Capítulo 2; 25-35
25 Y he aquí había en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de
Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él.
26 Y le había sido
revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al
Ungido del Señor.
27 Y movido por el
Espíritu, vino al templo. Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al
templo, para hacer por él conforme al rito de la ley,
28 él le tomó en sus
brazos, y bendijo a Dios, diciendo:
29 Ahora, Señor,
despides a tu siervo en paz,
Conforme a tu
palabra;
30 Porque han visto
mis ojos tu salvación,
31 La cual has
preparado en presencia de todos los pueblos;
32 Luz para
revelación a los gentiles,
Y gloria de tu pueblo
Israel.
33 Y José y su madre
estaban maravillados de todo lo que se decía de él.
34 Y los bendijo
Simeón, y dijo a su madre María: He aquí, éste está puesto para caída y para
levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha
35 (y una espada
traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos
corazones.
Estos
versículos nos refieren la historia de un hombre cuyo nombre no se encuentra en
ninguna otra parte del Nuevo Testamento, "el justo y piadoso" Simeón.
No había
judío que no creyera que su nación era el pueblo escogido de Dios. Pero los
judíos no podían por menos de darse cuenta de que no sería por medios humanos
por los que su nación llegara a alcanzar la suprema grandeza que creían que le
estaba reservada. Con mucho la mayoría de ellos creía que, como los judíos eran
el pueblo escogido, estaban destinados a llegar a ser algún día los amos del
mundo y los señores de todas las naciones. Para traer ese día, algunos creían
que vendría del Cielo algún gran campeón; otros creían que surgiría otro rey de
la dinastía de David que devolvería al pueblo toda su antigua grandeza, y otros
creían que Dios mismo intervendría directamente en la historia de manera
sobrenatural. En contraste con todos esos había unos pocos a los que llamaban
los reposados de la tierra: no tenían sueños de grandeza, violencia o poder de
ejércitos con banderas; creían en una vida de constante oración y de reposada
pero vigilante espera hasta que Dios interviniera. Pasaban la vida esperando
tranquila y pacientemente en Dios. Nada sabemos de su vida pues del nacimiento
antes o después de Cristo. Se nos dice solamente, que inspirado por el
Espíritu, vino al templo, cuando María
llevó a él al niño Jesús, y que tomando á este en sus brazos, bendijo a
Dios con palabras que hoy son bien conocidas en todo el mundo.
Vemos en el caso de Simeón que Dios tiene gente
creyente aun en los peores lugares, y en las épocas más tenebrosas. La religión
había decaído en Israel cuando Cristo
nació. La fe de Abraham corrompida con la doctrina de los Fariseos y Saduceos.
El oro brillante se encontraba en un estado de deplorable opacidad. Pero aún entonces hallamos en medio
de Jerusalén un hombre "justo y piadoso," uno "sobre quién era
el Espíritu Santo. Es un
pensamiento consolador que Dios tiene siempre alguno que de testimonio de Él.
Pequeña como puede ser algunas veces Su iglesia creyente, las puertas del infierno jamás prevalecerán contra ella.
La iglesia verdadera puede ser arrollada al desierto, y forzada a vivir como un
rebaño pequeño y disperso, pero jamás
perece. Hubo un Lot en Sodoma, un Daniel en Babilonia, y un Jeremías en la
corte de Zedequías; y en los últimos días
de la iglesia Judía, cuando la copa de su iniquidad casi colmado, hubo aun en
Jerusalén, piadosos, como Simeón. Así era Simeón: en oración, en adoración, en
humilde y fiel expectación, esperaba el día en que Dios había de consolar a su
pueblo. Dios le había prometido por medio del Espíritu Santo que no llegaría al
final de su vida sin haber visto al ungido Rey de Dios. En el niño Jesús
reconoció al Rey prometido, y se sintió feliz. Ahora estaba preparado para
partir de esta vida en paz.
Vemos en el cántico de Simeón como el creyente puede
vivir completamente exento del temor de la muerte. Ahora despides,
"Señor," dice el anciano Simeón,
"a tu siervo en paz." Habla como si la sepultura hubiera
perdido para él sus terrores, y el mundo sus encantos. Desea que librándolo de
las miserias de la peregrinación de la
vida, que se le conceda ir a la patria celestial. Desea estar "separado
del cuerpo y habitar con el Señor." Expresase como quien sabe a dónde va cuando muere, y no se cuida cuan
pronto llegue el día. Sabe que el cambio redundará en su provecho, y desea que
pronto se verifique.
¿Qué puede hacer
que el hombre mortal se exprese de esta manera? ¿Qué puede ponernos a salvo de
ese " temor de la muerte " en el cual tantos viven en cautiverio? ¿Qué puede librarnos del aguijón
de la muerte? Hay una sola respuesta a estas preguntas: Únicamente una fe firme
en Cristo puede hacerlo. La fe con que
nos acogemos con firmeza al Salvador que no podemos ver; la fe que se
apoya en las promesas de un Dios invisible; la fe, y la fe únicamente, puede
hacer capaz al hombre de mirar ante sí
la muerte, y exclamar: "Yo muero en paz." No basta estar dispuesto a
someterse a cualquiera cosa con objeto de cambiar cuando uno está cansado del dolor y de las
enfermedades. No basta estar indiferente al mundo, cuando ya no tenemos fuerza
para mezclarnos en los negocios, o para
gozar de los placeres que nos brinda. Es menester que sintamos algo más que
esto, si deseamos morir en paz verdadera. Es menester que tengamos fe como la del anciano Simeón, es decir, aquella
fe que es el don de Dios. Puede suceder que sin esa fe muramos tranquilamente,
y parezca que " Porque no tienen congojas por su muerte, Pues su vigor
está entero.Salmo_73:4. Pero muriendo sin esa fe, nunca nos hallaremos en la
morada que deseamos, cuando nos despertemos en el otro mundo.
Los cristianos verdaderos, en cada siglo, deben
recordar esto y consolarse. Es una verdad que están prontos a olvidar; y en
consecuencia, se rinden al
descaecimiento de ánimo. "Yo solo he quedado," decía Elías,
"y procuran quitarme la vida." Más ¿qué le dijo Dios por respuesta?
"Y yo haré que queden en Israel
siete mil." Abriguemos más esperanza. Confiemos en que la gracia puede
vivir y prosperar, aun en medio de las más desfavorables circunstancias.
Hay en el mundo más Simeones de los que
suponemos.
Vemos además
de esto, en el cántico de Simeón, qué conocimiento tan claro alcanzaron algunos
judíos creyentes de la obra y ministerio de Cristo, aun antes que se predicase el Evangelio. Hallamos a ese
buen anciano hablando de Jesús como "la salud que Dios ha aparejado";
como "una luz para ser revelada a los
gentiles, y la gloria de su pueblo Israel." Bueno habría sido para
los eruditos Escribas y Fariseos del tiempo de Simeón, que se hubiesen sentado
en su presencia, y escuchado su
doctrina.
Cristo fue en verdad "una luz para ser revelada
a los Gentiles." Sin él ellos estaban sumidos en la superstición y las
tinieblas más horribles, ignorando el
camino de la vida, y adorando las obras de sus propias manos. Sus
filósofos más sabios vivían en completa ignorancia de las cosas espirituales. Romanos 1;21-22 Pues
habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias,
sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue
entenebrecido. 22 Profesando ser sabios,
se hicieron necios,
El Evangelio
de Cristo fue para Grecia y Roma, y todo el mundo pagano, como el salir del
sol. La luz que en materias religiosas
hizo penetrar en las mentes de los hombres, fue tan grande como el cambio de la
noche en día. Cristo fue verdaderamente
"la gloria de Israel." La descendencia de Abraham, las alianzas, las
promesas, la ley de Moisés, el servicio del templo de institución divina, todas estas fueron para los
israelitas grandes prerrogativas. Más nada fueron comparadas con el grande
hecho, que de Israel nació el Salvador del
mundo. Había de ser el más alto honor de la nación Judía, que la madre
de Cristo fuera una mujer de su raza, y que la sangre de Aquel "acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del
linaje de David según la carne,." Rom_1:3
Más no olvidemos que las palabras del anciano Simeón
aún obtendrán más completo cumplimiento. La "luz" que vio por la fe,
cuando sostenía al niño Jesús en sus
brazos, todavía ha de resplandecer con brillantez tal que sea vista de todas
las naciones de mundo gentil. La gloria de aquel Jesús a quien Israel crucificó, será algún día revelada tan
claramente a los Judíos dispersos, que, mirando a Aquel que ellos crucificaron,
se arrepentirán y se convertirán. Vendrá
el día en que el velo será levantado del corazón de Israel, y todos
"En Jehová será justificada y se gloriará toda la
descendencia de Israel.." Isaí. 45:25.
Esperemos confiados ese día; roguemos que llegue pronto. Si Dios es la luz y la gloria de
nuestras almas, ese día no puede venir demasiado pronto.
Contiene, finalmente, este pasaje un anuncio
admirable de los resultados que habían de surgir cuando Jesucristo y Su
Evangelio aparecieron en el mundo.
Cada palabra del anciano Simeón, sobre punto, merece
meditación especial. El todo forma una profecía que se está cumpliendo
diariamente.
Cristo había de ser "blanco de
contradicción." Había de ser el blanco de todos los fieros dardos del
malvado. Había de ser "despreciado y rechazado de los hombres." él y su pueblo habían de ser
una " ciudad edificada sobre un collado," asaltada de todos, y odiada
de toda clase de enemigos. Y así resultó: hombres que jamás han estado acordes en ninguna otra
materia, lo han estado en odiar a Cristo. Desde el principio millares han sido
perseguidores e incrédulos.
Cristo había de ser la causa "de la caída de
muchos en Israel." Había de ser "la piedra de tropiezo y la roca de
ofensa" a muchos orgullosos y presuntuosos
Judíos, que lo rechazarían y morirían en sus pecados. Y así sucedió:
para gran número de ellos Cristo crucificado fue ocasión de tropiezo, y Su
Evangelio 1Co_1:23
pero nosotros predicamos a Cristo crucificado,
para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; 2Co_2:16 a éstos
ciertamente olor de muerte para muerte, y a aquéllos olor de vida para vida. Y
para estas cosas, ¿quién es suficiente? Cristo
había de ser la causa del " levantamiento de muchos en Israel." Había
de resultar ser el Salvador de muchos que al principio lo rechazaron, lo
ultrajaron y lo cubrieron de blasfemias,
pero que después se arrepintieron y creyeron. Y así también sucedió: cuando los
millares que lo crucificaron se arrepintieron, y Saulo que persiguió a sus discípulos se
convirtió, hubo algo como un levantamiento.
Cristo había de ser la causa de que "fueran
manifestados los pensamientos de muchos corazones." Su Evangelio había de
descubrir los caracteres verdaderos de
muchas gentes: la falta de amor hacia Dios en unos, los anhelos espirituales de
otros. Y así resultó: el libro de los Hechos de los Apóstoles, en casi
cada capítulo, revela que en esto, como
en todos los otros puntos de su profecía, el anciano Simeón dijo la verdad.
Y ahora bien ¿Qué opiniones tenemos respecto de
Cristo? Esta es la pregunta que debe ocupar nuestras mentes. ¿Qué reflexiones
despierta en nuestras mentes? Este es el
examen que debe ocuparnos seriamente. ¿Estamos por él, o contra él? ¿Lo amamos,
o lo menospreciamos? Nos es tropiezo su doctrina, o hallamos que es "causa de levantamiento." No
estemos jamás tranquilos en tanto que no hayamos respondido satisfactoriamente
estas preguntas.
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