} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: EL AMOR DE DIOS FACILITA MI OBEDIENCIA

viernes, 25 de mayo de 2018

EL AMOR DE DIOS FACILITA MI OBEDIENCIA



  1 Juan 5:1-4 

Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al Padre, ama al que ha nacido de Él.
   En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios: cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos.
   Porque este es el amor de Dios: que guardemos sus mandamientos, y sus mandamientos no son gravosos.
   Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe.


       He escuchado como muchos citan este versículo, ignorando el contexto, y concluyen que para que el pecador del mundo llegue a ser hijo de Dios, se requiere ¡solamente creer! (solamente admitir o aceptar mentalmente el hecho histórico de que Jesús es el Cristo). Juan no escribió a inconversos en esta epístola; no trata tal propósito como arriba es descrito. El habla de la prueba, o evidencia, de que uno ya es “nacido de Dios,” para distinguir éstos de los gnósticos que profesaban ser hijos de Dios también pero no lo eran porque negaban la encarnación de Cristo.
El verbo de esta frase (“cree”) en el texto griego es un participio presente e indica esto: “todo el que va creyendo.” El nacido de Dios es el cristiano que continúa en esta persuasión, obedeciendo al que es el objeto de su fe (a Cristo). Ya que los gnósticos rehusaban hacer tal confesión, se probaban como no nacidos de Dios.
Para el gnóstico Jesús (el hombre) no era el Cristo, deidad, y la muerte del hombre Jesús no tenía ninguna eficacia especial. Aquí Juan refuta a los gnósticos y los pone como no hijos (nacidos) de Dios. Ellos negaban terminantemente la encarnación. Bástale a Juan en este pasaje hablar en breve, al decir creer que Jesús es el Cristo, porque ya ha expresado en su carta todo el caso referente a la humanidad y deidad de Jesucristo, y a su muerte expiatoria.

Cuando Juan escribía este pasaje tenía dos cosas en el trasfondo de la mente.

(i) Estaba el gran hecho que era la base de todo su pensamiento: el hecho de que el amor a Dios y el amor al hombre son partes inseparables de la misma experiencia. En respuesta a la pregunta del escriba, Jesús había dicho que había dos grandes mandamientos: el primero establecía que debemos amar a Dios con todo nuestro corazón y alma y fuerzas; y el segundo, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. No hay ningún mandamiento mayor que estos (Mar_12:28-31). Juan tenía en mente esta palabra de su Señor.

(ii) Pero también tenía en mente una ley natural de la vida humana. El amor de la familia es parte de la naturaleza. El hijo ama naturalmente a sus padres; y también naturalmente, a sus hermanos. La segunda parte del versículo 1 dice literalmente: " Todo el que ama al que ha engendrado, ama al que es engendrado por él.» Para decirlo más sencillamente: " Si amamos a un padre, también amamos a su hijo.» Juan está pensando en el amor que vincula naturalmente a una persona al padre que la engendró y a los otros hijos que el padre ha engendrado.

Juan transfiere esto al reino de la experiencia y del pensamiento cristiano. El cristiano pasa por la experiencia de nacer de nuevo.

  El Padre es Dios, y el cristiano está obligado a agradar a Dios por todo lo que ha hecho por su alma. Pero uno nace siempre en una familia, y el cristiano nace de nuevo en la familia de Dios. Como sucedió con Jesús, así ha sucedido con él -los que hacen la voluntad de Dios, como él mismo, llegan a ser su madre, sus hermanas y sus hermanos (Mar_3:35). Así que, si el cristiano ama a Dios Padre Que le engendró, también debe amar a los otros hijos que Dios ha engendrado. Su amor a Dios y su amor a sus hermanos y hermanas en Cristo deben ser las dos caras del mismo amor, tan íntimamente entrelazados que no se pueden separar nunca. Dios es el que engendra; los hermanos (en Cristo) son los engendrados. Amar al Padre implica amar a los que componen la familia del Padre.
         El amor y la fe van juntos. Este amor se manifiesta en hechos, y esta fe en confesión. Los gnósticos, aunque profesaban amar a Dios, no amaban a los hermanos y así se probaban mentirosos, y como quienes andaban en tinieblas. No confesaban fe en la humanidad ni en la deidad de Jesucristo, y así se probaban mentirosos y como quienes no tenían al Padre. Por su falta de amor (para con los hermanos), de fe (en la humanidad y en la deidad de Jesucristo) y de vida de pureza, probaban que no eran nacidos de Dios. Eran hijos del diablo y del mundo como está representado por Caín.

Como se ha dicho: " Una persona no nace solamente para amar, sino también para ser amada."  " Todo el que ha nacido de Dios debe amar a los que han tenido el mismo privilegio.»

Mucho antes de esto había dicho el salmista: " Dios hace habitar en familia a los desamparados» (Sal_68:6). El cristiano, en virtud de su nuevo nacimiento, se encuentra en la familia de Dios; y, como ama al Padre, debe también amar a los hijos que forman parte de la misma familia que él.
Amar a Dios y a los hermanos es cosa simultánea y una cosa es evidencia de la otra. El versículo 1 declara que la fe es la base de la filiación divina; aquí la base es el amar a Dios y la obediencia. Según el Nuevo Testamento, la fe y la obediencia son términos inseparables.  Forman un círculo virtuoso. Amar a Dios y guardar sus mandamientos nos da por experiencia el conocimiento de que amamos a los hermanos; es decir, lo percibimos.
El cristiano que está guardando habitualmente los mandamientos de Dios está amando a sus hermanos. El profesado hijo de Dios (el gnóstico) que no está guardando los mandamientos de Dios, tampoco está amando a los hermanos y sus reclamaciones son mentirosas.
La obediencia es la única prueba del amor. No podemos demostrarle nuestro amor a nadie nada más que tratando de agradarle y de producirle satisfacción.

Entonces Juan dice repentinamente una cosa de lo más sorprendente. Los mandamientos de Dios, dice, no son gravosos. Aquí debemos fijarnos en dos cuestiones generales.

Desde luego que no quiere decir que la obediencia a los mandamientos de Dios sea fácil de alcanzar. El amor cristiano no es una cuestión superficial. No es nunca fácil amar a personas que no nos gustan, o que hieren nuestros sentimientos, o que nos injurian. Nunca es fácil resolver los problemas de la convivencia; y, cuando se convierten en el problema de vivir juntos a la altura del nivel cristiano de la vida, es una tarea de dificultad inmensa.

Además, hay en este dicho un contraste implícito. Jesús decía que los escribas y los fariseos ataban fardos pesados y difíciles de llevar, y se los cargaban a los demás (Mat_23:4). La masa de reglas y de normas de los escribas y fariseos podía ser una carga insoportable para los hombros de cualquiera. No hay duda que Juan estaba recordando el dicho de Jesús: "Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga» (Mat_11:30).

Entonces, ¿cómo se puede explicar esto? ¿Cómo se puede decir que las tremendas demandas de Jesús no son una carga pesada? Se puede responder a esta pregunta de tres maneras.

(i) Dios nunca le impone un mandamiento a nadie sin darle también las fuerzas para cumplirlo. Con la visión viene el poder; con la necesidad vienen las fuerzas. Dios no nos da Sus mandamientos y luego Se retira, dejándonos a nuestros escasos recursos. Sigue allí, a nuestro lado, para capacitarnos para cumplir lo que nos ha mandado. Lo que es imposible para nosotros se hace posible con Dios.

(ii) Pero aquí hay otra gran verdad. Nuestra respuesta a Dios debe ser la respuesta del amor; y no hay deber demasiado molesto, ni tarea demasiado pesada para el amor. Lo que no haríamos nunca por un extraño lo intentamos para alguien que nos es querido; lo que sería un sacrificio imposible si nos lo pidiera un extraño se convierte en una contribución voluntaria cuando lo necesita ser amado.


El amor hacía que la carga no lo fuera en realidad. Así debe pasar entre nosotros y Cristo. Sus mandamientos no son gravosos, sino un privilegio y una oportunidad para demostrar nuestro amor. Son difíciles, pero no son gravosos; porque Cristo nunca le impuso a nadie un mandamiento sin darle las fuerzas para cumplirlo; y un mandamiento nos provee de otra oportunidad de demostrar nuestro amor.

Ya hemos visto que los mandamientos de Jesucristo no son gravosos, porque con el mandamiento se nos da el poder, y porque los aceptamos con amor. Pero aquí hay otra gran verdad. Hay algo en el cristiano que le capacita para conquistar el mundo. El aiôn (período de tiempo, época; edad, tiempo, era) es el mundo separado de Dios y en oposición a Él. Lo único que nos capacita para conquistar al aiôn, esta era de pensamiento mundano, es la fe.

Juan identifica esta fe conquistadora con creer que Jesús es el Hijo de Dios. Es  la fe en la Encarnación. ¿Por qué ha de conferir eso la victoria? Si creemos en la Encarnación, eso quiere decir que creemos que Jesucristo entró en el mundo y asumió nuestra vida humana. Si eso fue lo que hizo, quiere decir que Le importaban tanto los hombres como para echarse sobre Sí las limitaciones de la humanidad, que es el acto de amor que sobrepasa el entendimiento humano. Si Dios hizo eso, quiere decir que toma parte en todas las diversas actividades de la vida humana, y conoce por experiencia los muchos dolores y pruebas y tentaciones de este mundo. Quiere decir que Dios comprende perfectamente todo lo que nos sucede, y que Él está involucrado en la empresa de vivirlo con nosotros. La fe en la Encarnación es la convicción de que Dios comparte y se preocupa y se identifica con nosotros. Cuando tenemos esa fe se producen ciertos resultados.

(i) Tenemos una defensa para resistir las infecciones del mundo. Por todos lados nos oprimen los estándares y los motivos mundanos; de todas partes nos llegan las fascinaciones de cosas malas. De dentro y de fuera nos asaltan las tentaciones que son parte de la situación humana en un mundo y una sociedad que no están interesados en Dios, sino que hasta le son hostiles. Pero, una vez que nos damos cuenta de la presencia constante de Dios en Jesucristo con nosotros, tenemos un profiláctico fuerte contra las infecciones del mundo. Es un hecho de la experiencia que la práctica de la bondad es más fácil cuando se está en compañía de gente buena; y, si creemos en la Encarnación, tenemos con nosotros la presencia continua de Dios en Jesucristo.

(ii) Tenemos fuerza para resistir los ataques del mundo. La situación humana está llena de cosas que tratan de apartamos de nuestra fe. Están los dolores y perplejidades de la vida; las desilusiones y las frustraciones; los fracasos y los desalientos... Pero, si creemos en la Encarnación, creemos en un Dios Que ha pasado por todo esto hasta llegar a la Cruz, y Que puede, por tanto, ayudar a los que lo tengan que pasar.

(iii) Tenemos la esperanza indestructible de la victoria final. El mundo Le hizo todo el mal que pudo a Jesús. Le acosó, Le persiguió y Lé calumnió; Le acusó de hereje y amigo de pecadores; Le juzgó y Le crucificó y Le enterró. Hizo todo lo humanamente posible para eliminarle -¡y fracasó! Después de la Cruz vino la Resurrección; después de la vergüenza vino la gloria. Ese es el Jesús Que está con nosotros, Que vio la vida en su aspecto más tenebroso, a Quien la vida trató mal a más no poder, Que murió, Que conquistó la muerte y Que nos ofrece participar en esa victoria que Él ganó. Si creemos que Jesús es el Hijo de Dios tenemos siempre con nosotros al Cristo Vencedor que nos hace vencedores.

Es una carga ligera obedecer al que nos salva eternamente a nosotros que no merecemos tal amor. Nuestra fe en Jesucristo hace que sean “no gravosos” los mandamientos de Dios, porque por esta fe vencemos al mundo. Si no tuviéramos esta fe, seríamos ahogados por la mundanalidad y nos serían muy gravosos sus mandamientos.

¡Maranata!

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