Capítulo 9; 46-48
9:46
Entonces entraron en discusión sobre quién de ellos sería el mayor.
9:47 Y
Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones, tomó a un niño y lo puso
junto a sí,
9:48 y
les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y
cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más
pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande.
Mientras los Doce siguieran pensando que el Reino de Jesús era de este
mundo, era inevitable que se disputaran los puestos más altos. Jesús sabía lo que estaban
pensando. Tomó a un chiquillo y le puso a su lado; es decir, en el lugar de
máximo honor. Seguidamente les dijo que el que recibiera a un chiquillo, le
recibía a Él, y el que le recibía a Él, recibía a Dios. ¿Qué quería decir? Los
Doce eran los lugartenientes de Jesús; pero ese chico no ocupaba ninguna
posición oficial. Jesús estaba diciendo: «Si estáis dispuestos a pasaros la
vida sirviendo, ayudando y amando a personas que a los ojos del mundo no tienen
ninguna importancia, estáis sirviéndome a mí y a Dios. Si estáis dispuestos a
pasaros la vida haciendo cosas que parece que no tienen ninguna importancia,
sin proponeros ser lo que el mundo llama grande, seréis grandes a los ojos de
Dios.»
Estos versículos contienen amonestaciones muy
importantes, respecto de dos males muy comunes en la iglesia de Cristo. Jesús
que las hizo sabía bien lo que pasa en
el corazón del hombre. ¡Bueno hubiera sido que la iglesia de Cristo hubiera
dado más atención a las palabras de su Fundador!
El
Señor Jesús nos previene contra el
orgullo y la presunción.
Se nos dice que "entraron en disputa (los discípulos) cuál de ellos sería
el mayor." Extraordinario como
puede parecer, pequeña junta de pescadores y publícanos no estaba exenta del
egoísmo y de la ambición. Llenos de la falsa
idea de que el reino de nuestro Señor había de venir inmediatamente,
estaban prontos a disputar acerca del lugar y de la posición que en él
ocuparían. Cada uno creía que su
petición era la más justa. Cada uno creía que sus propios merecimientos y sus
propias prerrogativas no podían dudarse. Cada uno creía que cualquiera que fuese el puesto que se
asignase a sus hermanos, el principal debía asignársele a él. Y todo esto
acontecía cuando estaban en compañía del
mismo Cristo, y bajo la luz meridiana de Su enseñanza. ¡Tal es el
corazón del hombre!
Hay algo sumamente instructivo en este hecho.
Debe penetrar profundamente en el corazón de todo lector cristiano. De todos los pecados no hay
ninguno contra el cual tenemos tanta
necesidad de vigilar y orar, como el del orgullo. Es "pestilencia
que anda oscuridad y mortandad que destruye al mediodía." Ningún pecado está tan profundamente
arraigado en nuestro corazón, y sus raíces nunca se secan completamente: en
cualquiera oportunidad reviven y
muestran un vigor pernicioso. Ningún pecado es tan engañoso y falaz: a
veces se reviste del traje de la misma humildad. Puede albergarse en el corazón
del ignorante, del destituido de
talento, y del pobre, lo mismo que en el pecho del grande, del erudito y del
rico. Es un dicho harto extraño y familiar, pero también muy verdadero, que ningún papa ha
recibido jamás tantos honores como el papa que se denomina el "Yo."
Que una de nuestras súplicas diarias sea
que Dios nos conceda humildad y sencillez infantil. De todas las
criaturas ninguna tiene poca razón para tener orgullo como el hombre, y de
todos los hombres ninguno debe ser tan humilde
como el cristiano. ¿Confesamos ser "miserables pecadores," deudores
de gracia y misericordia cada día? ¿Somos
discípulos de Jesús, que "era manso y humilde de corazón," y
"se despojó a sí mismo" por amor nuestro? Entonces que nos anime el
mismo espíritu que animó a Cristo Jesús.
Desechemos todo pensamiento altivo y toda presunción. En humildad de corazón, estimemos a los demás más que a nosotros
mismos.
Estemos dispuestos, en todas ocasiones, a
ocupar el lugar más humilde, y hagamos que las palabras de nuestro Señor
resuenen continuamente en nuestros
oídos: "El que fuere el menor entre todos vosotros, este será el
grande.
Hay muchos que están dispuestos a prestar
servicios por razones falsas y se ponen en evidencia:
(i) Por
el deseo de prestigio. A. J. Cronin habla de cierta enfermera que conoció
cuando era médico rural. Aquella mujer llevaba veinte años al servicio de un
distrito de quince kilómetros a la redonda, ella sola. «A mí me admiraba su
paciencia, su resistencia y su alegría. Nunca estaba demasiado cansada para
levantarse a media noche cuando tenía una llamada urgente. Ganaba el sueldo
base, y una noche, a las tantas, después de un día especialmente agobiado, me
atreví a preguntarle por qué no pedía que la pagaran más, porque Dios sabía que
se lo merecía. Y me contestó que si Dios sabía que se lo merecía, eso era lo
único que le importaba a ella.» No trabajaba para los hombres, sino para Dios;
y cuando trabajamos para Dios, el
prestigio es lo último que se nos ocurrirá pensar, porque sabemos que Él se
lo merece todo.
(ii) Por
el deseo de una posición. Si se le da a una persona una tarea o una
posición o un puesto en la iglesia, debe considerarlo, no como un honor, sino
como una responsabilidad. Hay quienes sirven en la iglesia, no pensando
realmente en aquellos a los que sirven, sino en sí mismos. A cierto primer
ministro inglés le estaban felicitando por su elección, y dijo: «Lo que
necesito no son vuestras felicitaciones, sino vuestras oraciones.» El ser elegido para un cargo es serlo para
un servicio, no para un honor.
(iii) Por
el deseo de prominencia. Muchas personas están dispuestas a servir o a dar
siempre que se les reconozca el servicio o la generosidad. Las instrucciones de
Jesús son que no debemos dejar que nuestra mano izquierda sepa lo que hace la
derecha. Si damos o hacemos algo sólo para recibir algo para nosotros, eso no
tiene ninguna gracia (Lucas_6:32-34 32 Porque si amáis a los que os aman, ¿qué
mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman. 33 Y si hacéis bien a los que os hacen bien,
¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores hacen lo mismo. 34 Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis
recibir, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores prestan a los pecadores,
para recibir otro tanto.)
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