1 Juan
5:1-4
Todo
aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama
al Padre, ama al que ha nacido de Él.
En
esto sabemos que amamos a los hijos de Dios: cuando amamos a Dios y guardamos
sus mandamientos.
Porque
este es el amor de Dios: que guardemos sus mandamientos, y sus mandamientos no
son gravosos.
Porque
todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha
vencido al mundo: nuestra fe.
He escuchado como muchos citan este
versículo, ignorando el contexto, y concluyen que para que el pecador del mundo
llegue a ser hijo de Dios, se requiere ¡solamente creer! (solamente admitir o
aceptar mentalmente el hecho histórico de que Jesús es el Cristo). Juan no
escribió a inconversos en esta epístola; no trata tal propósito como arriba es
descrito. El habla de la prueba, o evidencia, de que uno ya es “nacido de
Dios,” para distinguir éstos de los gnósticos que profesaban ser hijos de Dios
también pero no lo eran porque negaban la encarnación de Cristo.
El verbo de esta
frase (“cree”) en el texto griego es un participio presente e indica esto:
“todo el que va creyendo.” El nacido de Dios es el cristiano que continúa en
esta persuasión, obedeciendo al que es el objeto de su fe (a Cristo). Ya que
los gnósticos rehusaban hacer tal confesión, se probaban como no nacidos de
Dios.
Para el gnóstico
Jesús (el hombre) no era el Cristo, deidad, y la muerte del hombre Jesús no
tenía ninguna eficacia especial. Aquí Juan refuta a los gnósticos y los pone
como no hijos (nacidos) de Dios. Ellos negaban terminantemente la encarnación.
Bástale a Juan en este pasaje hablar en breve, al decir creer que Jesús es el
Cristo, porque ya ha expresado en su carta todo el caso referente a la
humanidad y deidad de Jesucristo, y a su muerte expiatoria.
Cuando Juan escribía este pasaje tenía
dos cosas en el trasfondo de la mente.
(i) Estaba el gran hecho que era la base
de todo su pensamiento: el hecho de que el amor a Dios y el amor al hombre son
partes inseparables de la misma experiencia. En respuesta a la pregunta del
escriba, Jesús había dicho que había dos grandes mandamientos: el primero
establecía que debemos amar a Dios con todo nuestro corazón y alma y fuerzas; y
el segundo, que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. No hay
ningún mandamiento mayor que estos (Mar_12:28-31). Juan tenía en mente esta palabra
de su Señor.
(ii) Pero también tenía en mente una ley
natural de la vida humana. El amor de la familia es parte de la naturaleza. El
hijo ama naturalmente a sus padres; y también naturalmente, a sus hermanos. La
segunda parte del versículo 1 dice literalmente: " Todo el que ama al que
ha engendrado, ama al que es engendrado por él.» Para decirlo más
sencillamente: " Si amamos a un padre, también amamos a su hijo.» Juan
está pensando en el amor que vincula naturalmente a una persona al padre que la
engendró y a los otros hijos que el padre ha engendrado.
Juan transfiere esto al reino de la
experiencia y del pensamiento cristiano. El cristiano pasa por la experiencia
de nacer de nuevo.
El
Padre es Dios, y el cristiano está obligado a agradar a Dios por todo lo que ha
hecho por su alma. Pero uno nace siempre en una familia, y el cristiano nace de
nuevo en la familia de Dios. Como sucedió con Jesús, así ha sucedido con él
-los que hacen la voluntad de Dios, como él mismo, llegan a ser su madre, sus
hermanas y sus hermanos (Mar_3:35). Así que, si el cristiano ama a Dios
Padre Que le engendró, también debe amar a los otros hijos que Dios ha
engendrado. Su amor a Dios y su amor a sus hermanos y hermanas en Cristo deben
ser las dos caras del mismo amor, tan íntimamente entrelazados que no se pueden
separar nunca. Dios es el que engendra; los hermanos (en Cristo) son los
engendrados. Amar al Padre implica amar a los que componen la familia del
Padre.
El amor y la fe van juntos. Este amor se
manifiesta en hechos, y esta fe en confesión. Los gnósticos, aunque profesaban
amar a Dios, no amaban a los hermanos y así se probaban mentirosos, y como
quienes andaban en tinieblas. No confesaban fe en la humanidad ni en la deidad
de Jesucristo, y así se probaban mentirosos y como quienes no tenían al Padre.
Por su falta de amor (para con los hermanos), de fe (en la humanidad y en la
deidad de Jesucristo) y de vida de pureza, probaban que no eran nacidos de Dios.
Eran hijos del diablo y del mundo como está representado por Caín.
Como se ha dicho: " Una persona no
nace solamente para amar, sino
también para ser amada." " Todo el que ha nacido de Dios debe amar
a los que han tenido el mismo privilegio.»
Mucho antes de esto había dicho el
salmista: " Dios hace habitar en familia a los desamparados» (Sal_68:6). El
cristiano, en virtud de su nuevo nacimiento, se encuentra en la familia de
Dios; y, como ama al Padre, debe también amar a los hijos que forman parte de
la misma familia que él.
Amar a Dios y a
los hermanos es cosa simultánea y una cosa es evidencia de la otra. El
versículo 1 declara que la fe es la base de la filiación divina; aquí la base
es el amar a Dios y la obediencia. Según el Nuevo Testamento, la fe y la
obediencia son términos inseparables. Forman
un círculo virtuoso. Amar a Dios y guardar sus mandamientos nos da por
experiencia el conocimiento de que amamos a los hermanos; es decir, lo
percibimos.
El cristiano que
está guardando habitualmente los mandamientos de Dios está amando a sus
hermanos. El profesado hijo de Dios (el gnóstico) que no está guardando los
mandamientos de Dios, tampoco está amando a los hermanos y sus reclamaciones
son mentirosas.
La obediencia
es la única prueba del amor. No podemos demostrarle nuestro amor
a nadie nada más que tratando de agradarle y de producirle satisfacción.
Entonces Juan dice repentinamente una
cosa de lo más sorprendente. Los mandamientos de Dios, dice, no son gravosos.
Aquí debemos fijarnos en dos cuestiones generales.
Desde luego que no quiere decir que la
obediencia a los mandamientos de Dios sea fácil de alcanzar. El amor cristiano
no es una cuestión superficial. No es nunca fácil amar a personas que no nos
gustan, o que hieren nuestros sentimientos, o que nos injurian. Nunca es fácil
resolver los problemas de la convivencia; y, cuando se convierten en el
problema de vivir juntos a la altura del nivel cristiano de la vida, es una
tarea de dificultad inmensa.
Además, hay en este dicho un contraste
implícito. Jesús decía que los escribas y los fariseos ataban fardos pesados y
difíciles de llevar, y se los cargaban a los demás (Mat_23:4). La masa de reglas y
de normas de los escribas y fariseos podía ser una carga insoportable para los
hombros de cualquiera. No hay duda que Juan estaba recordando el dicho de
Jesús: "Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga» (Mat_11:30).
Entonces, ¿cómo se puede explicar esto?
¿Cómo se puede decir que las tremendas demandas de Jesús no son una carga
pesada? Se puede responder a esta pregunta de tres maneras.
(i) Dios nunca le impone un mandamiento
a nadie sin darle también las fuerzas para cumplirlo. Con la visión viene el
poder; con la necesidad vienen las fuerzas. Dios no nos da Sus mandamientos y
luego Se retira, dejándonos a nuestros escasos recursos. Sigue allí, a nuestro
lado, para capacitarnos para cumplir lo que nos ha mandado. Lo que es imposible
para nosotros se hace posible con Dios.
(ii) Pero aquí hay otra gran verdad.
Nuestra respuesta a Dios debe ser la respuesta del amor; y no hay deber
demasiado molesto, ni tarea demasiado pesada para el amor. Lo que no haríamos
nunca por un extraño lo intentamos para alguien que nos es querido; lo que
sería un sacrificio imposible si nos lo pidiera un extraño se convierte en una
contribución voluntaria cuando lo necesita ser amado.
El amor hacía que la carga no lo fuera
en realidad. Así debe pasar entre nosotros y Cristo. Sus mandamientos no son
gravosos, sino un privilegio y una oportunidad para demostrar nuestro amor. Son
difíciles, pero no son gravosos; porque Cristo nunca le impuso a nadie un
mandamiento sin darle las fuerzas para cumplirlo; y un mandamiento nos provee
de otra oportunidad de demostrar nuestro amor.
Ya hemos visto que los mandamientos de
Jesucristo no son gravosos, porque con el mandamiento se nos da el poder, y
porque los aceptamos con amor. Pero aquí hay otra gran verdad. Hay algo en el
cristiano que le capacita para conquistar el mundo. El aiôn (período de tiempo,
época; edad, tiempo, era) es el mundo separado de
Dios y en oposición a Él. Lo único que nos capacita para conquistar al aiôn, esta era de pensamiento mundano, es la fe.
Juan identifica esta fe conquistadora
con creer que Jesús es el Hijo de Dios. Es la fe en la Encarnación. ¿Por qué ha de
conferir eso la victoria? Si creemos en la Encarnación, eso quiere decir que
creemos que Jesucristo entró en el mundo y asumió nuestra vida humana. Si eso
fue lo que hizo, quiere decir que Le
importaban tanto los hombres como para echarse sobre Sí las limitaciones
de la humanidad, que es el acto de amor que sobrepasa el entendimiento humano.
Si Dios hizo eso, quiere decir que toma
parte en todas las diversas actividades de la vida humana, y conoce por
experiencia los muchos dolores y pruebas y tentaciones de este mundo. Quiere
decir que Dios comprende perfectamente todo lo que nos sucede, y que Él está
involucrado en la empresa de vivirlo con nosotros. La fe en la Encarnación es
la convicción de que Dios comparte y se preocupa y se identifica con nosotros.
Cuando tenemos esa fe se producen ciertos resultados.
(i) Tenemos una defensa para resistir
las infecciones del mundo. Por todos lados nos oprimen los estándares y los
motivos mundanos; de todas partes nos llegan las fascinaciones de cosas malas.
De dentro y de fuera nos asaltan las tentaciones que son parte de la situación
humana en un mundo y una sociedad que no están interesados en Dios, sino que
hasta le son hostiles. Pero, una vez que nos damos cuenta de la presencia
constante de Dios en Jesucristo con nosotros, tenemos un profiláctico fuerte
contra las infecciones del mundo. Es un hecho de la experiencia que la práctica
de la bondad es más fácil cuando se está en compañía de gente buena; y, si
creemos en la Encarnación, tenemos con nosotros la presencia continua de Dios
en Jesucristo.
(ii) Tenemos fuerza para resistir los
ataques del mundo. La situación humana está llena de cosas que tratan de
apartamos de nuestra fe. Están los dolores y perplejidades de la vida; las
desilusiones y las frustraciones; los fracasos y los desalientos... Pero, si
creemos en la Encarnación, creemos en un Dios Que ha pasado por todo esto hasta
llegar a la Cruz, y Que puede, por tanto, ayudar a los que lo tengan que pasar.
(iii) Tenemos la esperanza indestructible
de la victoria final. El mundo Le hizo todo el mal que pudo a Jesús. Le acosó,
Le persiguió y Lé calumnió; Le acusó de hereje y amigo de pecadores; Le juzgó y
Le crucificó y Le enterró. Hizo todo lo humanamente posible para eliminarle -¡y
fracasó! Después de la Cruz
vino la Resurrección; después de la vergüenza vino la gloria. Ese es el Jesús
Que está con nosotros, Que vio la vida en su aspecto más tenebroso, a Quien la
vida trató mal a más no poder, Que murió, Que conquistó la muerte y Que nos
ofrece participar en esa victoria que Él ganó. Si creemos que Jesús es el Hijo
de Dios tenemos siempre con nosotros al Cristo Vencedor que nos hace
vencedores.
Es una carga
ligera obedecer al que nos salva eternamente a nosotros que no merecemos tal
amor. Nuestra fe en Jesucristo hace que sean “no gravosos” los mandamientos de
Dios, porque por esta fe vencemos al mundo. Si no tuviéramos esta fe, seríamos
ahogados por la mundanalidad y nos serían muy gravosos sus mandamientos.
¡Maranata!
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