Hebreos 4; 12
“Porque
la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos
filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los
tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.”
La lección de este pasaje es que la Palabra de
Dios ha venido al mundo, y es tal que no se puede ignorar. Los judíos tenían
siempre una idea muy especial acerca de las palabras. Una vez que se decía una
palabra, tenía una existencia independiente. No era simplemente un sonido con
un cierto significado; era un poder que se liberaba y producía resultados.
Isaías Le oyó decir a Dios que la Palabra que salía de Su boca no sería nunca
ineficaz, sino que realizaría aquello para lo que Él la destinaba.
Una de las cosas
maravillosas de la Palabra de Dios es que es un tema vivo para las personas de
todos los tiempos. Otras cosas se sumen en el olvido; otras cosas puede que
adquieran un interés académico o histórico; pero la Palabra de Dios es algo con
lo que todos nos hemos de enfrentar, y su ofrecimiento es algo que hemos de
aceptar o rechazar.
La Palabra de Dios es
efectiva. Es uno de los Hechos innegables de la Historia
que siempre que se ha tomado en serio la Palabra de Dios han empezado a suceder
cosas. Así sucedió en Europa en el siglo XVI: no tenemos más que abrir un libro
de Historia para darnos cuenta de lo que sucedió cuando se descubrió la Palabra
de Dios que había estado oculta. Y en una época mucho más cercana a nosotros,
los grandes cambios que se notan tienen sin duda una relación íntima con la
publicación de la Biblia en la lengua del pueblo y el florecimiento de los
estudios bíblicos. Cuando tomamos en serio la Palabra de Dios nos damos cuenta
en seguida de que no es solamente un libro que se puede leer y estudiar, sino una
Palabra viva que hay que poner por obra.
La Palabra de Dios no es
simplemente la colección de palabras suyas, un medio de comunicar ideas; es
viviente, cambia la vida y es dinámica al obrar en nosotros. Con la agudeza del
bisturí de un cirujano, revela lo que somos y lo que no somos. Penetra la
médula de nuestra moral y vida espiritual. Discierne lo que está dentro de
nosotros, tanto lo bueno como lo malo. No solo debemos oír la Palabra sino que
también debemos permitir que moldee nuestra vida.
Sólo la fe sabe qué fuerza,
qué vida reside en la palabra de Dios, y sabe que esta palabra es el poder
decisivo de este mundo. Aunque mil veces sea desoída, ignorada, no se le haga
el menor caso y se cometan acciones que la dejen en mal lugar, alguna vez llega
para cada cual la hora de la verdad, cuando la palabra humillada y despreciada
viene a pedirle cuentas.
2 Samuel 7; 28
“Ahora pues,
Jehová Dios, tú eres Dios, y tus palabras son verdad, y tú has prometido este bien
a tu siervo”
Al escuchar David las palabras de Natán, se
dirigió al lugar donde estaba el arca
y, sentado, recitó una ferviente oración de acción de gracias y de alabanza.
Los antiguos oraban de pie, de rodillas y también sentados. Escoge David esta
última postura acaso por su avanzada edad. Muéstrase confuso por haberle Dios
elevado a tan grande dignidad, siendo él, a su presencia, como un perro.
La promesa
de Cristo incluye todo; si el Señor Dios es nuestro, ¿qué más podemos pedir o
pensar? Efesios 3; 20. Él nos conoce mejor de lo
que nos conocemos, por tanto, contentémonos con lo que ha hecho por nosotros.
¿Qué podemos decir por nosotros mismos en nuestras oraciones que sea más de lo
que Dios ha dicho por nosotros en sus promesas? David atribuye todo a la libre
gracia de Dios: las grandes cosas que Él había hecho por él y las grandes que
le había dado a conocer. Todo era por amor a su palabra, esto es, por amor a
Cristo la Palabra eterna. Muchos tienen que escudriñar su corazón cuando van a
orar, pero el corazón de David estaba preparado, estable; terminadas sus
peregrinaciones, se entregó totalmente al deber, y se empleó en ello. La
oración que sólo es de la lengua no agrada a Dios; lo que será elevado y
derramado ante Dios debe hallarse en el corazón. Él edifica su fe y espera el
bien basado en la seguridad de la promesa de Dios. David ora por el
cumplimiento de la promesa. Decir y hacer no son dos cosas con Dios, como suele
pasar entre los hombres; Dios hará como ha dicho.
Las promesas de Dios no nos son hechas por
nombre, como a David, pero pertenecen a todos los que creemos en Jesucristo y
las invocamos en su nombre.
¡Maranatha! ¡Sí, ven Señor Jesús!
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