"Y como Acab vio a Elías, dijole Acab: ¿Eres tú el que
alborotas a Israel? (I Reyes 18:17).
¡Cómo
revelan el estado de nuestro corazón las palabras de nuestra boca! Semejante
lenguaje, después del juicio doloroso que Dios había enviado a sus dominios,
mostraba la dureza e impenitencia del corazón del rey. Considerad las
oportunidades que le habían sido dadas. Había sido prevenido por el profeta de
las consecuencias ciertas que le reportarla el seguir en el pecado. Había visto
que lo que el profeta anunció se había cumplido. Había quedado demostrado que
los ídolos que él y Jezabel adoraban no podían evitar la calamidad ni dar la
lluvia que necesitaban tan urgentemente. Tenía motivos sobrados para
convencerse de que "Jehová Dios de Elías” era el Rey soberano de cielos y
tierra, cuyos decretos nadie puede anular, y cuyo brazo todopoderoso nadie
puede resistir. Así es el pecador abandonado a sí mismo. Dejad que el freno
divino le sea quitado, y veréis cómo la locura de la que su corazón está
poseído se desborda como por un dique roto. Esta resuelto a hacer su propia
voluntad a todo coste. No importa cuán graves y solemnes sean los tiempos que
le- toquen vivir: ello no le vuelve a su juicio. No importa la gravedad del
peligro que se cierna sobre su país, ni cuántos de sus conciudadanos sean
mutilados o muertos; él ha de seguir saturándose de los placeres de pecado.
Aunque los juicios de Dios truenen en sus oídos cada vez de modo más fuerte, él
los cierra deliberadamente y procura olvidar los sinsabores en un remolino de
algazara. Aunque su país esté en guerra, luchando por su existencia, su
"vida nocturna” y sus orgías siguen como siempre. Si los bombardeos se lo
impiden, las proseguirá en los refugios subterráneos. ¿Qué es ello sino un esforzarse
contra el Todopoderoso", y un acometerle “en la cerviz” (Job 15: 25-26 Por cuanto él
extendió su mano contra Dios, Y se portó con soberbia contra el Todopoderoso.
Corrió contra él con cuello erguido, Con la espesa barrera de sus escudos. )? Si, al escribir estas líneas, recordamos
aquellas palabras escudriñadoras: "¿Quién te distingue?" (I Corintios
4:7 Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no
hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras
recibido?), es decir, ¿quién te hace a ti diferente de los demás? Sólo
hay una respuesta: un Dios soberano en la plenitud de su asombrosa gracia. Al
comprender esto, cómo deberíamos humillarnos hasta el polvo, por cuanto, por
naturaleza y práctica no hay diferencia entre nosotros y los demás. "En otro tiempo anduvisteis conforme a la condición de este
mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora obra
en los hijos de desobediencia; entre los cuales todos nosotros también vivimos
en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne
y de los pensamientos” (Efesios 2:2,3). Fue la misericordia
determinativa de Dios que nos buscó cuando estábamos “sin Cristo”. Fue su amor
determinativo el que nos resucitó a una nueva vida cuando estábamos
"muertos en delitos y pecados”. De este modo, no tenemos razón para
jactarnos, ni base para vanagloriarnos. Por el contrario, hemos de andar con
cuidados y de modo penitente ante Aquél que nos ha salvado de nosotros mismos.
“Y como Acab vio a
Elías, díjole Acab: ¿Eres tú el que alborotas a Israel?” Elías era
quien, más que ningún otro, se oponía al deseo de Acab de unir Israel al culto
de Baal, y de este modo, como suponía él, establecer pacíficamente la religión
en la nación. Elías era quien, a sus ojos, era responsable de todas las
aflicciones y sufrimientos que llenaban el país. No discernía la mano de Dios
en la sequía, ni se sentía compungido por su conducta pecaminosa; por el
contrario, Acab procuraba cargar la responsabilidad a otro, y acusar al profeta
de ser el autor de las calamidades que llenaban la nación. La característica
del corazón no humillado y sin juicio que se duele bajo la vara de la justicia
de Dios es dar la culpa a otro, del mismo modo que la nación cegada por el pecado,
al ser azotada a causa de o sus iniquidades, atribuirá sus penalidades a los
desatinos de sus gobernantes. No es cosa rara el que los ministros rectos de
Dios sean calificados de alborotadores de las gentes y las naciones. El fiel
Amós fue acusado de conspirar contra Jeroboam segundo, y se le dijo que la
tierra no podía sufrir todas sus palabras (Amós 7:10 Entonces
el sacerdote Amasías de Bet-el envió a decir a Jeroboam rey de Israel: Amós se
ha levantado contra ti en medio de la casa de Israel; la tierra no puede sufrir
todas sus palabras.). El Salvador fue acusado de alborotar al pueblo
(Lucas 23:5 Pero ellos porfiaban, diciendo: Alborota al
pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí.).
Lo mismo se dijo de Pablo y Silas en Filipos (Hechos 16:20 y presentándolos a
los magistrados, dijeron: Estos hombres, siendo judíos, alborotan nuestra
ciudad,), y en Tesalónica (Hechos 17:6 Pero no
hallándolos, trajeron a Jasón y a algunos hermanos ante las autoridades de la
ciudad, gritando: Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá ).
No hay, por tanto, testimonio más noble de su fidelidad que el que los siervos
de Dios provoquen el rencor y la hostilidad de los reprobados. Una de las
condenaciones más graves que pueden pronunciarse contra los hombres es la que
se contiene en aquellas terribles palabras de nuestro Señor a sus hermanos
incrédulos: "No puede el mundo aborreceros a
vosotros; más a mí me aborrece, porque yo doy testimonio de él, que sus obras
son malas" (Juan 7:7). Empero, ¡quién no preferirá recibir todas
las acusaciones que los Acabs de este mundo puedan amontonar sobre nosotros,
que oír esta sentencia de los labios de Cristo! El deber de los siervos de Dios
es prevenir a los hombres de su peligro, señalarles que la rebelión contra Dios
lleva a la destrucción cierta, y exhortarles a dejar las armas de su rebelión y
huir de la ira que vendrá. Su deber es enseñarles que han de volverse de sus
ídolos y servir al Dios vivo, y que de otro modo perecerán. Su deber es reprobar
la impiedad dondequiera que se encuentre, aún dentro de las iglesias, y
declarar que la paga del pecado es muerte. Ello no contribuirá a su
popularidad, por cuanto condenará e irritará a los impíos, a quienes les
molestará seriamente semejante claro lenguaje, y les prohibirán hablar para no
perturbar las normas humanas. Los que ponen en evidencia a los hipócritas,
resisten a los tiranos y se oponen a los impíos, serán siempre considerados
unos alborotadores; dejados de lado, cuando no presionados para alejarse y no
molestar. Pero, como Cristo declaró: “Bienaventurados
sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal
por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en
los cielos; que así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”
(Mateo 5:11,12).
Elías
respondió: Yo no he alborotado a Israel, sino tú y la
casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales”
(1 Reyes 18:18). Si Elías hubiera sido uno de aquellos parásitos rastreros que
por regla general acompañan a los reyes, se hubiera echado a los pies de Acab
pidiendo clemencia y ofreciendo sumisión indigna. Por el contrario, era el
embajador de un Rey mayor, el Señor de los ejércitos; consciente de ello,
conservó la dignidad de su oficio y carácter actuando como el que representa
una potencia superior. Fue porque Elías se daba cuenta de la presencia de Aquél
por el cual los reyes reinan, y que puede detener la ira del hombre y hacer que
los demás le alaben, que el profeta no temió la presencia del monarca apóstata
de Israel. Estimado lector, si comprendiéramos más la presencia y suficiencia
de nuestro Dios, no temeríamos lo que el hombre pueda hacernos. La incredulidad
es la causa de nuestros temores. Ojalá pudiéramos decir: "He aquí Dios es salvación mía; me aseguraré y no temeré;
porque mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, quien ha sido salvación para
mí.” (Isaías 12:2). Elías no iba a ser intimidado por la difamación
lanzada contra él, ni las manipulaciones perversas de una mujer. Con valentía
impertérrita negó, primeramente, la acusación injusta: “Yo -no he alborotado a
Israel”. Bienaventurados somos si podemos apropiarnos estas palabras con
verdad: que los castigos que Sión está ahora recibiendo de manos de un Dios
santo no han sido causados en medida alguna por mis pecados. ¿Quién de nosotros
puede afirmar esto?
En
segundo lugar, Elías devuelve con audacia la acusación, culpando a quien
correspondía justamente: “Yo no he alborotado a Israel,
sino tú y la casa de tu padre”. Ved ahí la fidelidad del siervo de Dios;
como Natán dijo a David, así también Elías a Acab: “Tú eres aquel hombre".
Una acusación justa y grave: que Acab y la casa de su padre eran la causa de
todos los males dolorosos y las calamidades tristes que habían llenado la
nación. La autoridad divina con la cual estaba investido permitió a Elías
encausar al mismísimo rey.
En
tercer lugar, el profeta procedió a aportar pruebas de la acusación que habla
hecho contra Acab: “... dejando los mandamientos de
Jehová, y siguiendo a los Baales”. El profeta, lejos de ser el enemigo
de su país, procuraba su bien. Es cierto que había orado y pedido a Dios que
juzgara la impiedad y la apostasía del rey y la nación, más ello era porque
deseaba que se arrepintieran de sus pecados y que rectificaran sus caminos.
Eran las obras malas de Acab y su esposa Jezabel lo que había traído la sequía
y el hambre. La intercesión de Elías nunca hubiera prevalecido contra un pueblo
santo: “Como el gorrión en su vagar, y como la
golondrina en su vuelo, Así la maldición nunca vendrá sin causa.”
(Proverbios 26:2). El rey y su familia eran los líderes de la rebelión contra
Dios, y el pueblo había seguido ciegamente: ésa fue la causa de la aflicción;
ellos eran los "alborotadores” temerarios de la nación, los perturbadores
de la paz, los ofensores de Dios. Aquellos que por sus pecados provocan la ira
de Dios son los alborotadores verdaderos, no quienes advierten de los peligros
a los que les expone su iniquidad. "Tú y la casa de tu padre, dejando los
mandamientos de Jehová, y siguiendo a los Baales”. Está perfectamente claro, a
pesar de lo breve del relato de la Escritura, que Omri, el padre de Acab, fue
uno de los peores reyes que jamás tuvo Israel; y Acab habla seguido en los
pasos impíos- de su padre. Los estatutos de aquellos reyes eran la idolatría
más grosera. Jezabel, la esposa de Acab no consintió ser confrontada ni juzgada
por Elías, en su odio a Dios y a Su
pueblo, y en su celo por el culto degradado de los ídolos. Su mala influencia
fue tan persistente y efectiva que permaneció durante doscientos años (Miqueas
6:16 Porque los mandamientos de Omri se han guardado, y
toda obra de la casa de Acab; y en los consejos de ellos anduvisteis, para que
yo te pusiese en asolamiento, y tus moradores para burla. Llevaréis, por tanto,
el oprobio de mi pueblo.), y produjo la venganza del cielo sobre la
nación apóstata.
¿Cuántas
Jezabeles, actualmente, se ocultan tras una apariencia de piedad religiosa?
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