Nuestro
Señor Jesús al dar a sus discípulos la noticia de tribulaciones se propuso que
el terror no fuera una sorpresa para ellos. Puede que los enemigos reales, que
están al servicio de Dios, finjan celo por éste, lo que no aminora el pecado de
los perseguidores, las villanías nunca cambian por adosarles el nombre de Dios.
Como Jesús en sus sufrimientos, asimismo sus seguidores en los suyos deben
mirar al cumplimiento de la Escritura. No se los dijo antes, porque estaba con
ellos para enseñarles, guiarlos y consolarlos, entonces ellos no necesitaban
esta promesa de la presencia del Espíritu Santo.
Nos
silencia preguntarnos ¿de dónde vienen los problemas? Nos satisfará
preguntarnos, ¿adónde van? Porque sabemos que obran para bien. Falta y necedad común
de los cristianos tristes es mirar sólo el lado oscuro de la nube haciendo
oídos sordos a la voz de gozo y júbilo. Lo que llenó de pena los corazones de
los discípulos era un afecto demasiado grande por esta vida presente. Nada
obstaculiza más nuestro gozo en Dios que el amor al mundo, y la tristeza del
mundo que viene con aquel.
La
partida de Cristo era necesaria para la venida del Consolador. Enviar el
Espíritu iba a ser el fruto de la muerte de Cristo, que fue su partida. Su
presencia corporal podía estar solamente en un lugar a la vez, pero su Espíritu
está en todas partes, en todos los lugares, en todos los tiempos, dondequiera
que dos o tres estén reunidos en su nombre.
Veo
en esto el oficio del Espíritu, primero reprobar, o convencer de pecado.
La obra de convicción de pecado es obra del Espíritu, que puede hacerla
eficazmente y nadie sino Él solamente. El Espíritu Santo adopta el método de
condenar el pecado primero y luego consolar. El Espíritu convencerá al mundo de
pecado; simplemente no se limitará a decírselo. El Espíritu convence de que
el pecado es un hecho, de la falta del pecado, de la necedad del pecado, de la
inmundicia del pecado, que por eso llegamos a ser aborrecidos por Dios, de la
fuente del pecado: la naturaleza corrupta, y, por último, del fruto del pecado
cuyo fin es la muerte. El Espíritu Santo demuestra que todo el mundo es
culpable ante Dios. Él convence al mundo de justicia; que Jesús de
Nazaret fue Cristo, el justo, además, de la justicia de Cristo que nos es
imputada para justificación y salvación. Él les muestra de dónde se obtiene y
cómo pueden ser aceptados por justos según el criterio de Dios. La ascensión de
Cristo prueba que el rescate fue aceptado y consumada la justicia por medio de
la cual los creyentes iban a ser justificados. De juicio porque el
príncipe de este mundo es juzgado. Todo estará bien cuando sea roto el poder
del que hizo todo el mal. Como Satanás es vencido por Cristo, esto nos da
confianza, porque ningún otro poder puede resistir ante Él. Y del día del
juicio.
La
venida del Espíritu iba a ser una ventaja indecible para los discípulos. El
Espíritu Santo es nuestro Guía, no sólo para mostrarnos el camino, sino para ir
con nosotros con ayudas e influencias continuas. Ser guiados a una verdad es
más que conocerla apenas, no es tener su noción tan sólo en nuestra cabeza,
sino su deleite, su sabor y su poder en nuestros corazones. Él enseñará toda la
verdad sin retener nada que sea provechoso, porque mostrará cosas venideras.
Todos los dones y las gracias del Espíritu, toda la predicación, y todos los
escritos de los apóstoles bajo la influencia del Espíritu, todas las lenguas y
milagros, eran para glorificar a Cristo. Corresponde a cada uno preguntarnos si
el Espíritu Santo ha empezado la buena obra en nuestro corazón. Sin la
revelación clara de nuestra culpa y peligro nunca entenderíamos el valor de la
salvación de Cristo, pero cuando se nos da a conocer correctamente, empezamos a
entender el valor del Redentor. Tendríamos visiones más plenas del Redentor y
afectos más vivos por Él si oráramos más por el Espíritu Santo y dependiésemos
más de Él.
Bueno
es considerar cuán cerca de su final están nuestras temporadas de gracia para
que seamos estimulados a tener provecho de ellas, porque el dolor de los
discípulos serán pronto convertido en gozo, como los de la madre cuando ve a su
recién nacido bebé. El Espíritu Santo será el Consolador de ellos y ni los
hombres ni los demonios, ni los sufrimientos en la vida y en la muerte, les
quitarán para siempre su gozo. Los creyentes tienen gozo o pena según su visión
de Cristo y las señales de su presencia. Viene un dolor al impío que nada puede
aminorar. El creyente es heredero del gozo que nadie puede quitar. ¿Dónde está
ahora el gozo de los asesinos de nuestro Señor y el dolor de sus amigos?
Pedirle
al Padre muestra la percepción de las necesidades espirituales, y el deseo de
bendiciones espirituales con el convencimiento de que deben obtenerse sólo de
Dios. Pedir en el nombre de Cristo es reconocer nuestra indignidad para recibir
favores de Dios, y demuestra nuestra total dependencia de Cristo como Jehová
justicia nuestra.
Nuestro
Señor había hablado hasta aquí con frases cortas y de peso o con parábolas,
cuya magnitud no captaban plenamente los discípulos, pero después de su
resurrección tenía pensado enseñarles claramente cosas referidas al Padre y del
camino a Él, por medio de su intercesión. La frecuencia con que nuestro Señor
pone en vigencia la ofrenda de peticiones en su nombre, señala que el gran fin
de la mediación de Cristo es imprimir en nosotros el profundo sentido de
nuestra pecaminosidad y del mérito y poder de su muerte, por lo cual tenemos
acceso a Dios. Recordemos siempre que es lo mismo dirigirnos al Padre en el
nombre de Cristo que dirigirnos al Hijo en cuanto Dios que habita en la
naturaleza humana, y reconcilia al mundo consigo, puesto que Padre e Hijo son
uno.
En su
venida el Redentor fue Dios manifiesto en carne, y en su Partida fue recibido
en gloria. Los discípulos aprovecharon el conocimiento diciendo eso; también,
en fe: “ahora estamos seguros”. ¡Sí! No conocían su propia debilidad.
La
naturaleza divina no desertó de la naturaleza humana, pero la sostuvo y dio
consuelo y valor a los sufrimientos de Cristo. Mientras tengamos la presencia
favorable de Dios estamos felices y debemos estar tranquilos, aunque todo el
mundo nos abandone.
La
paz en Cristo es la única paz verdadera, los creyentes la tienen en Él
solamente. A través de Él tenemos paz con Dios y, así en Él tenemos paz en
nuestra mente. Debemos animarnos porque Cristo ha vencido al mundo ante
nosotros, pero mientras pensemos que resistimos, cuidemos de no caer. No
sabemos cómo debemos actuar y entramos en tentación: estemos alertas y orando
sin cesar para que no seamos dejados solos.
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