Nicodemo
temía, o se avergonzaba de ser visto con Cristo, por tanto, acudió de noche.
Cuando la religión está fuera de moda, hay muchos Nicodemos, pero aunque vino
de noche, Jesús lo recibió, y por ello nos enseña a animar los buenos
comienzos, aunque sean débiles. Aunque esta vez vino de noche, después
reconoció públicamente a Cristo.
No habló con
Cristo de asuntos de estado, aunque era un gobernante, sino de los intereses de
su propia alma y de su salvación, hablando al respecto de una sola vez.
Nuestro Salvador
habla de la necesidad y naturaleza de la regeneración o nuevo nacimiento y, de
inmediato llevó a Nicodemo a la fuente de santidad del corazón. El nacimiento
es el comienzo de la vida; nacer de nuevo es empezar a vivir de nuevo, como los
que han vivido muy equivocados o con poco sentido. Debemos tener una nueva
naturaleza, nuevos principios, nuevos afectos, nuevas miras. Por nuestro primer
nacimiento somos corruptos, formados en el pecado, por tanto, debemos ser
hechos nuevas criaturas.
No podía haberse
elegido una expresión más fuerte para significar un cambio de estado y de
carácter grande y muy notable. Debemos ser enteramente diferentes de lo que
fuimos antes, como aquello que empieza a ser en cualquier momento, no es, y no
puede ser lo mismo que era antes. Este nuevo nacimiento es del cielo y tiende al cielo. Es un cambio grande hecho
en el corazón del pecador por el poder del Espíritu Santo.
Significa que
algo es hecho en nosotros y a favor de nosotros que no podemos hacer por
nosotros mismos. Algo obra por lo que empieza una vida que durará por siempre.
De otra manera no podemos esperar un beneficio de Cristo, es necesario para
nuestra felicidad aquí y en el más allá.
Nicodemo
entendió mal lo que dijo Cristo, como si no hubiera otra manera de regenerar y
moldear de nuevo un alma inmortal que volver a dar una hechura al cuerpo. Sin
embargo, reconoció su ignorancia, lo que muestra el deseo de ser mejor
informado. Entonces, el Señor Jesús explica más.
Muestra al Autor
de este bendito cambio. No es obra de nuestra sabiduría o poder propio, sino
del poder del bendito Espíritu. Somos formados en iniquidad, lo que hace
necesario que nuestra naturaleza sea cambiada. No tenemos que maravillarnos de
esto, porque cuando consideramos la santidad de Dios, la depravación de nuestra
naturaleza, y la dicha puesta ante nosotros, no tenemos que pensar que es raro
que se ponga tanto énfasis sobre esto.
La obra
regeneradora del Espíritu Santo se compara con el agua. También es probable que
Cristo se haya referido a la ordenanza del bautismo. No se trata que sean
salvos todos aquellos bautizados, y sólo ellos, pero sin el nuevo nacimiento
obrado por el Espíritu, y significado por el bautismo, nadie será súbdito del
reino del cielo.
La misma palabra
significa viento y Espíritu. El viento sopla de donde quiere hacia nosotros;
Dios lo dirige. El Espíritu envía sus influencias donde, y cuando, y a quien, y
en qué medida y grado le plazca. Aunque las causas estén ocultas, los efectos
son evidentes, cuando el alma es llevada a lamentarse por el pecado y a
respirar según Cristo.
La
exposición hecha por Cristo de la doctrina y la necesidad de la regeneración
pareciera no haber quedado clara para Nicodemo. Así, las cosas del Espíritu de
Dios son necedad para el hombre natural. Muchos piensan que no puede ser
probado lo que no pueden creer.
El discurso de
Cristo sobre las verdades del evangelio, muestra la necedad de aquellos que
hacen que estas cosas sean extrañas para ellos y nos recomienda que las
investiguemos. Jesucristo es capaz en toda forma de revelarnos la voluntad de
Dios porque descendió del cielo, y aún está en el cielo. Aquí tenemos una nota
de las dos naturalezas distintas de Cristo en una persona, de modo que es el
Hijo del Hombre, aunque está en el
cielo. Dios es “EL QUE ES” y el cielo es la habitación de su santidad. Este
conocimiento debe venir de lo alto y solo puede ser recibido por fe.
Jesucristo
vino a salvarnos sanándonos, como los hijos de Israel, picados por serpientes
ardientes fueron curados y vivieron al mirar a la serpiente de bronce, Números 21: 6-9. Y Jehová envió entre
el pueblo serpientes ardientes, que mordían al pueblo; y murió mucho pueblo de
Israel. Entonces el pueblo vino a Moisés y dijo: Hemos pecado por haber hablado
contra Jehová, y contra ti; ruega a Jehová que quite de nosotros estas
serpientes. Y Moisés oró por el pueblo. Y Jehová dijo a Moisés: Hazte una
serpiente ardiente, y ponla sobre una asta; y cualquiera que fuere mordido y
mirare a ella, vivirá. Y Moisés hizo una serpiente de bronce, y la puso sobre
una asta; y cuando alguna serpiente mordía a alguno, miraba a la serpiente de
bronce, y vivía.
Agucemos los
sentidos en esto, la naturaleza mortal y destructora del pecado. Preguntemos a conciencias vivificadas, preguntemos a pecadores condenados, quienes dirán que, por
encantadoras que sean las seducciones del pecado, al final muerde como
serpiente. Podemos ver el remedio poderoso contra esta enfermedad fatal.
Cristo nos es
propuesto claramente en el evangelio. Aquel a quien ofendimos es nuestra Paz, y
la manera de solicitar la curación es creer. Si alguien hasta ahora toma
livianamente la enfermedad del pecado o el método de curación de Cristo, y no
recibe a Cristo en las condiciones que Él pone, su ruina pende sobre su cabeza.
Él dijo: Mirad y sed salvos, mirad y vivid; alzad los ojos de la fe a Cristo
crucificado. Mientras no tengamos la gracia para hacer esto, no seremos
curados, sino seguiremos heridos por los aguijones de Satanás, y en estado
moribundo.
Jesucristo vino
a salvarnos perdonándonos, para que no muriéramos por la sentencia de la ley.
He aquí el evangelio, la verdadera, la buena nueva. He aquí al amor de Dios al
dar a su Hijo por el mundo. Tanto amó Dios al mundo, tan verdaderamente, tan
ricamente. ¡Mirad y maravillaos, que el gran Dios ame a un mundo tan
indigno! Aquí, también, está el gran
deber del evangelio, creer en Jesucristo. Habiéndolo dado Dios para que fuera
nuestro Profeta, Sacerdote y Rey, nosotros debemos darnos para ser gobernados y
enseñados, y salvados por Él. He aquí el gran beneficio del evangelio, que
quienquiera que crea en Cristo no perecerá mas tendrá vida eterna. Dios estaba
en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, y de ese modo, lo salvaba. No
podía ser salvado sino por medio de Él, en ningún otro hay salvación.
De todo esto se
muestra la dicha del creyente verdadero, el que cree en Cristo no es condenado.
Aunque ha sido un gran pecador, no se le trata según lo que merecen sus
pecados.
¡Cuán grande es el
pecado de los incrédulos! Dios envió a Uno que era el más amado por Él, para
salvarnos; ¿y no será el más amado para nosotros? ¡Cuán grande es la miseria de
los incrédulos! Ya han sido condenados, lo que habla de una condenación cierta, una condenación presente. La ira de Dios ahora se
desata sobre ellos y los condenan sus propios corazones. También hay una
condenación basada en su culpa
anterior, ellos están expuestos a
la ley por todos sus pecados, porque no están interesados por fe en el perdón
del evangelio. La incredulidad es un pecado contra el remedio. Brota de la
enemistad del corazón del hombre hacia Dios, del amor al pecado en alguna forma,
la condenación de los que no quieren conocer a Cristo.
Las obras
pecadoras son las obras de las tinieblas. El mundo impío se mantiene tan lejos
de esta luz como puede, no sea que sus obras sean reprobadas. Cristo es odiado
porque aman el pecado. Si no odiaran el conocimiento de la salvación, no se quedarían
contentos en la ignorancia condenadora.
Por otro lado,
los corazones renovados dan la bienvenida a la luz. Un hombre bueno actúa
verdadera y sinceramente en todo lo que hace. Desea saber cuál es la voluntad
de Dios, y hacerla, aunque sea contra su propio interés mundanal. Ha tenido
lugar un cambio en todo su carácter y conducta. El amor a Dios es derramado en
su corazón por el Espíritu Santo, y llega a ser el principio rector de sus
acciones. En la medida que siga bajo una carga de culpa no perdonada, solo
puede tener un temor servil a Dios, pero cuando sus dudas se disipan, cuando ve
la base justa sobre la cual se edifica su perdón, lo asume como si fuera
propio, y se une con Dios por un amor sin fingimiento. Nuestras obras son
buenas cuando la voluntad de Dios es la regla de ellas, y la gloria de Dios, su
finalidad, cuando se hacen en su poder y por amor a Él, a Él, y no a los
hombres.
La regeneración,
o el nuevo nacimiento, es un tema al cual el mundo tiene aversión, sin embargo,
es la gran ganancia en comparación con la cual todo lo demás no es sino insignificancia.
¿Qué significa que tengamos comida para comer con abundancia, y una variedad de
ropa para ponernos, si no hemos nacido de nuevo? ¿Si después de unas cuantas
mañanas y tardes pasadas en alegría irracional, placer carnal y desorden,
morimos en nuestros pecados y yacemos en el dolor? ¿De qué vale que seamos
capaces de desempeñar nuestra parte en la vida, en todo otro aspecto, si al
final oímos de parte del Juez Supremo: “Apartaos de mí, no os conozco,
obradores de maldad?”
La vida
eterna puede tenerse sólo por fe en Él, y así puede obtenerse; pero no pueden
participar de la salvación todos los que no creen en el Hijo de Dios, sino que
la ira de Dios está sobre ellos para siempre.
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