1 Pedro 1; 18-19
sabiendo que no fuisteis redimidos de vuestra vana manera de
vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata,
sino con sangre
preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo.
Pedro tiene un
curso de pensamiento que es general en todo el Nuevo Testamento. Jesucristo no
es sólo el Cordero que fue sacrificado: es también el Resucitado y el Triunfador
a Quien Dios dio la gloria. Los pensadores del Nuevo Testamento rara vez
separan la Cruz de la Resurrección; rara vez piensan en el sacrificio de
Cristo sin pensar en Su triunfo. Hay
algo equivocado sutil y trágicamente en cualquier énfasis que se haga en la
agonía de la Cruz que pudiera nublar la gloria de la Resurrección, cualquier
sugerencia de -que lo que aseguró la salvación del mundo fue el dolor soportado
pacientemente más bien que el amor triunfador de la vida y de la muerte. Dónde concentran la mirada los creyentes
desde el principio de la cuaresma, qué es lo que más vemos. ¿Es la oscuridad que cubrió la Tierra al
mediodía, rodeando el dolor y la angustia de la Cruz? ¿O es la deslumbradora
misteriosa brillantez del amanecer que irradió desde la tumba vacía? Hay formas de predicación evangélica seria y
devota, y de obras teológicas que dan la impresión de que, de alguna manera, la
Cruz ha ensombrecido la Resurrección, y que todo el propósito de Dios se
cumplió en el Calvario. La verdad, que se nubla a nuestro grave riesgo
espiritual, es que la Crucifixión no se puede interpretar ni entender más que a
la luz de la Resurrección.
Con Su muerte
Cristo emancipó a la humanidad de la esclavitud al pecado y la muerte; pero con
Su Resurrección le da una vida gloriosa e indestructible como la Suya. Su
Resurrección nos da fe y esperanza en Dios.
En este pasaje
vemos a Jesús como el gran Emancipador al precio del Calvario; vemos en Jesús
el eterno propósito redentor de Dios; vemos a Jesús como el Vencedor glorioso
de la muerte y Señor de la vida, el dador de la vida que la muerte no puede
tocar, y de una esperanza que nada puede arrebatar.
Efesios 2; 8-9
Porque por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y
esto no de vosotros, sino que es don de Dios;
no por
obras, para que nadie se gloríe.
La fuente,
la base, de la salvación es Dios, no los hombres. Dios provee la
salvación, cosa que el hombre no puede hacer, porque no puede proveerse un
salvador (no puede morir por sus propios pecados). Ninguna filosofía, ningún
código de preceptos morales, ninguna ley humana puede efectuar nuestra
salvación.
Pablo insiste en que es por gracia como
somos salvos. No hemos ganado la salvación ni la podríamos haber ganado de
ninguna manera. Es una donación de Dios, y nosotros no tenemos que hacer más
que aceptarla. El punto de vista de Pablo es innegablemente cierto. Y esto por dos
razones.
Dios es la suprema perfección; y por
tanto, solo lo perfecto es suficientemente bueno para él. Los seres humanos,
por naturaleza, no podemos añadir perfección a Dios; así que, si una persona ha
de obtener el acceso a Dios, tendrá que ser siempre Dios el Que lo conceda, y
la persona quien lo reciba.
Dios es amor; el pecado es, por tanto,
un crimen, no contra la ley, sino contra el amor. Ahora bien, es posible hacer
reparación por haber quebrantado la ley, pero es imposible hacer reparación por
haber quebrantado un corazón. Y el pecado no consiste tanto en quebrantar la
ley de Dios como en quebrantar el corazón de Dios.
Esto quiere decir que las obras no
tienen nada que ver con ganar la salvación. No es correcto ni posible apartarse
de la enseñanza de Pablo aquí -y sin embargo es aquí donde se apartan algunos a
menudo. Pablo pasa a decir que somos creados de nuevo por Dios para buenas
obras. Aquí tenemos la paradoja paulina. Todas las buenas obras del mundo no
pueden restaurar nuestra relación con Dios; pero algo muy serio le pasaría al
Cristianismo si no produjera buenas obras.
No hay nada misterioso en esto. Se trata
sencillamente de una ley inevitable del amor. Si alguien nos ama de veras,
sabemos que no merecemos ni podemos merecer ese amor. Pero al mismo tiempo
tenemos la profunda convicción de que debemos hacer todo lo posible para ser
dignos de ese amor.
Así sucede en nuestra relación con Dios.
Las buenas obras no pueden ganarnos nunca la salvación; pero habría algo que no
funcionaría como es debido en nuestro cristianismo si la salvación no se
manifestara en buenas obras. Como decía Lutero, recibimos la salvación por la
fe sin aportar obras; pero la fe que salva va siempre seguida de obras. No es
que nuestras buenas obras dejen a Dios en deuda con nosotros, y Le obliguen a
concedernos la salvación; la verdad es más bien que el amor de Dios nos mueve a
tratar de corresponder toda nuestra vida a ese amor esforzándonos por ser
dignos de él.
Sabemos lo que Dios quiere que hagamos;
nos ha preparado de antemano la clase de vida que quiere que vivamos, y nos lo
ha dicho en Su Libro y por medio de Su Hijo. Nosotros no podemos ganarnos el
amor de Dios; pero podemos y debemos mostrarle que Le estamos sinceramente
agradecidos, tratando de todo corazón de vivir la clase de vida que produzca
gozo al corazón de Dios.
¡Maranata!¡Ven pronto mi Señor Jesús!
No hay comentarios:
Publicar un comentario