} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: LA OBRA Y LAS OBRAS DE LA GRACIA

miércoles, 3 de enero de 2018

LA OBRA Y LAS OBRAS DE LA GRACIA

 
Efesios 2; 1-7

1 Y a vosotros, que estabais muertos por vuestras culpas y pecados, 2 en los que a la sazón caminabais según el eón de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la desobediencia... 3 Entre los cuales también nosotros todos vivíamos entonces según las concupiscencias de nuestra carne; cumplíamos los deseos de la carne y de los impulsos y éramos, por naturaleza, hijos de ira exactamente como los otros. 4 Pero Dios, que es rico en misericordia, por el mucho amor con que nos amó, 5 y muertos como estábamos por nuestros pecados, nos ha vivificado con Cristo -por gracia habéis sido salvados-,6 y con Él nos resucitó, y con Él nos sentó en los lugares celestiales con Cristo Jesús 7 para mostrar en los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús.

   Según Pablo la humanidad se divide en dos grupos, por muy desiguales que sean en número y magnitud: judíos y gentiles. No se trata de un nacionalismo de vía estrecha, en el que hubiera caído el judío Pablo. Es Dios el que ve así a la humanidad, Dios para quien no cuenta el número y la masa. Por su elección especial y por el misterio de su misión este pequeño pueblo escogido por Dios sirve de contrapeso al mundo pagano, por innumerables que sean sus pueblos. Esta división fundamental sirve de base a Pablo para diferenciar a judíos y gentiles.

Pero, mientras en la carta a los Romanos, Pablo describe minuciosamente el estado de pecado entre gentiles y judíos, aquí se contenta con destacar en ambos el fundamento y la fuente de su antigua esclavitud respecto al pecado.
Pablo había empezado diciendo que nos encontrábamos en una condición de muerte espiritual en pecados y transgresiones; ahora dice que Dios, en Su amor y misericordia, nos ha dado la vida en Jesucristo. ¿Qué quiere decir exactamente con eso? Ya vimos que estaban implicadas tres cosas en estar muertos en pecados y transgresiones. Jesús tiene algo que hacer con cada una de estas cosas.
(i) Ya hemos visto que el pecado mata la inocencia. Ni siquiera Jesús puede devolverle a una persona la inocencia que ha perdido, porque ni siquiera Jesús puede atrasar el reloj; pero lo que sí puede hacer Jesús, y lo hace, es librarnos del sentimiento de culpabilidad que conlleva necesariamente la pérdida de la inocencia.
Lo primero que hace el pecado es producir un sentimiento de alejamiento de Dios. Cuando una persona se da cuenta de que ha pecado, se siente oprimida por un sentimiento de que no debe aventurarse a acercarse a Dios. Cuando Isaías tuvo la visión de Dios, su primera reacción fue decir: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Porque soy un hombre de labios inmundos, y vivo entre personas que tienen los labios inmundos» Isaías 6:5). Y cuando Pedro se dio cuenta de Quién era Jesús, su primera reacción fue: «¡Apártate de mí, porque yo soy un hombre pecador, oh Señor!» (Lucas 5:8).
Jesús empieza por quitar ese sentimiento de alejamiento.
Él vino para decirnos que, estemos como estemos, tenemos la puerta abierta a la presencia de Dios. Supongamos que hubiera un hijo que hubiera hecho algo vergonzoso, y luego hubiera huido porque estaba seguro de que no tenía sentido volver a casa, porque la puerta estaría cerrada para él. Y entonces, supongamos que alguien le trae la noticia de que la puerta la tiene abierta, y le espera una bienvenida cálida en casa. ¡Qué diferentes haría las cosas esa noticia! Esa es la clase de noticia que nos ha traído Jesús. Él vino para quitar el sentimiento de alejamiento y de culpabilidad, diciéndonos que Dios nos quiere tal como somos.

(ii) Ya vimos que el pecado mata los ideales por los que viven las personas. Jesús despierta el ideal en el corazón humano. Cristo nos da la gloria.
 La gracia de Jesucristo enciende de nuevo los ideales que habían extinguido las caídas sucesivas en pecado. Y al encenderse de nuevo, la vida se convierte otra vez en una escalada.

(iii) Por encima de otras cosas, Jesucristo aviva y restaura la voluntad perdida. Ya vimos que el efecto mortífero del pecado es que destruía lento pero seguro la voluntad de la persona, y que la indulgencia que había empezado por un placer se había convertido en una necesidad. Jesús crea otra vez la voluntad.
Eso es de hecho lo que hace siempre el amor. El resultado de un gran amor es siempre purificador. Cuando uno se enamora de veras, el amor le impulsa a la bondad. Su amor al ser amado es tan fuerte que quebranta su antiguo amor al pecado.
Eso es lo que Cristo hace por nosotros. Cuando Le amamos a Él, ese amor recrea y restaura nuestra voluntad hacia la bondad.  
Los étnicos cristianos estaban en otro tiempo al servicio de poderes enemigos de Dios. Eran, por decirlo así, ciudadanos pleno iure en el reino del príncipe de este mundo, instrumentos arbitrarios de su odio profundo hacia Dios, aspecto éste del pecado que, a pesar de olvidarse frecuentemente, merecería una reflexión muy seria.

Con un lenguaje, para nosotros desacostumbrado y condicionado por la época, se dice aquí de Satán que actúa en el eón de este mundo. La palabra «eón» tiene muchas significaciones: eternidad, época histórica, espacio histórico, espacio aéreo. Aquí hay que suponer una significación especial, que no podemos explicar con plena seguridad. Con esta palabra se indica algo que nosotros llamaríamos, de manera muy imperfecta, el espíritu del tiempo; pues en el concepto «eón» se contenía, para el mundo de los destinatarios de la carta, algo de eterno, personal e incluso divino. Cuando aquí se trata del eón del mundo o, más bien, del mundo como eón, no es el mundo como realidad visible, ni tampoco se insinúa una especial significación o perspectiva del universo. Es un uso, totalmente particular, de la palabra «mundo», considerado como un ser soberano por sí mismo, que se basta a sí mismo y que, por ello, prácticamente se enfrenta con Dios. «Eón de este mundo» quería, por tanto, decir: un poder satánico y antidivino que empuja a considerar al mundo como Dios y a adoptar ante él la actitud consiguiente.

Por debajo de Dios está realmente, como fuerza propiamente impulsora, Satán, «el príncipe de la potestad del aire». El aire (incluso el cielo), concebido como la zona inferior de la atmósfera, era considerado como la zona residencial de los malos espíritus. Esta situación «elevada» los coloca en una actitud superior, y, en su calidad de invisibles e inalcanzables, los hace doblemente peligrosos. Tienen un señor que manda sobre ellos. Es Satán. Podemos podar esta concepción del follaje mítico de la época, y nos encontramos ante una gran verdad: Dios tiene en Satán un adversario (aunque en plano inferior), y este adversario tiene poder en el mundo, y en la guerra entre Dios y Satán se trata precisamente de los hombres.

Todavía queda una tercera denominación: «del espíritu que actúa ahora entre los hijos de la desobediencia...» Es el mismo Satán, aunque no deja de ser extraño que, por las exigencias gramaticales, haya que igualarlo con el aire, de cuyo dominio se venía hablando. El príncipe de este mundo domina y define el aire, es decir, la atmósfera en que los hombres viven.

Esta atmósfera es su arma eficaz y peligrosa, y sabe muy bien servirse de ella. Es el aire, al que los «hijos de la rebelión» se entregan incondicionalmente. Es el aire, en el que la cristiandad de origen pagano tiene que vivir. Es esa atmósfera, con la que el «príncipe de este mundo» presenta al hombre la realidad como eón, como algo soberano que sólo obedece a su propio mecanismo de leyes y viene finalmente a reemplazar al mismo Dios. El hombre, que incurre en ello, se pone como fin y meta de su vida a este mundo satánico, así entendido. Introduce el pecado y el mal en su propio corazón, que llegan a tomar incremento y a poner un dique al primitivo impulso del hombre hacia el bien.

Y así al final viene éste a convertirse en esclavo del príncipe de las tinieblas y cosecha la muerte («que estabais muertos por vuestras culpas y pecados»). Éste es el pasado tenebroso que los étnico cristianos no deberían olvidar; el oscuro subsuelo, sobre el que puede proyectarse la luz de la salvación con redoblada fuerza, fuente de una duradera y siempre renovada alegría y de un agradecimiento desbordante.

Otra vez vuelve el Apóstol a la raíz del pecado. Pero aquí, como se trata de los que antes eran judíos, no predomina la perspectiva del engaño seductor del mundo y de los poderes satánicos que se sirven de aquél. Pues el judío conoce los caminos de Dios, conoce su voluntad expresada en la ley. Más bien sucumbe a las fuerzas subsidiarias, que para el mundo y Satán representan las tendencias íntimas del hombre, y que aquí se llaman «las concupiscencias de nuestra carne».

Pero para Pablo el concepto «carne» tiene mayor extensión de lo que nosotros a primera vista entendemos, cuando hablamos de los pecados de la carne. Carne es para san Pablo todo el hombre, en cuanto que -abandonado a sus propias fuerzas-, como hijo y heredero del primer padre caído, «está inclinado al mal desde su juventud» (Génesis 6:5). ¿Dónde está la debilidad radical de este hombre? Sencillamente en que, por su propio natural, no es consciente de su absoluta e impensable dependencia de Dios. Y así tiene siempre la tentación de convertir al propio yo en medida, instrumento y meta de todo su pensar, su querer y su hacer. Por eso podemos definir la «carne» en sentido paulino como el egoísmo natural del hombre caído. Y siendo esta adhesión al yo la infraestructura de todo pecado, será bienvenido todo lo que nos pueda ayudar a buscar sólo a Dios y a Cristo y a servirlos en nuestra vida.

«...por naturaleza, hijos-de-ira» significa aquí claramente la imposibilidad natural de evitar el pecado y escapar a la ira de Dios con las solas fuerzas de la naturaleza caída. Y si, siguiendo más adelante, nos preguntamos cómo se ha llegado a este «estado natural», tendríamos que recurrir a la doctrina del pecado original. En una palabra, gentiles y judíos, toda la humanidad, están sin salvación bajo el dominio del pecado.

Pero ¿es correcta esta descripción? Prescindiendo de la María, ¿no nos da la Escritura testimonio de la vida de una Isabel, de un Zacarías, de un Juan Bautista? Y el mismo Pablo ¿no escribe sinceramente que, cuando era fariseo, vivía «irreprensible» en la observancia de la ley divina (Filipenses 3:6)? ¿Cómo considera ahora a todos las demás hijos de ira, que han vivido «según las concupiscencias de la carne»? La respuesta es ésta: aquí, como más expresamente en la carta a los Romanos, parece como si Pablo, para probar la universalidad del pecado humano, sacara un argumento de la experiencia y de la historia. Pero un «argumento» así no es naturalmente posible, y en el fondo Pablo no se demora mucho en ello. Él parte siempre de la revelación. Por ella sabe que sólo en Cristo Jesús está la salvación para todos. No hay ningún camino, fuera de él, que lleve a la salvación. Por eso concluye lógicamente: luego todos están necesitados de redención, luego «todos han pecado y están privados de la gloria de Dios». Esta es la verdad revelada que Pablo aquí -y mucho más en la carta a los Romanos- amplía retóricamente, al describir a todos como esclavos del pecado. Aquí, como muchas veces en la Sagrada Escritura, hay que distinguir entre la verdad que el escritor quiere expresar, y la manera como lo hace. Pablo ha señalado el fondo tenebroso. Esto lo hace adrede. Cree que es muy importante que a sus fieles les quede muy grabada en la conciencia su situación inicial, una situación humanamente sin perspectiva. Y es muy comprensible: sin conciencia de pecado no hay necesidad de salvación, sin necesidad de salvación no hay alegría de redención, sin alegría de redención no hay verdaderamente un alegre mensaje. Si con nuestra palabra y nuestra vida no traemos a los hombres alegría, paz, felicidad, le falta entonces a nuestro cristianismo y a nuestro mensaje fuerza de penetración.

Esto explica por qué san Pablo insiste tanto en nuestra situación inicial, humanamente hablando, desesperada; y esto con razón tanto mayor cuanto que anteriormente ha hablado con entusiasmo de las vicisitudes del gran don que Dios nos ha hecho en Jesucristo.
La situación inicial de paganos y judíos ha quedado descrita: perdición sin remedio. Ahora viene el viraje repentino: «Pero Dios...»: sí, sólo él puede aquí ayudarnos y lo ha hecho realmente. Pero téngase en cuenta cómo cada palabra del Apóstol subraya el carácter marcadamente gratuito de esta intervención divina: «Dios, que es rico en misericordia», «por el mucho amor», «muertos como estábamos». No es ésta simplemente una muerte que consiste en la falta de vida; sino una muerte que consiste en la separación de Dios, en la enemistad con él. Es la misma idea expuesta en la carta a los Romanos: «Dios nos demuestra su amor en el hecho de que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores... Cuando aún éramos sus enemigos, nos ha reconciliado por la muerte de su Hijo» (Rm 5; 8).

A decir verdad, en nosotros no había nada que pudiera «estimular» el amor de Dios. Pero así es precisamente el amor de Dios: no necesita, como el amor humano, el aliciente de la amabilidad del objeto. El amor de Dios crea la amabilidad de su objeto. Uno no es amado por Dios porque sea amable, sino que es amable porque es amado por Dios.

«Nos ha vivificado con Cristo». Al pronunciar estas palabras, de tal manera se apretujan en la mente de Pablo las impensables hazañas de Dios (encarnación, crucifixión, resurrección y el bautismo cristiano como participación de todo esto), que llega como a perder el hilo de su pensamiento. Tiene que interrumpirse (cosa en él frecuente), pero aquí con una llamada de atención incidental (cosa en él muy rara): lo que bulle en su interior pugna por salir fuera, y no puede menos que sacudir la atención de sus lectores, para empujarlos hacia el objetivo, en que para él descansa todo: «por gracia habéis sido salvados».

«Salvados». Hay que haberlo vivido. Hay que haber sido literalmente arrancado de una muerte segura, para comprender en la más íntima fibra del propio ser lo que significa «salvado», aun cuando no fuera más que en esta pobre y corta existencia terrena. Si queremos que la Palabra de Dios se convierta para nosotros en una vivencia, hemos de intentar bucear en la escuela de las experiencias de la vida, con las que los conceptos descarnados e incoloros adquirirán una nueva luz. Éste es el caso de la vivencia de la propia salvación. La vida está llena de parábolas, y Jesús con su lenguaje parabólico nos ha enseñado a valorar la vida de cada día a la luz del mensaje de Dios.

Esto por lo que se refiere a la expresión «salvados». Pero el énfasis particular de la llamada incidental del Apóstol no está ahí, sino en la expresión «por gracia». Esto es lo que preocupa a Pablo en primer plano. Es el pensamiento fundamental y orientador de su ya larga lucha por un Evangelio liberado de la ley.
Pablo cierra este pasaje con una gran exposición de aquella paradoja que siempre subyace en el corazón de esta visión del Evangelio. Esta paradoja tiene dos caras.
(i) Pablo insiste en que es por gracia como somos salvos. No hemos ganado la salvación ni la podríamos haber ganado de ninguna manera. Es una donación de Dios, y nosotros no tenemos que hacer más que aceptarla. El punto de vista de Pablo es innegablemente cierto. Y esto por dos razones:
(a) Dios es la suprema perfección; y por tanto, solo lo perfecto es suficientemente bueno para él. Los seres humanos, por naturaleza, no podemos añadir perfección a Dios; así que, si una persona ha de obtener el acceso a Dios, tendrá que ser siempre Dios el Que lo conceda, y la persona quien lo reciba.
(b) Dios es amor; el pecado es, por tanto, un crimen, no contra la ley, sino contra el amor. Ahora bien, es posible hacer reparación por haber quebrantado la ley, pero es imposible hacer reparación por haber quebrantado un corazón. Y el pecado no consiste tanto en quebrantar la ley de Dios como en quebrantar el corazón de Dios. Usemos una analogía cruda e imperfecta.
Supongamos que un conductor descuidado mata a un niño. Es detenido, juzgado, declarado culpable, sentenciado a la cárcel por un tiempo y/o a una multa. Después de pagar la multa y salir de la cárcel, por lo que respecta a la ley, es asunto concluido. Pero es muy diferente en relación con la madre del niño que mató. Nunca podrá hacer compensación ante ella pasando un tiempo en la cárcel y pagando una multa. Lo único que podría restaurar su relación con ella sería un perdón gratuito por parte de ella.
Así es como nos encontramos en relación con Dios. No es contra las leyes de Dios solo contra lo que hemos pecado, sino contra Su corazón. Y por tanto solo un acto de perdón gratuito de la gracia de Dios puede devolvernos a la debida relación con Él.

(ii) Esto quiere decir que las obras no tienen nada que ver con ganar la salvación. No es correcto ni posible apartarse de la enseñanza de Pablo aquí -y sin embargo es aquí donde se apartan algunos a menudo. Pablo pasa a decir que somos creados de nuevo por Dios para buenas obras. Aquí tenemos la paradoja paulina. Todas las buenas obras del mundo no pueden restaurar nuestra relación con Dios; pero algo muy serio le pasaría al cristiano si no produjera buenas obras.
No hay nada misterioso en esto. Se trata sencillamente de una ley inevitable del amor. Si alguien nos ama de veras, sabemos que no merecemos ni podemos merecer ese amor. Pero al mismo tiempo tenemos la profunda convicción de que debemos hacer todo lo posible para ser dignos de ese amor.
Así sucede en nuestra relación con Dios. Las buenas obras no pueden ganarnos nunca la salvación; pero habría algo que no funcionaría como es debido en nuestro cristianismo si la salvación no se manifestara en buenas obras.
Como decía Lutero, recibimos la salvación por la fe sin aportar obras; pero la fe que salva va siempre seguida de obras. No es que nuestras buenas obras dejen a Dios en deuda con nosotros, y Le obliguen a concedernos la salvación; la verdad es más bien que el amor de Dios nos mueve a tratar de corresponder toda nuestra vida a ese amor esforzándonos por ser dignos de él.
Sabemos lo que Dios quiere que hagamos; nos ha preparado de antemano la clase de vida que quiere que vivamos, y nos lo ha dicho en Su Libro y por medio de Su Hijo. Nosotros no podemos ganarnos el amor de Dios; pero podemos y debemos mostrarle que Le estamos sinceramente agradecidos, tratando de todo corazón de vivir la clase de vida que produzca gozo al corazón de Dios.

«...y con Él nos resucitó y con Él nos sentó en los lugares celestiales, en Cristo Jesús». Podíamos parafrasear este versículo d este modo: “Seremos resucitados juntamente con Cristo a una vida en la nueva creación, y podemos hablar de eso como si fuera algo ya logrado porque, primero, el hecho decisivo de la resurrección del Hombre representativo, Jesús, ya sucedió, y segundo, ya comenzamos a participar de algunos aspectos de esa vida en la nueva creación en nuestra actual unión con él.”
 Tres «nos» que encontramos en los versículos 5 y 6 señalan nuestra unión con Cristo: 1) en su resurrección; 2) en su ascensión; y 3) en su papel actual a la diestra de Dios. Desde este lugar de compañerismo,Él nos concede que participemos en las obras del poder de su reino.
Debido a la resurrección de Cristo, sabemos que nuestros cuerpos también resucitarán (1Co 15:2-23) y que ya se nos ha dado el poder para vivir ahora la vida cristiana (1Co 1:19). Estas ideas se hallan combinadas en la imagen de Pablo cuando habla de estar sentado con Cristo en "lugares celestiales" . Nuestra vida eterna con Cristo es cierta, porque estamos unidos en su poderosa victoria.
 He aquí una audaz e inaudita visión de la realidad cristiana, de la que hemos tenido ya ocasión de hablar. Nuestra cabeza está elevada sobre todos los cielos a la derecha del Padre, nuestra cabeza, cuyos miembros somos nosotros y que con ella formamos un cuerpo, aún más un hombre (Gálatas 3:28). En ella también hemos sido glorificados. Hay algo que nos separa de esta realidad fundamental, siendo así que nuestra efectiva participación en la gloria de Dios es todavía una mera esperanza; pero tenemos la garantía del Espíritu Santo, poseído ya por nosotros, y que es la «prenda de nuestra herencia». Esto, para la fe de Pablo, quiere decir ser cristiano.
Pablo alude tres veces a esta idea: el último objetivo de la actuación de Dios no puede reposar en el hombre, sino que es «alabanza de la gloria de su gracia». Igualmente aquí en toda misericordia, en todo amor, el último objetivo sólo puede ser la gloria de Dios. Durante toda la eternidad se reconocerá y glorificará, con admiración siempre nueva, la inconmensurabilidad de su gracia, manifestada en la bondad que nos ha mostrado «en el Amado».


 ¡Maranatha! ¡Sí, ven Señor Jesús!

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