Capítulo 8; 40-48
40 Cuando volvió Jesús, le recibió la multitud
con gozo; porque todos le esperaban.
41 Entonces vino un varón llamado Jairo, que era
principal de la sinagoga, y postrándose a los pies de Jesús, le rogaba que
entrase en su casa;
42 porque tenía una hija única, como de doce
años, que se estaba muriendo. Y mientras iba, la multitud le oprimía.
43 Pero una mujer que padecía de flujo de sangre
desde hacía doce años, y que había gastado en médicos todo cuanto tenía, y por
ninguno había podido ser curada,
44 se le acercó por detrás y tocó el borde de su
manto; y al instante se detuvo el flujo de su sangre.
45 Entonces Jesús dijo: ¿Quién es el que me ha
tocado? Y negando todos, dijo Pedro y los que con él estaban: Maestro, la
multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?
46 Pero Jesús dijo: Alguien me ha tocado; porque
yo he conocido que ha salido poder de mí.
47 Entonces, cuando la mujer vio que no había
quedado oculta, vino temblando, y postrándose a sus pies, le declaró delante de
todo el pueblo por qué causa le había tocado, y cómo al instante había sido
sanada.
48 Y él le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; ve
en paz.
¡Cuánta miseria y aflicción ha traído el
pecado al mundo! El pasaje que hemos acabado de leer nos suministra de esto una
prueba melancólica. Vemos primero a un
angustiado padre en ansiedad penosa por una hija moribunda. Vemos después a una
mujer padeciendo una enfermedad incurable que la había afligido por espacio de doce años; ¡y estos
son males que el pecado ha sembrado con mano pródiga sobre toda la tierra!
Estos dos casos no son sino muestras de
lo que está pasando continuamente en todas partes. Mas Dios no creó al
principio tales males: el hombre los trajo sobre sí con la caída. No habrían existido aflicciones ni enfermedades
entre los hijos de Adán, si no hubiera habido pecado.
La desgracia de la vida de pronto se vuelve
alegría. Lucas sintió en lo más íntimo la tragedia de la muerte de esta niña.
Había tres cosas que la hacían tan terrible.
(a) Era
hija única. Sólo Lucas nos lo dice. Se había apagado la luz de la vida de
sus padres.
(b) Tenía
unos doce años de edad. Es decir, estaba en el albor de la feminidad,
porque en el Este los chicos se desarrollan antes que en el Oeste. Algunas
chicas hasta se casaban a esa edad. Lo que debía haber sido la mañana de la
vida se había convertido en la noche.
(c) Jairo
era el presidente de la sinagoga. Es decir, que era el responsable de la
administración de la sinagoga y de mantener el culto público. Había llegado a
lo más alto en la estimación de sus semejantes. Sin duda tenía una posición
desahogada. Parecía como si la vida, como sucede a veces, le hubiera dado
generosamente muchas cosas, pero ahora estuviera a punto de quitarle la más
preciosa. Toda la desgracia de la vida estaba en el trasfondo de esta historia.
Ya habían venido las plañideras. A nosotros
nos parece algo repulsivamente artificial pero el alquiler de estas mujeres era
una señal ineludible respeto a la persona muerta. Estaban seguros de que estaba
muerta. Pero Jesús dijo que estaba simplemente dormida. Fuera como fuera, la
verdad es que Jesús le devolvió la vida.
Debemos fijarnos en un detalle muy práctico:
Jesús dijo que le dieran algo de comer a la niña en seguida. ¿Estaría pensando
tanto en la madre como en la hija? La madre, con el dolor de la pérdida y la
repentina alegría de la recuperación, debía estar a punto del colapso. En
momentos así, el hacer algo práctico con las manos puede salvar la vida. Y es
posible que Jesús, con esa amable sabiduría que le permitía conocer la
naturaleza humana tan bien, estuviera dándole a la madre agotada por la emoción
algo que hacer para calmarle los nervios.
Pero con mucho el personaje más interesante de
la historia es Jairo.
(i) No
cabe duda de que era un hombre que podía tragarse el orgullo. Era
presidente de la sinagoga. Para entonces, las puertas de la sinagoga se le
estaban cerrando a Jesús a toda prisa, si es que no estaban ya del todo
cerradas. Pero en su hora de necesidad, se tragó el orgullo y fue a pedir
ayuda.
Cuando todo va bien pensamos que podemos solos
con la vida. Pero para experimentar los milagros de la gracia de Dios tenemos
que tragarnos el orgullo, y confesar humildemente nuestra necesidad, y pedir
ayuda. «Pedid y recibiréis»; pero no se recibe nada si no se pide.
(ii) No
cabe duda de que Jairo era un hombre de fe firme. Sintiera lo que sintiera,
no aceptó sin más el veredicto de las plañideras. Esperaba contra toda esperanza. No cabe duda de que, en su
corazón, algo le decía: «Nunca se sabe lo que puede hacer Jesús.» Ninguno de
nosotros lo sabemos. En el día más negro podemos seguir confiando en los
recursos inagotables y en la gracia y en el poder inagotable de Dios.
La mujer aquí descrita ofrece un tipo
admirable de la condición de muchas almas. Se nos dice, que había estado
afligida de una penosa enfermedad por el
espacio de doce años, y que había gastado en médicos todo lo que tenía
sin que ninguno hubiese podido sanarla. He aquí, como en un espejo, el estado
de muchos pecadores, y tal vez de
nosotros mismos.
En la mayor parte de las congregaciones hay
hombres que han sentido intensamente sus pecados, y que se han afligido en sumo
grado creyendo que no han sido
perdonados, y que no han estado preparados para morir. Han anhelado consuelo y
tranquilidad de conciencia, pero no han sabido en donde hallarlos.
Han experimentado muchos remedios espurios, y
en vez de hallar alivio se han empeorado. Han vagado de secta en secta, y de
religión en religión, y se han hastiado
con todos los sistemas imaginables con que el hombre ha pretendido obtener
salud espiritual; más todo ha sido en vano: la paz de conciencia parece estar para ellos tan distante como siempre.
La herida interior les parece tan perniciosa y de carácter tal que nada puede
curarla. Aún los persiguen la desdicha y
el infortunio, aún se sienten descontentos con su situación. En suma, como la
mujer de quien tratamos, dicen llenos de dolor "No hay esperanza para
mí: nunca me salvaré.
Todos los que se encuentran en ese estado
pueden hallar consuelo en el milagro de que venimos hablando, sabiendo que
"hay bálsamo en Galaad" que
puede curarlos, y que todavía no han buscado; que hay una puerta a la
que nunca han tocado desde que han estado haciendo esfuerzos por obtener
alivio; que hay un Médico a quien nunca
han recurrido y que jamás deja de curar. Obsérvese qué hizo aquella mujer en su
dolor: cuando todos los otros medios habían
resultado ser inútiles, acudió a Jesús en busca de remedio. "Id y
haced lo mismo..
Obsérvese, en segundo lugar, que la conducta de la mujer presenta un ejemplo
notable de la manera con que obra al principio la fe, y de los efectos que
esta produce. Se nos dice que ella
se acercó a nuestro Señor por detrás, y le tocó el borde del vestido, y al
punto se estancó el flujo de sangre. La acción parece muy sencilla, y del todo insuficiente para
producir resultado de trascendencia alguna. Sin embargo, el efecto fue
maravilloso. En un instante la pobre paciente
quedó curada; en un instante obtuvo el alivio que tan ton médicos no
habían podido darle en doce años. ¡Con tocar solamente una vez, quedó sana!
Difícil es imaginar una descripción más vívida
de lo que experimentan muchas almas, que la narración de la curación de esta
mujer. Hay centenares que pueden decir
que, como ella, solicitaron alivio, por largo tiempo, de manos de médicos
inhábiles, y se cansaron al fin de usar remedios que no producían cura ninguna. Como ella, oyeron hablar al fin
de un Ser, que sana las conciencias afligidas, y perdona a los pecadores,
"sin dinero y sin precio," si vienen a Él con fe. Tales condiciones les parecieron
demasiado buenas para ser creídas; tales noticias demasiado favorables para ser
verdaderas. Pero, a semejanza de la
mujer ya citada, se resolvieron a hacer la prueba: se acercaron a Cristo con
fe, cargados de todos sus pecados, y para sorpresa suya, al instante
hallaron consuelo. Y ahora sienten más
consuelo y más esperanza que en ningún otro periodo de su vida. La carga parece
haber desaparecido de sus hombros; el
dolor parece haber huido de sus almas; la luz empieza a penetrar en su
corazón; y ellos comienzan a " por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en
la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Romanos.5:2.
Y si les preguntásemos nos dirían que todo esto es debido a un acto muy
sencillo: se acercaron a Jesús
exactamente como se encontraban, le tocaron con
fe, y fueron curados.
Grabemos para siempre en nuestros corazones
esta gran verdad: que la fe en Cristo es
el medio por el cual alcanzamos paz con Dios. Sin ella jamás hallaremos tranquilidad interior, sea lo que
fuere, lo que hagamos. Sin ella bien
podemos diariamente al servicio divino y tomar parte todas las semanas en la cena del Señor; bien
podemos dar nuestros bienes a pobres, y hasta entregarnos para ser quemados;
bien podemos ir y vivir como ermitaños;
bien podemos todo esto, y con todo ser en extremo desgraciados. Allegarse a Cristo con fe, vale más que
todas estas cosas reunidas.
Acaso esto no lisonjee el orgullo de la
naturaleza humana; pero es cierto. Millares se levantarán el día del juicio y dirán como
nunca sintieron tranquilidad hasta que
no se acercaron a Cristo con fe, y se resolvieron a no confiar en sus propias
obras, y a ser salvos absoluta y enteramente por la gracia de Dios.
Se
nota, por último, en este pasaje, cuánto desea nuestro Señor que de Él
han recibido beneficios, lo confiesen ante los hombres. Es interesante en el
relato que, desde el momento en que la mujer se encuentra cara a cara con Jesús,
parece que ya no hay nadie más en la escena. Todo había sucedido en medio de un
gentío impresionante; pero Jesús se olvida de la gente y habla con la mujer
como si estuvieran los dos solos. Era una pobre paciente sin importancia, con
una dolencia que la hacía inmunda, pero Jesús se le entregó por entero. Él no
permitió a la mujer que se alejase de la
multitud en silencio; preguntó quién le había tocado; y tornó a preguntar,
hasta que la mujer se adelantó, y expresó, en presencia de todo el pueblo, cuáles eran sus circunstancias.
Entonces El profirió estas palabras llenas de benignidad: " Hija, tu fe te
ha salvado; ve en paz”.
Confesar
a Cristo es cuestión de alta importancia, y que debe se presente por todo fiel
cristiano. Lo que nosotros podemos hacer por nuestro divino Maestro es poco y de poco mérito. Los más grandes
esfuerzos que hacemos por glorificarle son débiles e imperfectos; nuestras
plegarias y alabanzas son
lamentablemente decientes; nuestro saber y nuestro amor son en extremo
pequeños. Más ¿sentimos interiormente que Cristo ha sanado nuestras almas? ¿No podemos entonces confesar a Cristo
delante de los hombres? ¿No podemos
contar claramente a otros, todo lo que Cristo ha hecho por nosotros que estábamos muriéndonos de una enfermedad
mortal, y que fuimos curados; que estábamos perdidos, y que hemos sido salvos;
que estábamos ciegos, y que ahora vemos?
Hagámoslo con valor y no tengamos miedo.
No nos ruboricemos que todo el mundo sepa lo que ha hecho Jesús por nuestras almas.
Nuestro Maestro quiere que lo
confesemos: a Él le agrada que su pueblo no se avergüence de su nombre. S.
Pablo dijo: "Si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de
entre los muertos, serás salvo." Romanos_10:9.
Y el mismo Jesús pronunció estas palabras solemnes: "El que se avergonzare
de mí y de mis palabras, de este tal el Hijo del hombre se avergonzará." Lucas_9:26.
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