Marcos 3; 13
Después subió al monte, y llamó a sí a los que él quiso;
y vinieron a él.
Antes de seleccionar a sus doce apóstoles
(para ser enviados como embajadores, 2Co_5:20), Jesús pasó la noche en oración.
De entre muchos discípulos escogió a doce (Luc_6:13). Su selección no dependía
de ellos, aparte de ser sus discípulos, sino solamente conforme a lo que Jesús
“quiso”.
Es
significativo que el Cristianismo empezó con un grupito. La fe cristiana es
algo que estaba diseñado desde el principio que se había de descubrir y vivir
en compañía. La esencia de la manera de vivir de los fariseos era que separaba
a los hombres de su entorno. El mismo nombre de fariseo quiere decir separado;
la esencia del Cristianismo es que vincula a cada uno con sus
semejantes, y le presenta la tarea de vivir en compañía con los demás.
Además, el Cristianismo empezó con un grupo muy
heterogéneo. En él se encontraban los dos extremos: Mateo era cobrador de contribuciones,
y por tanto un marginado; era un renegado y un traidor a sus compatriotas; y
Simón el Cananeo, al que Lucas llama correctamente el Celota; y los celotas
eran una pandilla de nacionalistas ardientes y violentos que se comprometían
hasta a cometer crímenes y asesinatos para librar a su país del yugo
extranjero. El hombre que había perdido totalmente el sentido de patriotismo y
el patriota fanático estaban juntos en aquel grupo, y sin duda habría entre
aquellos dos extremos toda clase de trasfondos y opiniones. El Cristianismo
empezó insistiendo en que las personas más diferentes deben vivir juntas, y
ofreciéndoles la oportunidad de hacerlo conviviendo con Jesús. A juzgar por los
baremos del mundo, los hombres que escogió Jesús no tenían ninguna cualificación
especial. No eran ricos, ni tenían una posición social especial, ni tenían una
cultura elevada, ni tenían preparación teológica, ni tenían una posición
elevada en la iglesia. Eran doce personas normales y corrientes. Pero sí tenían dos cualificaciones
especiales. La primera: habían sentido la atracción magnética de Jesús. Había
algo en Él que les había hecho querer tenerle por Maestro. Y la segunda: tenían
el coraje de mostrar que estaban de Su parte. No nos equivoquemos: aquello
requería coraje. Ahí estaba Jesús, pasando tranquilamente por alto normas y
reglas; ahí estaba Jesús siguiendo un camino que conducía inevitablemente a una
colisión con los líderes ortodoxos; ahí estaba Jesús, ya marcado como pecador y
como hereje; y sin embargo tuvieron el coraje de asociarse con Él. Ningún grupo
de hombres lo arriesgó todo nunca antes ni después a una esperanza trasnochada
como aquellos galileos, y ninguna banda de hombres lo hizo ni lo haría nunca
jamás con los ojos más abiertos que ellos. Aquellos Doce tenían toda clase de
faltas; pero dijérase lo que se dijera de ellos, amaban a Jesús y no tenían
miedo de decirle al mundo que Le amaban -y eso es ser cristianos.
Jesús los eligió con dos propósitos. Primero, los
eligió para que estuvieran con Él;
los eligió para que fueran Sus constantes y fieles compañeros. Otros podrían ir
y venir; la multitud podría estar allí un día y no al siguiente; otros puede
que fluctuaran y cambiaran en su relación con Él; pero estos Doce habían de
identificar sus vidas con Su vida y vivir con Él todo el tiempo. Segundo, los
eligió para enviarlos. Quería
que fueran Sus representantes; que le hablaran a otros de Él. Ellos mismos
habían sido ganados para que pudieran ganar a otros.
Para la tarea, Jesús los equipó
con dos cosas. En primer lugar, les dio un
mensaje. Habían de ser Sus heraldos. Un sabio dijo una vez que nadie
tiene ningún derecho a ser maestro; a menos que tenga una enseñanza propia que
ofrecer, o la enseñanza de otro que desee apasionadamente propagar. La gente
siempre escuchará al que tenga un mensaje. Jesús les dio a Sus amigos algo que
decir. Segundo, les dio un poder. También
habrían de echar demonios. Porque estaban en Su compañía, algo de Su poder se
reflejaba en sus vidas.
Si queremos aprender lo que es
el discipulado, haremos bien en fijarnos en estos primeros discípulos.
Juan 15; 9
Como el Padre me
ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor.
En todo Jesús nos ha dejado un ejemplo perfecto. Lo que El requiere de
sus discípulos (guardar sus mandamientos) es lo que El mismo practicaba
(guardaba los mandamientos del Padre). A través de los escritos de Juan es
obvio que el amar equivale a llevar una vida obediente.
El
secreto de la vida de Jesús era Su constante contacto con Dios; con frecuencia
se retiraba a algún lugar solitario a encontrarse con Él. Debemos mantenernos
en contacto con Jesús. No podremos hacerlo a menos que nos lo propongamos. Por
ejemplo: orar por las mañanas, aunque sea sólo un momento, es tomar un
antiséptico que nos dura todo el día: porque no podemos salir de la presencia
de Cristo a tocar cosas malas. Para unos pocos de nosotros, permanecer en
Cristo será una experiencia mística que no se podrá expresar con palabras. Para
la mayor parte de nosotros, será un constante contacto con Él. Querrá decir
organizar la vida, y la oración, y el silencio, de tal manera que no haya nunca
un día que nos olvidemos de Él.
Por
último, fijémonos en que aquí se establecen dos cosas acerca del buen discípulo.
Primera, que enriquece su propia vida; su contacto con Jesús le hace
fructífero. Segunda, que da gloria a Dios. El ver una vida así hace que la
gente piense en Dios. Dios es glorificado cuando llevamos mucho fruto y nos
mostramos discípulos de Jesús. La mayor gloria de los cristianos es dar gloria
a Dios con nuestra vida y conducta.
¡Maranata!¡Ven pronto mi Señor Jesús!
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