Efesios 2; 1-7
1 Y
a vosotros, que estabais muertos por vuestras culpas y pecados, 2 en los que a
la sazón caminabais según el eón de este mundo, según el príncipe de la
potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la
desobediencia... 3 Entre los cuales también nosotros todos vivíamos entonces
según las concupiscencias de nuestra carne; cumplíamos los deseos de la carne y
de los impulsos y éramos, por naturaleza, hijos de ira exactamente como los otros.
4 Pero Dios, que es rico en misericordia, por el mucho amor con que nos amó, 5
y muertos como estábamos por nuestros pecados, nos ha vivificado con Cristo
-por gracia habéis sido salvados-,6 y con Él nos resucitó, y con Él nos sentó
en los lugares celestiales con Cristo Jesús 7 para mostrar en los siglos
venideros la extraordinaria riqueza de su gracia por su bondad hacia nosotros
en Cristo Jesús.
Según Pablo la humanidad se divide en dos
grupos, por muy desiguales que sean en número y magnitud: judíos y gentiles. No
se trata de un nacionalismo de vía estrecha, en el que hubiera caído el judío
Pablo. Es Dios el que ve así a la humanidad, Dios para quien no cuenta el
número y la masa. Por su elección especial y por el misterio de su misión este
pequeño pueblo escogido por Dios sirve de contrapeso al mundo pagano, por
innumerables que sean sus pueblos. Esta división fundamental sirve de base a
Pablo para diferenciar a judíos y gentiles.
Pero, mientras en la carta a
los Romanos, Pablo describe minuciosamente el estado de pecado entre gentiles y
judíos, aquí se contenta con destacar en ambos el fundamento y la fuente de su
antigua esclavitud respecto al pecado.
Pablo
había empezado diciendo que nos encontrábamos en una condición de muerte
espiritual en pecados y transgresiones; ahora dice que Dios, en Su amor y
misericordia, nos ha dado la vida en Jesucristo. ¿Qué quiere decir exactamente
con eso? Ya vimos que estaban implicadas tres cosas en estar muertos en pecados
y transgresiones. Jesús tiene algo que hacer con cada una de estas cosas.
(i)
Ya hemos visto que el pecado mata la inocencia. Ni siquiera Jesús puede
devolverle a una persona la inocencia que ha perdido, porque ni siquiera Jesús
puede atrasar el reloj; pero lo que sí puede hacer Jesús, y lo hace, es
librarnos del sentimiento de culpabilidad que conlleva necesariamente la
pérdida de la inocencia.
Lo
primero que hace el pecado es producir un sentimiento de alejamiento de Dios.
Cuando una persona se da cuenta de que ha pecado, se siente oprimida por un
sentimiento de que no debe aventurarse a acercarse a Dios. Cuando Isaías tuvo
la visión de Dios, su primera reacción fue decir: «¡Ay de mí, que estoy
perdido! Porque soy un hombre de labios inmundos, y vivo entre personas que
tienen los labios inmundos» Isaías 6:5).
Y cuando Pedro se dio cuenta de Quién era Jesús, su primera reacción fue:
«¡Apártate de mí, porque yo soy un hombre pecador, oh Señor!» (Lucas 5:8).
Jesús empieza por quitar ese sentimiento de
alejamiento.
Él vino para decirnos que, estemos como estemos,
tenemos la puerta abierta a la presencia de Dios. Supongamos que hubiera un
hijo que hubiera hecho algo vergonzoso, y luego hubiera huido porque estaba
seguro de que no tenía sentido volver a casa, porque la puerta estaría cerrada
para él. Y entonces, supongamos que alguien le trae la noticia de que la puerta
la tiene abierta, y le espera una bienvenida cálida en casa. ¡Qué diferentes
haría las cosas esa noticia! Esa es la clase de noticia que nos ha traído
Jesús. Él vino para quitar el sentimiento de alejamiento y de culpabilidad,
diciéndonos que Dios nos quiere tal como somos.
(ii) Ya vimos que el pecado mata los ideales por
los que viven las personas. Jesús despierta el ideal en el corazón
humano. Cristo nos da la gloria.
La gracia de Jesucristo
enciende de nuevo los ideales que habían extinguido las caídas sucesivas en
pecado. Y al encenderse de nuevo, la vida se convierte otra vez en una
escalada.
(iii)
Por encima de otras cosas, Jesucristo aviva y restaura la voluntad
perdida. Ya vimos que el efecto mortífero del pecado es que destruía
lento pero seguro la voluntad de la persona, y que la indulgencia que había
empezado por un placer se había convertido en una necesidad. Jesús crea
otra vez la voluntad.
Eso
es de hecho lo que hace siempre el amor. El resultado de un gran amor es
siempre purificador. Cuando uno se enamora de veras, el amor le impulsa a la
bondad. Su amor al ser amado es tan fuerte que quebranta su antiguo amor al
pecado.
Eso
es lo que Cristo hace por nosotros. Cuando Le amamos a Él, ese amor recrea y
restaura nuestra voluntad hacia la bondad.
Los étnicos cristianos
estaban en otro tiempo al servicio de poderes enemigos de Dios. Eran, por
decirlo así, ciudadanos pleno iure en el reino del príncipe de este mundo,
instrumentos arbitrarios de su odio profundo hacia Dios, aspecto éste del
pecado que, a pesar de olvidarse frecuentemente, merecería una reflexión muy
seria.
Con un lenguaje, para
nosotros desacostumbrado y condicionado por la época, se dice aquí de Satán que
actúa en el eón de este mundo. La palabra «eón» tiene muchas significaciones:
eternidad, época histórica, espacio histórico, espacio aéreo. Aquí hay que
suponer una significación especial, que no podemos explicar con plena
seguridad. Con esta palabra se indica algo que nosotros llamaríamos, de manera
muy imperfecta, el espíritu del tiempo; pues en el concepto «eón» se contenía,
para el mundo de los destinatarios de la carta, algo de eterno, personal e
incluso divino. Cuando aquí se trata del eón del mundo o, más bien, del mundo
como eón, no es el mundo como realidad visible, ni tampoco se insinúa una
especial significación o perspectiva del universo. Es un uso, totalmente
particular, de la palabra «mundo», considerado como un ser soberano por sí
mismo, que se basta a sí mismo y que, por ello, prácticamente se enfrenta con
Dios. «Eón de este mundo» quería, por tanto, decir: un poder satánico y
antidivino que empuja a considerar al mundo como Dios y a adoptar ante él la
actitud consiguiente.
Por debajo de Dios está
realmente, como fuerza propiamente impulsora, Satán, «el príncipe de la
potestad del aire». El aire (incluso el cielo), concebido como la zona inferior
de la atmósfera, era considerado como la zona residencial de los malos
espíritus. Esta situación «elevada» los coloca en una actitud superior, y, en
su calidad de invisibles e inalcanzables, los hace doblemente peligrosos.
Tienen un señor que manda sobre ellos. Es Satán. Podemos podar esta concepción
del follaje mítico de la época, y nos encontramos ante una gran verdad: Dios
tiene en Satán un adversario (aunque en plano inferior), y este adversario
tiene poder en el mundo, y en la guerra entre Dios y Satán se trata
precisamente de los hombres.
Todavía queda una tercera
denominación: «del espíritu que actúa ahora entre los hijos de la
desobediencia...» Es el mismo Satán, aunque no deja de ser extraño que, por las
exigencias gramaticales, haya que igualarlo con el aire, de cuyo dominio se
venía hablando. El príncipe de este mundo domina y define el aire, es decir, la
atmósfera en que los hombres viven.
Esta atmósfera es su arma
eficaz y peligrosa, y sabe muy bien servirse de ella. Es el aire, al que los
«hijos de la rebelión» se entregan incondicionalmente. Es el aire, en el que la
cristiandad de origen pagano tiene que vivir. Es esa atmósfera, con la que el
«príncipe de este mundo» presenta al hombre la realidad como eón, como algo
soberano que sólo obedece a su propio mecanismo de leyes y viene finalmente a
reemplazar al mismo Dios. El hombre, que incurre en ello, se pone como fin y
meta de su vida a este mundo satánico, así entendido. Introduce el pecado y el
mal en su propio corazón, que llegan a tomar incremento y a poner un dique al
primitivo impulso del hombre hacia el bien.
Y así al final viene éste a
convertirse en esclavo del príncipe de las tinieblas y cosecha la muerte («que
estabais muertos por vuestras culpas y pecados»). Éste es el pasado tenebroso
que los étnico cristianos no deberían olvidar; el oscuro subsuelo, sobre el que
puede proyectarse la luz de la salvación con redoblada fuerza, fuente de una
duradera y siempre renovada alegría y de un agradecimiento desbordante.
Otra vez vuelve el Apóstol a
la raíz del pecado. Pero aquí, como se trata de los que antes eran judíos, no
predomina la perspectiva del engaño seductor del mundo y de los poderes
satánicos que se sirven de aquél. Pues el judío conoce los caminos de Dios,
conoce su voluntad expresada en la ley. Más bien sucumbe a las fuerzas
subsidiarias, que para el mundo y Satán representan las tendencias íntimas del
hombre, y que aquí se llaman «las concupiscencias de nuestra carne».
Pero para Pablo el concepto
«carne» tiene mayor extensión de lo que nosotros a primera vista entendemos,
cuando hablamos de los pecados de la carne. Carne es para san Pablo todo el
hombre, en cuanto que -abandonado a sus propias fuerzas-, como hijo y heredero
del primer padre caído, «está inclinado al mal desde su juventud» (Génesis 6:5). ¿Dónde está la debilidad
radical de este hombre? Sencillamente en que, por su propio natural, no es
consciente de su absoluta e impensable dependencia de Dios. Y así tiene siempre
la tentación de convertir al propio yo en medida, instrumento y meta de todo su
pensar, su querer y su hacer. Por eso podemos definir la «carne» en sentido
paulino como el egoísmo natural del hombre caído. Y siendo esta adhesión al yo
la infraestructura de todo pecado, será bienvenido todo lo que nos pueda ayudar
a buscar sólo a Dios y a Cristo y a servirlos en nuestra vida.
«...por naturaleza, hijos-de-ira»
significa aquí claramente la imposibilidad natural de evitar el pecado y
escapar a la ira de Dios con las solas fuerzas de la naturaleza caída. Y si,
siguiendo más adelante, nos preguntamos cómo se ha llegado a este «estado
natural», tendríamos que recurrir a la doctrina del pecado original. En una
palabra, gentiles y judíos, toda la humanidad, están sin salvación bajo el
dominio del pecado.
Pero ¿es correcta esta
descripción? Prescindiendo de la María, ¿no nos da la Escritura testimonio de
la vida de una Isabel, de un Zacarías, de un Juan Bautista? Y el mismo Pablo
¿no escribe sinceramente que, cuando era fariseo, vivía «irreprensible» en la
observancia de la ley divina (Filipenses 3:6)? ¿Cómo considera ahora a todos las demás hijos de ira, que han vivido
«según las concupiscencias de la carne»? La respuesta es ésta: aquí, como más
expresamente en la carta a los Romanos, parece como si Pablo, para probar la
universalidad del pecado humano, sacara un argumento de la experiencia y de la
historia. Pero un «argumento» así no es naturalmente posible, y en el fondo
Pablo no se demora mucho en ello. Él parte siempre de la revelación. Por ella
sabe que sólo en Cristo Jesús está la salvación para todos. No hay ningún
camino, fuera de él, que lleve a la salvación. Por eso concluye lógicamente:
luego todos están necesitados de redención, luego «todos han pecado y están
privados de la gloria de Dios». Esta es la verdad revelada que Pablo aquí -y
mucho más en la carta a los Romanos- amplía retóricamente, al describir a todos
como esclavos del pecado. Aquí, como muchas veces en la Sagrada Escritura, hay
que distinguir entre la verdad que el escritor quiere expresar, y la manera
como lo hace. Pablo ha señalado el fondo tenebroso. Esto lo hace adrede. Cree
que es muy importante que a sus fieles les quede muy grabada en la conciencia
su situación inicial, una situación humanamente sin perspectiva. Y es muy
comprensible: sin conciencia de pecado no hay necesidad de salvación, sin
necesidad de salvación no hay alegría de redención, sin alegría de redención no
hay verdaderamente un alegre mensaje. Si con nuestra palabra y nuestra vida no
traemos a los hombres alegría, paz, felicidad, le falta entonces a nuestro
cristianismo y a nuestro mensaje fuerza de penetración.
Esto explica por qué san
Pablo insiste tanto en nuestra situación inicial, humanamente hablando,
desesperada; y esto con razón tanto mayor cuanto que anteriormente ha hablado
con entusiasmo de las vicisitudes del gran don que Dios nos ha hecho en
Jesucristo.
La situación inicial de
paganos y judíos ha quedado descrita: perdición sin remedio. Ahora viene el
viraje repentino: «Pero Dios...»: sí, sólo él puede aquí ayudarnos y lo ha
hecho realmente. Pero téngase en cuenta cómo cada palabra del Apóstol subraya
el carácter marcadamente gratuito de esta intervención divina: «Dios, que es
rico en misericordia», «por el mucho amor», «muertos como estábamos». No es
ésta simplemente una muerte que consiste en la falta de vida; sino una muerte
que consiste en la separación de Dios, en la enemistad con él. Es la misma idea
expuesta en la carta a los Romanos: «Dios nos demuestra su amor en el hecho de
que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores... Cuando aún éramos
sus enemigos, nos ha reconciliado por la muerte de su Hijo» (Rm 5; 8).
A decir verdad, en nosotros
no había nada que pudiera «estimular» el amor de Dios. Pero así es precisamente
el amor de Dios: no necesita, como el amor humano, el aliciente de la
amabilidad del objeto. El amor de Dios crea la amabilidad de su objeto. Uno no
es amado por Dios porque sea amable, sino que es amable porque es amado por
Dios.
«Nos ha vivificado con
Cristo». Al pronunciar estas palabras, de tal manera se apretujan en la mente
de Pablo las impensables hazañas de Dios (encarnación, crucifixión,
resurrección y el bautismo cristiano como participación de todo esto), que
llega como a perder el hilo de su pensamiento. Tiene que interrumpirse (cosa en
él frecuente), pero aquí con una llamada de atención incidental (cosa en él muy
rara): lo que bulle en su interior pugna por salir fuera, y no puede menos que
sacudir la atención de sus lectores, para empujarlos hacia el objetivo, en que
para él descansa todo: «por gracia habéis sido salvados».
«Salvados». Hay que haberlo
vivido. Hay que haber sido literalmente arrancado de una muerte segura, para
comprender en la más íntima fibra del propio ser lo que significa «salvado»,
aun cuando no fuera más que en esta pobre y corta existencia terrena. Si
queremos que la Palabra de Dios se convierta para nosotros en una vivencia,
hemos de intentar bucear en la escuela de las experiencias de la vida, con las
que los conceptos descarnados e incoloros adquirirán una nueva luz. Éste es el
caso de la vivencia de la propia salvación. La vida está llena de parábolas, y
Jesús con su lenguaje parabólico nos ha enseñado a valorar la vida de cada día
a la luz del mensaje de Dios.
Esto por lo que se refiere a
la expresión «salvados». Pero el énfasis particular de la llamada incidental
del Apóstol no está ahí, sino en la expresión «por gracia». Esto es lo que
preocupa a Pablo en primer plano. Es el pensamiento fundamental y orientador de
su ya larga lucha por un Evangelio liberado de la ley.
Pablo
cierra este pasaje con una gran exposición de aquella paradoja que siempre
subyace en el corazón de esta visión del Evangelio. Esta paradoja tiene dos
caras.
(i)
Pablo insiste en que es por gracia como somos salvos. No hemos ganado la
salvación ni la podríamos haber ganado de ninguna manera. Es una donación de
Dios, y nosotros no tenemos que hacer más que aceptarla. El punto de vista de
Pablo es innegablemente cierto. Y esto por dos razones:
(a) Dios es la suprema perfección; y por tanto, solo lo perfecto es
suficientemente bueno para él. Los seres humanos, por naturaleza, no podemos
añadir perfección a Dios; así que, si una persona ha de obtener el acceso a
Dios, tendrá que ser siempre Dios el Que lo conceda, y la persona quien lo
reciba.
(b) Dios es amor; el pecado es, por tanto, un crimen, no contra la
ley, sino contra el amor. Ahora bien, es posible hacer reparación por haber
quebrantado la ley, pero es imposible hacer reparación por haber quebrantado un
corazón. Y el pecado no consiste tanto en quebrantar la ley de Dios como en
quebrantar el corazón de Dios. Usemos una analogía cruda e imperfecta.
Supongamos
que un conductor descuidado mata a un niño. Es detenido, juzgado, declarado
culpable, sentenciado a la cárcel por un tiempo y/o a una multa. Después de
pagar la multa y salir de la cárcel, por lo que respecta a la ley, es asunto
concluido. Pero es muy diferente en relación con la madre del niño que mató.
Nunca podrá hacer compensación ante ella pasando un tiempo en la cárcel y
pagando una multa. Lo único que podría restaurar su relación con ella sería un
perdón gratuito por parte de ella.
Así
es como nos encontramos en relación con Dios. No es contra las leyes de Dios
solo contra lo que hemos pecado, sino contra Su corazón. Y por tanto solo un
acto de perdón gratuito de la gracia de Dios puede devolvernos a la debida
relación con Él.
(ii)
Esto quiere decir que las obras no tienen nada que ver con ganar la salvación.
No es correcto ni posible apartarse de la enseñanza de Pablo aquí -y sin
embargo es aquí donde se apartan algunos a menudo. Pablo pasa a decir que somos
creados de nuevo por Dios para buenas obras. Aquí tenemos la paradoja paulina.
Todas las buenas obras del mundo no pueden restaurar nuestra relación con Dios;
pero algo muy serio le pasaría al cristiano si no produjera buenas obras.
No
hay nada misterioso en esto. Se trata sencillamente de una ley inevitable del
amor. Si alguien nos ama de veras, sabemos que no merecemos ni podemos merecer
ese amor. Pero al mismo tiempo tenemos la profunda convicción de que debemos
hacer todo lo posible para ser dignos de ese amor.
Así
sucede en nuestra relación con Dios. Las buenas obras no pueden ganarnos nunca
la salvación; pero habría algo que no funcionaría como es debido en nuestro
cristianismo si la salvación no se manifestara en buenas obras.
Como
decía Lutero, recibimos la salvación por la fe sin aportar obras; pero la fe
que salva va siempre seguida de obras. No es que nuestras buenas obras dejen a
Dios en deuda con nosotros, y Le obliguen a concedernos la salvación; la verdad
es más bien que el amor de Dios nos mueve a tratar de corresponder toda nuestra
vida a ese amor esforzándonos por ser dignos de él.
Sabemos
lo que Dios quiere que hagamos; nos ha preparado de antemano la clase de vida
que quiere que vivamos, y nos lo ha dicho en Su Libro y por medio de Su Hijo.
Nosotros no podemos ganarnos el amor de Dios; pero podemos y debemos mostrarle
que Le estamos sinceramente agradecidos, tratando de todo corazón de vivir la
clase de vida que produzca gozo al corazón de Dios.
«...y con Él nos resucitó y
con Él nos sentó en los lugares celestiales, en Cristo Jesús». Podíamos
parafrasear este versículo d este modo: “Seremos resucitados juntamente con
Cristo a una vida en la nueva creación, y podemos hablar de eso como si fuera
algo ya logrado porque, primero, el hecho decisivo de la resurrección del
Hombre representativo, Jesús, ya sucedió, y segundo, ya comenzamos a participar
de algunos aspectos de esa vida en la nueva creación en nuestra actual unión
con él.”
Tres «nos» que
encontramos en los versículos 5 y 6 señalan nuestra unión con Cristo: 1) en su
resurrección; 2) en su ascensión; y 3) en su papel actual a la diestra de Dios.
Desde este lugar de compañerismo,Él nos concede que participemos en las obras
del poder de su reino.
Debido a la resurrección de
Cristo, sabemos que nuestros cuerpos también resucitarán (1Co 15:2-23) y que ya se nos ha dado el
poder para vivir ahora la vida cristiana (1Co 1:19). Estas ideas se hallan combinadas en la imagen de Pablo cuando
habla de estar sentado con Cristo en "lugares celestiales" . Nuestra
vida eterna con Cristo es cierta, porque estamos unidos en su poderosa
victoria.
He aquí una audaz e
inaudita visión de la realidad cristiana, de la que hemos tenido ya ocasión de
hablar. Nuestra cabeza está elevada sobre todos los cielos a la derecha del
Padre, nuestra cabeza, cuyos miembros somos nosotros y que con ella formamos un
cuerpo, aún más un hombre (Gálatas 3:28). En ella también hemos sido glorificados. Hay algo que nos
separa de esta realidad fundamental, siendo así que nuestra efectiva
participación en la gloria de Dios es todavía una mera esperanza; pero tenemos
la garantía del Espíritu Santo, poseído ya por nosotros, y que es la «prenda de
nuestra herencia». Esto, para la fe de Pablo, quiere decir ser cristiano.
Pablo alude tres veces a esta
idea: el último objetivo de la actuación de Dios no puede reposar en el hombre,
sino que es «alabanza de la gloria de su gracia». Igualmente aquí en toda
misericordia, en todo amor, el último objetivo sólo puede ser la gloria de
Dios. Durante toda la eternidad se reconocerá y glorificará, con admiración
siempre nueva, la inconmensurabilidad de su gracia, manifestada en la bondad
que nos ha mostrado «en el Amado».
¡Maranatha! ¡Sí, ven Señor
Jesús!
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