8; 26-27
Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra
debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles.
Mas el que escudriña los corazones sabe cuál
es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede
por los santos
Como la esperanza que produce la paciencia nos ayuda, de igual manera
nos ayuda el Espíritu Santo. Es otra ayuda adicional. Nuestra debilidad es la incapacidad de saber qué pedirle a Dios
como conviene. El cristiano sincero tiene sentimientos de anhelos y hondas
necesidades que no sabe expresar en su lucha contra el pecado y en su esfuerzo
por alcanzar la vida eterna. El Espíritu Santo le ayuda, intercediendo, o
suplicando y declarando a Dios cuáles son estos gemidos indecibles que tiene el
cristiano en su lucha (1Corintios_9:26) con la
cosas mundanas (1Juan_2:15-17).
Dios escudriña los corazones humanos. Sabe también la intención del
Espíritu, o sea la mente o disposición del Espíritu. Dios sabe cuál es esta
disposición producida en el cristiano por el Espíritu Santo.
¿No podemos engañarnos en nuestra esperanza?
¿Cómo sabemos que nuestra esperanza no nos induce a error, cuando esperamos «lo
que no vemos»?. La respuesta no puede reducirse simplemente a que no hacemos
más que esperar y aferrarnos a un futuro, a cualquier futuro. Si confiamos en el
Espíritu, que nos guía, nuestra esperanza no carece de dirección, sino que es «según
el querer de Dios». Es precisamente esa confianza en el Espíritu, que se nos ha
dado como «Espíritu de adopción», como «primicias», lo que se nos reclama, por
cuanto «no sabemos qué hemos de pedir para orar como es debido», pues «el mismo
Espíritu intercede».
Ello no quiere decir que la oración del cristiano
sea superflua, sino que adquiere una mayor hondura en el sentido de una
confianza en el Espíritu. En la oración podemos presentar ante Dios los anhelos
y necesidades de nuestra existencia; nuestra fe nos alienta a esperarlo todo de
Dios y de su gracia. Pero el hecho de que incluso en nuestra oración, en
nuestros anhelos y esperanzas dejemos que Dios sea totalmente Dios, que nos
entreguemos de lleno con nuestras aspiraciones más caras a ese Dios que
justifica y otorga la salvación y el hecho de que no recurramos a ningún otro
dios sustitutivo, requiere el concurso del Espíritu que «viene en ayuda de
nuestra debilidad» y que «intercede con gemidos inexplicables», en los cuales
no sólo se incluyen el gemido y el anhelo de la creación sino hasta sus mismas
esperanzas no siempre plenamente conscientes. Es así, con el apoyo del Espíritu
de Dios, como nuestra esperanza adquiere su certeza peculiar.
Hay dos razones muy
obvias por las que no podemos orar como debiéramos. La primera es porque no
podemos predecir el futuro. No podemos ver el año que viene, ni siquiera la
hora que viene; y por tanto, puede que pidamos ser librados de cosas que serían
para nuestro bien, y que se nos concedan otras que nos causarían la ruina. Y en
segundo lugar, no podemos orar como es debido porque, en una situación dada, no
sabemos qué es lo que más nos conviene. Muchas veces estamos en la situación
del niño que quiere algo que le podría traer muchos males; y Dios está muchas
veces en el lugar del padre que tiene que negarle al hijo lo que le pide, y
mandarle hacer lo que no quiere; porque sabe mejor que el niño lo que le
conviene.
No podemos saber
cuáles son nuestras verdaderas necesidades, ni abarcar con nuestras mentes finitas
todo el plan de Dios; en última instancia, todo lo que podemos dirigir a Dios
es un suspiro inarticulado que el Espíritu Santo Le traducirá por nosotros.
Pablo veía que la
oración, como todo lo demás, es cosa de Dios. Pablo veía que al hombre no le es
posible justificarse por su propio esfuerzo; y también sabía que no puede el
hombre, por mucho que quiera forzar su inteligencia, saber lo que tiene que
pedirle a Dios. En última instancia, la oración perfecta es decir
sencillamente: " Padre, en Tus manos encomiendo mi espíritu. Hágase Tu
voluntad y no la mía.»
¡Maranata! ¡Sí, ven Señor Jesús!
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