Capítulo 9; 28-36
9:28
Aconteció como ocho días después de estas palabras, que tomó a Pedro, a
Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar.
9:29 Y entre tanto
que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y
resplandeciente.
9:30 Y he aquí dos
varones que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías;
9:31 quienes
aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a
cumplir en Jerusalén.
9:32 Y Pedro y los
que estaban con él estaban rendidos de sueño; mas permaneciendo despiertos,
vieron la gloria de Jesús, y a los dos varones que estaban con él.
9:33 Y sucedió que
apartándose ellos de él, Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es para nosotros
que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una
para Elías; no sabiendo lo que decía.
9:34 Mientras él
decía esto, vino una nube que los cubrió; y tuvieron temor al entrar en la
nube.
9:35 Y vino una voz
desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd.
9:36 Y cuando cesó la
voz, Jesús fue hallado solo; y ellos callaron, y por aquellos días no dijeron
nada a nadie de lo que habían visto.
Aquí tenemos otro de los momentos decisivos de
la vida de Jesús en la Tierra. Debemos recordar que estaba a punto de ponerse
en camino hacia Jerusalén y hacia la cruz. Ya hemos estudiado otro momento
decisivo, cuando les preguntó a sus discípulos Quién creían que era Él, a fin
de saber si alguien había descubierto su verdadera identidad. Pero había algo
que Jesús no haría jamás: no daría ni un paso sin la aprobación de Dios. El suceso descrito en estos versículos,
comúnmente llamado "la transfiguración " es uno de los más notables
en la historia de la vida terrenal de nuestro
Señor Jesús. Es uno de aquellos pasajes qua debemos leer siempre con
peculiar gratitud; descorre parte del velo que está extendido sobre el otro
mundo, y aclara algunas verdades muy
profundas de nuestra fe.
En primer lugar, este pasaje nos descubre algo de la gloria que acompañará a Cristo
cuando venga al mundo por segunda vez. Nos dice que "la apariencia
de su rostro cambió, y su vestido se
puso blanco y resplandeciente," y que los discípulos que estaban con él
"vieron su gloria..
No tenemos por qué dudar que en esta visión
maravillosa se tuviera por objeto animar y fortalecer a los discípulos de
nuestro Señor. Acababan de oír hablar de
la cruz y la pasión, y de la abnegación, y los padecimientos a que debían
someterse si querían salvarse; esta vez fueron alentados con la vislumbre de
la "gloria que se seguirían'' y de
la recompensa que recibirían algún día todos los siervos fieles a su Maestro.
Habían entrevisto la hora de la humillación de su Maestro; esta vez contemplaron por unos pocos
minutos una manifestación de su poder futuro.
Animémonos con el pensamiento de que hay
bienes en gran abundancia reservados para todos los verdaderos cristianos, que
recompensarán ampliamente las
aflicciones de esta vida. Ahora es tiempo de llevar la cruz y de
participar de la humillación de nuestro Salvador. La corona, el reino, la
gloria, están aún por venir. Cristo y su
pueblo se hallan ahora, como David en la cueva de Odollan, menospreciados y
desdeñados del mundo. No rodea ni el esplendor ni la opulencia. Mas ya se acerca de la hora, y
pronto ha de llegar, en que Cristo se posesione de su gran poder y reino, y
ponga a todos sus enemigos debajo de sus
pies. Y entonces la gloria que fue vista primero unos pocos minutos por tres
testigos, en el Monte de la Transfiguración, será vista por todo el mundo,
y nunca jamás se ocultará.
En segundo lugar, este pasaje nos enseña que todos los verdaderos creyentes que han
partido de este mundo están en salvo. Se nos dice que cuando nuestro Señor apareció en gloria, Moisés y Elías
fueron vistos con Él de pié y hablando. Moisés había muerto hacia cerca de mil
quinientos años; Elías había sido
arrebatado de la tierra por un torbellino hacía más de novecientos años;
empero estos santos varones fueron vistos vivos en el Monte de la
Transfiguración, ¡y no solamente vivos
sino en gloria! Consolémonos con el
pensamiento glorioso, de que hay una resurrección y una vida venidera. Todo
no se acaba cuando exhalamos el último
suspiro. Está otro mundo más allá de la
sepultura. Y, sobre todo,
consolémonos con saber que entre tanto que llega el día, y empieza la resurrección, el pueblo de Dios
está con Cristo exento de todo peligro. Sin duda, su estado actual es
para nosotros un profundo misterio. ¿En
dónde queda el lugar de su residencia? ¿Qué conocimiento tiene de las
cosas de la tierra? Estas son preguntas que no podemos responder. Pero bástenos saber que Jesús cuida de él, y lo traerá
consigo el último día. Él puso a Moisés y a Elías a vista de sus discípulos en
el Monte de la Transfiguración, y
expondrá a la nuestra a todos los que han muerto en la fe, cuando venga
la Segunda vez. Nuestros hermanos en
Cristo están bien cuidados. No los hemos
perdido; nos han precedido.
En tercer lugar, este pasaje nos enseña que los santos del Antiguo Testamento, que están
en la gloria, toman intenso interés en la muerte expiatoria de Cristo.
Cuando Moisés y Elías se aparecieron en gloria
a nuestro Señor en el Monte de la Transfiguración, hablaron con El; y ¿cuál era
el asunto de su conversación? No tenemos
que formar conjeturas o hacer suposiciones acerca de esto. S. Lucas nos dice
"que hablaron de su salida, la cual había de cumplir en Jerusalén." Ellos sabían el objeto de
esa muerte, y preveían sus resultados; por eso "hablaban" acerca de
ella.
Es error grave suponer que los santos del
Antiguo Testamento no sabían nada tocante al sacrificio que Cristo iba a
consumar por el pecado del mundo. Sus
conocimientos, indudablemente, no eran tan claros como los nuestros.
Ellos veían muy remota e indistintamente las cosas que nosotros vemos como
si estuviesen a la mano. Pero no hay la
prueba más ligera de que algún santo del Antiguo Testamento confiara jamás en
otra satisfacción por el pecado, sino en
la que Dios prometió dar en la persona del Mesías.
Desde
Abel toda la serie ulterior de los antiguos creyentes tenían fe en un
sacrificio prometido, y en una sangre de
poderosa eficacia que aún estaba por ser revelada. Desde el principio del mundo
nunca ha habido sino un centro de esperanza y paz para los pecadores: la muerte del poderoso Mediador
entre Dios y el hombre. Esta es la verdad fundamental de toda la fe revelada.
Fue el asunto de que hablaron Moisés y
Elías cuando se les vio aparecer en gloria.
Cuidemos
de que esta muerte de Cristo sea la base de toda nuestra confianza. Ninguna otra cosa puede darnos consuelo en
la hora de la muerte y en el día del
juicio. Todas nuestras obras son defectuosas e imperfectas. Nuestros pecados
son más numerosos que los cabellos de nuestra cabeza. La muerte que sufrió Cristo por
nuestros pecados, y su resurrección para nuestra justificación, deben ser
nuestra única defensa, si deseamos salvarnos. ¡Feliz el que ha
aprendido a no confiar en sus obras, y a, no gloriarse en ninguna otra cosa que
en la cruz de Cristo! Si los santos que están en la gloria creen de
tal importancia la muerte de Cristo, que
necesariamente han de hablar de ella, ¡cuanto más obligados a hacerlo no están
los pecadores en la tierra!
Finalmente, el pasaje nos enseña la inmensa
superioridad de Jesucristo respecto de todos los demás maestros que Dios ha
dado al hombre. Se nos dice que cuando
Pedro, "no sabiendo lo que se decía," propuso hacer tres
pabellones en el monte, uno para Jesús, otro para Moisés, y otro para Elías,
como si los tres merecieran igual honor,
la propuesta fue censurada al instante de un modo muy notable: Vino una voz de
la nube, que decía: "Este es mi Hijo amado, a él oíd" Esta voz fue la voz de Dios el
Padre, expresando tanto censura, como instrucción. Esta voz proclamaba a los
oídos de Pedro, que sin embargo de lo
grande que fueran Moisés y Elías, tenía delante un Ser mucho más grande
que ellos. Ellos eran meras criaturas: Él era el Hijo del Rey. Ellos no
eran sino estrellas, Él era el Sol.
Ellos no eran sino testigos: Él era la Verdad. Que resuenen siempre en nuestros
oídos esas solemnes palabras Padre, y sean, por
decirlo así, la nota fundamental de nuestra fe.
Honremos a los ministros por amor a su
Maestro: sigámoslos mientras siguen a Cristo; pero que nuestro cuidado principal sea oír la voz de Cristo, y
seguirle a donde quiera que vaya. Hablen algunos, si quieren, de la voz de la
iglesia. Conténtense otros con decir,
"Yo oigo a este predicador, o a ese pastor." Nunca estemos
satisfechos, a menos que el Espíritu afirme en nuestro interior, que oímos al
mismo Cristo, y que ellos son Sus
discípulos.
Hay aquí una frase que me llama la atención. Dice
que los apóstoles, « Y Pedro y los que estaban con él estaban
rendidos de sueño; mas permaneciendo despiertos, vieron la gloria de Jesús.»
(i) En
la vida nos perdemos muchas cosas porque tenemos la mente dormida. Hay
ciertas cosas que nos mantienen espiritualmente dormidos.
(a) Están
los prejuicios. Tenemos las ideas tan fijas que nuestra mente está cerrada.
Nuevas ideas llaman a la puerta, pero estamos tan dormidos que no las dejamos
entrar.
(b) Existe
el letargo mental. Hay muchos que se resisten a la fatigosa lucha del
pensamiento. "No vale la pena vivir -decía Platón- una vida sin examen de
conciencia.» ¿Cuántas veces nosotros pensamos las cosas realmente y a fondo?
(c) Está
el amor a la tranquilidad. Tenemos una especie de mecanismo de defensa que
nos hace cerrar la puerta a todo pensamiento inquietante.
Uno puede drogarse mentalmente hasta el punto
de quedarse mentalmente dormido.
(ii) Pero
hay innumerables cosas en la vida capaces de despertarnos.
(a) Está
el dolor. Una vez dijo Elgar de una joven cantante, que era técnicamente
perfecta, pero sin sentimiento ni expresión: «Será estupenda cuando algo le
rompa el corazón.» A menudo el dolor nos despierta con rudeza; y en ese momento,
a través de las lágrimas, vemos la gloria.
(b) Está
el amor. El poeta Browning escribe de dos personas que se enamoraron. Ella
le miró a él, y él a ella, " y de pronto despertaron a la vida.» El amor
verdadero es un despertar a un horizonte que ni siquiera sospechábamos que
existía.
(c) Está
el sentimiento de necesidad. Uno puede vivir medio dormido por cierto
tiempo la rutina de la vida; pero, de pronto, le asalta un problema totalmente
insoluble, alguna pregunta incontestable, alguna tentación arrolladora, algún
desafío que exige un esfuerzo por encima de nuestras fuerzas; y en ese momento
no nos queda más remedio que clamar al Cielo. Ese sentimiento de necesidad nos
despierta a Dios.
Haremos bien en pedir: " Señor, mantenme
siempre despierto a Ti.»
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