} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: VIDA Y ENCUENTRO PERSONAL CON CRISTO

lunes, 24 de julio de 2017

VIDA Y ENCUENTRO PERSONAL CON CRISTO

 Nací en 1961 en el seno de una familia muy humilde, en una aldea de un rincón del interior de la provincia de Orense. Mis padres católicos religiosos, como acostumbran la mayoría de las gentes del pueblo.
Mi deseo por servir a Jesús comenzó muy temprano en mi vida. Ya desde muy niño. Después, en mi compromiso como catequista en la iglesia; Presidente provincial de Juventudes Marianas Vicencianas (1978/79), o en el Centro Vocacional de los Paules en Salamanca. Siempre me entregué con sinceridad y de forma genuina en aquella vida religiosa; creía y estaba convencido de hacer lo correcto. Pero estaba sinceramente equivocado. Hasta qué el Señor me abrió los ojos mientras vestía la imagen de una virgen, y pude ver con horror qué estaba adorando. No era más que un trozo tosco de madera, con un rostro y manos muy logrados, pero qué ni oía, ni veía, ni hablaba.
 Asistir a la iglesia no llenaba el hueco en mi vida, sentía que me faltaba algo. Había muchas preguntas que quedaban sin respuestas; en especial, la más importante de todas: ¿Cómo debía comportarme para morir e ir al cielo, con Dios? No hallaba respuesta alguna por ningún lado.
 La vida de los religiosos, monjas y sacerdotes despertó mi curiosidad. Sin embargo, su vibrante fe no encajaba con mi enfoque lógico y racional; y mucho menos con el ejemplo que veía en sus vidas. Seguí buscando.
  En mi peregrinar espiritual comencé a leer sobre el Islám, y filosofías orientales. Pero desencantado de todas ellas, me resigné a mi destino.
Sin saberlo entonces, los planes de Dios para mi vida, se estaban llevando a cabo de una forma imperceptible para mí.
Fue una noche lejos de España, en  Shilbrug-Dorf un pueblo de Zurich, Suiza, donde había llegado con un contrato de estudiante anual, para trabajar y estudiar alemán. Aquella noche del 14 de enero de 1984, ya en la madrugada, sintonicé una emisora de habla hispana; y un programa, La Voz de Salvación. Me dejé caer en la cama, y así mirando al techo escuchaba como la voz de aquel predicador (años después supe su nombre: David Morse) me presentaba el Plan de Salvación a través de Jesucristo El Hijo de Dios.
Hasta entonces nunca había escuchado que la salvación y el perdón de mis pecados se recibían por la Gracia de Dios, sólo por Fe en Jesucristo. (Siempre la religión católica romana me había enseñado que teníamos que hacer algo para acercarnos a Dios, para que Él se acercara a nosotros; o que intercedía por nosotros tal virgen o cual santo. Durante mucho tiempo, pensé que bastaba con “ser bueno”; con “hacer buenas obras”, con “ser una persona moral” o con servir a los demás. Ahora comprendo que todas estas cosas son importantes, pero que ninguna de ellas es transformadora. No son lo mismo que llegar espiritualmente a conocer a Jesús. Eso sólo sucede cuando entramos en un encuentro personal, en una relación personal y transformadora con Jesucristo.). Aquello produjo un shok en mi mente, en mi alma y en mi corazón; y creí. Caí de rodillas en medio de la habitación temblando, llorando a lágrima viva. Recuerdo como si fuera hace un momento, aquel instante. Todo el peso de mis pecados que como piedras cargaba, desapareció.
El predicador decía qué si alguien había aceptado al Señor Jesucristo como único pero suficiente Salvador y Señor, que escribiera a la dirección de la emisora que nos enviarían un obsequio. Que escribiéramos una carta relatando la situación vivida.
Ni corto ni perezoso, no perdí un segundo para escribir con detalle cómo había sido mi vida hasta ese momento. Fue bastante extensa. Recuerdo que cinco o seis folios.
Al cabo de unos meses, creyendo se habían olvidado de mí, recibí un paquete con la Biblia de Las Américas y el Libro Religión o Cristo, que conservo como oro en paño.
Inicialmente, hubo un período de preparación, durante el cual Dios me estaba atrayendo hacia Él. Me mostraba Su bondad Su amor.. Permitía que pasara por dificultades. Me llevaba hasta el punto más extremo de mis propios recursos. Pero tenía en mente una meta.   Era llevarme a un punto en el que pudiera confiar en Él y entregarme a Su cuidado.
A partir de ese punto comenzó una relación nueva, con un compromiso profundo. Puedo decir que Él ha hecho todo lo posible para cumplir con el compromiso que adquirió conmigo en el momento en que yo me comprometí con Él.
Permítanme recordar por qué estoy compartiendo mi historia.
Quiero ayudar a otros para que lleguen a ese punto decisivo.
Durante años, estuve buscando y luchando. Para mí, el camino fue pedregoso y lleno de caídas por no obedecer e ignorar la Palabra de Dios en la Biblia. También caer en las garras de un “grupo bíblico” produjo su efecto atroz, máxime cuando la interpretación de la gracia se lleva al libertinaje: “una vez salvo puedes vivir como se te antoje”. Interpretación herética y perversa que tanto daño espiritual sigue produciendo en muchos, que como yo en aquel entonces, viven la fe en Cristo “a su manera”, con las consabidas consecuencias de tal principio personal.  
En aquella transición crítica en mi vida, comprendí muy poco el profundo cambio que se estaba produciendo. Ahora, gracias al auxilio del Espíritu Santo que me ha enseñado en la Palabra de Dios en la Biblia, de enseñanzas sólidas de la sana doctrina, las circunstancias de la vida, tengo discernimiento más claro de la forma en que una persona entra y sale de esa relación vital con Cristo.

Todo viaje tiene un punto de partida.

El viaje que quiero compartirte a ti, que estás leyendo esto, comienza en el Génesis, el primer libro de la Biblia. La palabra “Génesis” significa “comienzo”. Allí vemos cómo eran las cosas cuando Adán, el primer hombre, caminaba de cerca a Dios. Dios lo amaba profundamente, y Adán respondía con un cálido afecto a ese amor. Ambos sentían un profundo deleite en la franqueza, la confianza y la compañía que experimentaban en aquella relación mutua.
El trabajo era distinto a lo que es hoy. Era productivo y daba satisfacción; estaba libre de estrés, ansiedad, corrupción o fallas éticas.
Pero, lamentablemente, el Paraíso duró poco. Lo que sucedió entonces ha tocado la vida de cada uno de nosotros.
En la Biblia se nos dice que la humanidad heredó un defecto fatal cuando Adán cedió ante la tentación y se rebeló contra Dios. La raíz de todo aquello era que había decidido caminar por su cuenta, abandonando el extraordinario vínculo que había tenido con Dios al principio. A partir de este punto, incluyendo a los propios hijos de Adán y Eva, la naturaleza del ser humano ha estado dominada por la violencia, la codicia, los celos, el odio y la rebelión. La Biblia le da a todo esto el nombre de pecado. Su consecuencia: la muerte.
El Antiguo Testamento es un relato sobre la lucha del ser humano contra el pecado y sus consecuencias. Dios estableció unos métodos temporales para sustituir esta naturaleza caída, pero esos métodos no hacían nada que pudiera cambiar esa naturaleza. Seguía siendo la misma. Tampoco ha mejorado con el paso del tiempo, el aumento de la educación, los descubrimientos científicos ni la prosperidad económica. La naturaleza básica o “caída” del ser humano no ha sufrido alteración alguna desde los tiempos de Adán.
Poco después de entrar el pecado en la raza humana a través de Adán, Dios predijo la venida de uno que remediaría aquel defecto fatal. Entonces identificó a un pueblo, el hebreo, como la familia de la cual saldría esa persona. Durante centenares de años, los profetas hebreos fueron haciendo revelaciones acerca de aquél que restauraría aquella relación que había sido quebrantada

Vamos a dar ahora un salto en el tiempo. Seguimos el relato en el Nuevo Testamento.

Nació un profeta incomparable llamado Juan. Éste, Juan el Bautista, llamó al pueblo a arrepentirse, o a cambiar su forma de vivir, y a recibir el perdón de sus pecados. Miles de personas respondieron y fueron bautizadas como evidencia de que se habían apartado de su manera profana de vivir.
Juan vino para prepararle el camino a Aquél que traería consigo la restauración plena. Él llevó al pueblo tan lejos como pudo. Pero afirmó con toda claridad que, por iniciativa divina, lo seguiría otro que iría a la raíz del problema: la misma naturaleza pecaminosa.
Cuando las personas se arrepentían de sus pecados como respuesta a la predicación de Juan el Bautista, su corazón quedaba preparado para tratar con el pecado, que era el verdadero problema. La verdadera importancia de Jesús —el representante perfecto de Dios en forma humana— es que Él, y solo Él, tenía las credenciales necesarias para lidiar con la raíz.
En cierto sentido, Jesús era como Adán y Eva. Ambos hombres habían nacido libres del defecto del pecado. Ambos fueron tentados, y eran capaces de pecar. Pero aquí es donde ambos tomaron direcciones radicalmente distintas. Mientras que Adán sucumbió ante la tentación, Jesús no lo hizo. Llevó una vida perfecta, y sirvió como ejemplo impecable de la forma en que debe vivir el ser humano.
Ahora bien, más que su vida, son su muerte y su resurrección las que forman la base de nuestra transformación personal. Puesto que es tan vital que entendamos la exclusividad y el alcance de lo que Jesús logró, ahora veremos este momento tan decisivo en la historia. Como un autor lo describió, es “la mayor historia que se haya contado jamás”.
Como ya hemos visto, en el principio Dios creó al ser humano. Casi de inmediato, el ser humano cayó en rebelión. Luego, después de miles de años de preparación, en el momento preciso, Dios hizo que saliera embarazada una joven virgen llamada María, quien estaba comprometida con un carpintero llamado José. El hijo que nació de ella era el propio Hijo de Dios.
Siendo joven, Jesús trabajó en la carpintería de su padre. Aunque se enfrentó a las tentaciones a las que nos enfrentamos todos, creció sin pecado alguno.
Cuando tenía alrededor de treinta años de edad, dejó su oficio para comenzar a proclamar el mensaje del Reino de su Padre celestial. Decenas de miles lo siguieron, un gran número fueron sanados, e incluso hubo muertos que fueron resucitados.
Los líderes religiosos y del gobierno lo consideraron una amenaza. Por eso, colaboraron para disponer su muerte, basados en falsas acusaciones. Jesús fue traicionado, arrestado, juzgado, azotado y clavado a una cruz. Su sentencia de muerte por crucifixión era la destinada a los criminales comunes. Él no se defendió, sino que fue voluntariamente, aunque habría podido llamar a un inmenso número de ángeles para que lo rescataran. En palabras del profeta Isaías, fue como el cordero que va al matadero. Y murió.
En la cruz, Jesús dijo: “Todo se ha cumplido”. Éste es el punto más dramático de toda la historia, porque Jesús no se estaba refiriendo sólo a su vida, sino también al problema del pecado. Él se había convertido en el remedio de Dios. Gracias a su obediencia, había satisfecho la exigencia de Dios como “el sacrificio perfecto por el pecado”. Por eso el cristianismo, despojado de la cruz, no es cristianismo.
Jesús fue puesto en la sepultura de un influyente líder judío. Sellaron la tumba. Tres días más tarde, para perplejidad hasta de sus seguidores más cercanos, resucitó de entre los muertos. Sus discípulos encontraron la tumba vacía, y se sintieron sacudidos hasta lo más profundo de su ser.
Pero Jesús se les apareció a ellos, y después a centenares más. Los consoló y tranquilizó, afirmándoles que aquellos increíbles sucesos habían estado en el centro mismo de los propósitos de Dios.
Después de cuarenta días, subió al cielo, donde se reunió con Dios, su Padre. Entonces el Padre le concedió a su Hijo el honor más alto y supremo de ser cabeza de todo lo que hay en la tierra y en los cielos. Así, Jesús fue hecho tanto Señor como Cristo, posiciones que sigue teniendo hoy. “Señor” se refiere a dominio. “Cristo” se refiere a su capacidad para salvar. Él, y sólo Él, se convirtió en el Salvador de la humanidad.
Desde su lugar de autoridad, Jesús nos invita a convertirnos en seguidores suyos; en nuevas criaturas.
¿Quién puede decir que esto no es algo totalmente asombroso? No estoy seguro de que la mente humana lo pueda captar por completo. ¿Qué clase de amor es éste, el que un padre sacrifique a su único hijo?
Sin embargo, esto sucedió, y muy literalmente, por una razón central y majestuosa: para que usted y yo podamos restablecer la clase de relación personal con Dios que Él quería que existiera desde el principio. Él fue quien hizo posible que volviéramos a casa. Así se convirtió en la respuesta a la pregunta más importante de la vida.

 La consumación y la razón de ser de nuestra vida.

Hasta este momento, he tratado de dejar establecidas dos ideas básicas. La primera es la forma en que nuestra vida fue corrompida con el pecado que heredamos. La segunda es que Jesús vino como remedio a esa situación. Según la Biblia, estos hechos son una realidad.
Ahora, quiero que pensemos en la relación que hay entre esas dos realidades, y la posibilidad de que edifiquemos sobre ellas para ser transformados personalmente.
La clave para podernos apropiar de estas verdades consiste en creerlas y aplicarlas a nosotros mismos. (El verbo “creer” tiene el mismo significado que “tener fe en…”). Veamos más de cerca el concepto de creer, tal como se usa en la Biblia, puesto que en el Nuevo Testamento encontramos este verbo usado cerca de doscientas cincuenta veces.

En primer lugar, lo que no es creer.

Creer no es pensar de manera positiva ni alimentar unas esperanzas infundadas. No tiene que ver con tratar de ganarse una relación con Dios. No tiene que ver con las buenas obras, ni con el simple hecho de ser “una buena persona”. No nos convertimos en creyentes sólo porque estemos afiliados a una institución religiosa, o porque sigamos una tradición, ni porque hayamos nacido en una familia cristiana.
Para creer hace falta un objeto de nuestra fe. Creer es colocar nuestra confianza en alguien o algo. Es una palabra de acción. Implica tomar una decisión consciente. Decidimos creer o decidimos no creer. Ambas implican una decisión.
En su significado bíblico, creer es algo que compromete no sólo nuestra mente, sino también la profundidad de nuestro corazón, y no sólo nuestra mente. Cuando creemos, enlazamos las realidades mencionadas anteriormente con el compromiso de anclar nuestra esperanza en la persona de Jesús.
Cuando creemos, estamos respondiendo de manera positiva al amor que Dios nos tiene. Ese amor es tan profundo y tan amplio, que proporciona todo el contexto para todo lo que Él ha hecho por nosotros, y todo lo que Él espera de nosotros. Jesús quiere apasionadamente que estemos completos en nuestra relación con Él.
Aquí están los elementos claves por medio de los cuales nos llegamos a reconciliar con el Padre. Todos y cada uno de ellos tienen una importancia vital. Si uno solo de ellos estuviera ausente, podría impedir que nuestra relación fuera completa.

Nuestra condición:

Lo primero que necesitamos comprender es que estamos separados de Dios. El abismo que nos separa de Él es ancho y profundo. Heredamos por nacimiento un defecto fatal que nos imposiblita acercarnos a Dios. Como consecuencia, hemos vivido independientes de Él. La Biblia destaca esta realidad tan desoladora: “Pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios”. Si no podemos aceptar el hecho de que el pecado nos separa de Dios, nunca llegaremos espiritualmente a casa, porque no sentiremos la necesidad de un Salvador.

El remedio de Dios:            

En segundo lugar, necesitamos tener una comprensión muy clara de quién es Jesús, y qué ha hecho Él por nosotros, para poder poner en Él nuestra fe con toda confianza. Jesús fue quien cerró la brecha que nos separaba de Dios. En palabras del apóstol Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Jesús no sólo era un buen hombre, un gran maestro o un inspirado profeta. Él vino a la tierra como el Cristo y el Hijo de Dios. Nació de una mujer virgen. Llevó una vida sin pecado. Murió. Fue sepultado. Resucitó al tercer día. Ascendió a los cielos, y allí se convirtió en Señor y Cristo.
La muerte y resurrección de Jesús a favor nuestro satisfizo las exigencias de Dios: una provisión completa para eliminar nuestro pecado. Este Jesús, y sólo Él, reúne las cualidades para ser el remedio de mi pecado y el suyo.

Nuestra respuesta: arrepentirnos y creer.

El arrepentimiento personal es vital en el proceso de transformación. La palabra “arrepentimiento” significa literalmente “un cambio en la manera de pensar”. Consiste en decirle al Padre: “Quiero acercarme a ti y apartarme de la vida que he llevado independientemente de ti. Te pido perdón por lo que he sido y lo que he hecho, y quiero cambiar de manera permanente. Recibo tu perdón por mis pecados”.
En este punto, son muchos los que experimentan una notable “purificación” de cosas que se habían ido acumulando toda una vida, todas ellas capaces de degradar el alma y el espíritu de una persona. Sintamos o no el perdón de Dios, si nos arrepentimos, podemos tener la seguridad total de que somos perdonados. Nuestra confianza se basa en lo que Dios nos ha prometido, y no en lo que nosotros sintamos.
Llegamos a una relación personal con el Señor cuando tomamos la mayor decisión de la vida: el punto decisivo del que hablamos antes. Esa decisión consiste en creer que Jesús es el Hijo de Dios, el que murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó de entre los muertos, y recibirlo por Salvador y Señor. Cuando creemos de esta forma, nos convertimos en hijos de Dios. Está prometido expresamente en el evangelio de Juan: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12).

¿Quisiera recibir a Jesucristo como Salvador? Si quiere hacerlo, puede hacer una oración como ésta:

“Jesús, te necesito. Me arrepiento de la vida que he llevado alejado de ti. Te doy gracias por morir por mí en la cruz para pagar por el castigo de mis pecados. Creo que tú eres el Hijo de Dios, y ahora te recibo como mi Salvador y Señor. Consagro mi vida a seguirte.”
¿Hizo esta oración?
¿Le parece este transformador paso increíblemente simple? Es lamentable que se haya oscurecido tanto el concepto de acudir a Jesús de esta forma, y se haya envuelto en tantas ideas y palabras innecesarias, que se les ha robado a muchos la maravillosa sencillez de esta verdad. Es muy importante que eso no nos suceda a nosotros.
La transformación personal tiene por resultado una naturaleza totalmente nueva. Esa naturaleza reemplaza a la antigua, que había estado corrompida desde el principio. El apóstol Pablo lo describe de esta manera: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Corintios 5:17).
 Pensemos en otros términos que se usan en la Biblia para describir el contraste total que existe entre lo viejo y lo nuevo. Cuando alguien se convierte en creyente, sale de las tinieblas para pasar a la luz (Hechos 26:18); sale de la esclavitud para pasar a la libertad (Romanos 8:21); sale de la muerte para entrar en la vida (Romanos 6:13).
En realidad, el nuevo creyente ha pasado por un segundo nacimiento. El primero fue un nacimiento natural, que vino unido a una naturaleza caída. El segundo es un nacimiento espiritual, libre de este defecto básico. Es un comienzo totalmente nuevo. Nos convertimos en una nueva persona.
Jesús dice: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). Hay algo del mismo cielo, vivo, activo e imperecedero, que habita en el nuevo creyente.

Para mí, éste es el mayor milagro que nos podríamos imaginar jamás, llegar realmente al hogar de nuestro Padre en los cielos,  con todo lo que esto significa en esta vida y en la eternidad.
La Palabra de Dios en la Biblia nos ayuda a comprender la magnitud del cambio experimentado por el nuevo creyente: “El nuevo carácter, siendo finito, sigue teniendo la posibilidad de cometer errores, y de hecho los comete, pero no es ésa la realidad más importante. La realidad verdaderamente importante es que todos los poderes de la persona son empleados de una forma nueva, y que sus movimientos son dignificados por una nueva dirección. Es un planeta errante que se vuelve estable en sus movimientos porque ha entrado en una nueva órbita”.
Ahora comprendo que esto es lo que me sucedió a mí en aquel momento en el cual le entregué mi vida a Cristo. Yo había sido un planeta errante, pero gracias a la generosidad, la paciencia y la misericordia de un Padre amoroso, mi vida se estabilizó. Fui llevado a una nueva órbita: recibido y convertido en un miembro de la familia de Dios.
Una vez se haya sentado una fundación espiritual sólida, podemos crecer en la nueva vida que Dios nos ha prometido. La Biblia le llama a esto “madurar en Cristo”. Y como yo mismo puedo dar fe, es un proceso que dura toda la vida.
El propósito de Dios es que los nuevos creyentes nos convirtamos en personas distintas. Estamos “en proceso de construcción”. Estamos siendo transformados desde adentro hacia afuera. El arquitecto principal de estos cambios es Dios mismo. Como un Padre amoroso que es, Él acude a nuestro lado para dirigir personalmente nuestro crecimiento.
Por lo que he experimentado, y he podido observar en otros, surgen unos nuevos patrones de conducta drástica mente nuevos. Cambian los hábitos dañinos. Las actitudes, los pensamientos y la manera de hablar pasan a un nuevo nivel. Las motivaciones son sometidas a escrutinio. Nos preguntamos: “¿Por qué habré hecho eso?” Dios nos enseña a comportarnos de manera diferente, y nosotros seguimos adelante.
El proceso continúa. El egoísmo cede el lugar al servicio. Las relaciones con los demás son restauradas. Disminuyen la amargura, la envidia, los celos y los odios a medida que aumenta el amor. Experimentamos una nueva dimensión del gozo. No de un día para otro, pero sí de manera constante y progresiva. Se producen unos ajustes profundos. Entonces nos damos cuenta de que es cierto: somos realmente unas criaturas nuevas, porque Cristo está viviendo en nosotros.
Muy pronto, estos cambios internos se vuelven visibles. El nuevo creyente quiere reunirse con otros que también tienen su fe puesta en Cristo. No estamos solos. Así se forman nuevos lazos de confianza, amor y respeto mutuo.
La Biblia, la Palabra inspirada de Dios para nosotros, se convierte en una nueva amiga, ahora más relevante y comprensible. Nos encontramos con el Espíritu Santo, la presencia de Jesús mismo que habita en nosotros. Descubrimos que Él es un guía increíble, si le damos acceso.
Ahora bien, nuestra nueva relación trae consigo unas restricciones necesarias. No se trata de que “todo sea permitido”, porque vemos que nuestro Dios es un Dios santo. Lo debemos honrar, reverenciar y obedecer. Cuando aceptamos las elevadas normas que Él ha establecido para nosotros, comprendemos que son para beneficio nuestro. De hecho, todo cuanto Él nos proporciona y hace por nosotros, es para nuestro propio bien.
Nuestra nueva vida en Cristo no es una vida de éxitos continuos. Hay nuevos desafíos. Los viejos hábitos y las viejas relaciones no cambian con facilidad. Surgen los conflictos. Hasta hay fuerzas espirituales que se nos oponen. Dudamos. Nos desalentamos.
Sin embargo, las cosas son distintas. No estamos solos. Hemos entrado en una alianza nueva y viva con Jesucristo. Él nos guía. Nosotros lo seguimos. Nuestra fe está puesta sobre un fundamento nuevo, y ese fundamento es Cristo. Las palabras que Él nos dirige son maravillosas y tranquilizadoras: “Nunca te dejaré; jamás te abandonaré” (Hebreos 13:5).
Con el tiempo, esa vida transformada causa un impacto en todo lo que somos y hacemos.  
Tal vez hayas estado muy lejos del Señor, errando por doctrinas falsas que te alejaron de la senda segura del Evangelio de Jesús, como lo estuve yo hace años, viviendo de un modo incierto con respecto al propósito de la vida, a su final, a la eternidad. Pero déjame decirle que dondequiera que te encuentres, una vez puesto un fundamento sólido, la aventura de crecer y vivir en Cristo no termina nunca. .
El próximo paso lo tienes que dar tú. Te animo a aceptar el reto, a aceptar a Jesús como Salvador y Señor de tu vida. Si estos pensamientos y estas palabras son oportunos, te ruego que reflexiones sobre ellos y, con la ayuda de Dios, tomes una decisión porque el arrebatamiento de la Iglesia de Cristo está muy cerca.
A ti que lees esto te digo delante de Dios, que hoy conozco en quien creo, por fe sé que Cristo está ahí todos los días de mi vida, sienta o no lo sienta; porque mi salvación y relación con Él no depende de mis emociones, sino de sus promesas. Jesucristo es mi Salvador, mi Señor y mi Rey; reina en mi vida, para transformarla según el diseño que tiene para mi. Por eso me someto al proceso sea cual sea porque al final redundará para bien en mi vida.
   Ojalá que todo esto que ha leído sea de bendición para tu vida, para mostrar lo que Dios Padre en el nombre de Jesús, con la guía del Espíritu Santo por el poder de la Palabra de Dios en la Biblia está llevando a cabo en mi vida.

¡MARANATHA! ¡¡SI, VEN SEÑOR JESÚS!!

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