Capítulo 8; 4-15
8:4 Juntándose una gran
multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola:
8:5 El sembrador salió a
sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue
hollada, y las aves del cielo la comieron.
8:6 Otra parte cayó sobre la
piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad.
8:7 Otra parte cayó entre
espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron.
8:8 Y otra parte cayó en buena
tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno. Hablando estas cosas, decía a
gran voz: El que tiene oídos para oír, oiga
8:9 Y sus discípulos le
preguntaron, diciendo: ¿Qué significa esta parábola?
8:10 Y él dijo: A vosotros os
es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por
parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.
8:11 Esta es, pues, la
parábola: La semilla es la palabra de Dios.
8:12 Y los de junto al camino
son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra,
para que no crean y se salven.
8:13 Los de sobre la piedra
son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen
raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan.
8:14 La que cayó entre
espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y
las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto.
8:15 Mas la que cayó en buena
tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y
dan fruto con perseverancia.
La parábola del sembrador, contenida en estos versículos, se cita con
más frecuencia que ninguna otra de la Biblia. Es una parábola de aplicación
universal.
Lo que refiere está pasando constantemente en
cada congregación en que se predica el Evangelio. Las cuatro clases de personas
que describe se encuentran en toda
reunión que oye la divina palabra. Estas circunstancias deben hacer que leamos
siempre la parábola con un reconocimiento profundo de su importancia. Al leerla debemos decirnos: "Esto me concierne; mi corazón está en
esta parábola; yo, también, estoy incluido en ella..
El pasaje por sí mismo requiere poca
explicación. En realidad la significación de toda la parábola ha sido tan
completamente expresada por nuestro Señor
Jesucristo que ninguna explicación ajena puede hacerla mucho más clara.
Es una parábola que tiene por objeto recomendar la cautela, y eso en el
más importante asunto: en el modo de oír la palabra de Dios. Previno
a los apóstoles para que no esperasen demasiado de los oyentes; así mismo
advierte a los ministros del Evangelio
que no esperen que sus sermones produzcan mayores resultados de los que deben
producir; y por último, va dirigida también a los oyentes para que cuiden de como oyen la
palabra. La predicación es un medio de instrucción cuyo valor para la iglesia
cristiana no puede jamás exagerarse.
Pero nunca debe tampoco olvidarse, si los
ministros del culto en su calidad de tales deben predicar bien, que los oyentes
tienen que poner mucho de su parte para
que la predicación no sea sin fruto. La primera admonición que se nos hace en
la parábola es la de guardarnos del demonio cuando oigamos la palabra.
Nuestro Señor nos dice que los corazones de
algunos oyentes están como "junto al camino." La simiente del
Evangelio es arrebatada por el demonio casi tan
pronto como cae en ellos. No penetra profundamente en su conciencia: no
hace la más mínima impresión en su mente. El demonio, sin duda, está en
todas partes. Este espíritu maligno es incansable en sus esfuerzos por hacernos daño.
Está siempre acechándonos, y buscando ocasión de perder nuestras almas, en ninguna parte es quizás esté tan activo el
demonio como en la congregación de los oyentes del Evangelio. En ninguna parte
trabaja con tanto ahínco por detener el
progreso de lo que es bueno, e impedir que se salven hombres y mujeres. De
él provienen las ideas vagas y los pensamientos ociosos, él es muchas veces la causa de la indiferencia y la
estupidez; él nos envía el cansancio, el aburrimiento, la falta de atención, y
la agitación de nervios. La gente
extraña de donde proviene todo esto, y se maravillan cómo es que hallan
los sermones tan pesados, y los olvidan tan pronto Es que no tienen presente
la parábola del sembrador, y lo que ella
nos dice respecto del diablo.
Guardémonos de ser como las semillas que
cayeron junto al camino. Guardémonos del demonio. Siempre se halla presente en
la iglesia. Nunca está ausente del culto
público. Acordémonos de esto, y estemos alerta. El calor o el frió, el viento o
la niebla, la lluvia o la nieve, atemorizan frecuentemente a los que van a la iglesia, les sirven de excusa para
no ir. Pero hay un enemigo a quien deben temer más que a todas estas cosas
juntas. Ese enemigo es Satanás.
La segunda reprensión que se nos hace en la
parábola del sembrador es la de cuidar que la impresión que recibamos al oír
la, palabra no sea meramente efímera.
Nuestro Señor nos dice que los corazones de muchos oyentes son semejantes al
terreno pedregoso. La simiente de la palabra brota inmediatamente, tan pronto como la oyen, y produce una
cosecha de gozo, y de emociones agradables. Pero este gozo y estas emociones no
pasan de la superficie. Nada profundo y
estable se verifica en sus almas, y por esto, tan pronto como el ardor quemante
de la persecución o de la tentación empieza a dejarse sentir, la pequeña semilla de fe, que parecía habían
obtenido, se seca y desaparece.
Las emociones, los afectos, tienen, sin duda,
gran parte en nuestra religión como individuos. Sin ellos no puede haber fe que
salve. La esperanza, el gozo, la paz, la
confianza, la resignación, el amor y el temor, son sensaciones que debemos
sentir, si existen en realidad. Pero nunca debe olvidarse que hay emociones religiosas que son falsas, y que no
proceden de otra cosa que del acaloramiento. Es muy posible sentir gran placer o
profunda alarma al oír la predicación
del Evangelio, y no obstante estar enteramente destituidos de la gracia de
Dios. Las lágrimas de algunos oyentes y
la delicia extravagante de otros, no son
signos seguros de conversión. Podemos ser admiradores entusiastas de algún predicador favorito, y sin
embargo, asemejarnos al terreno
pedregoso. Nada debe contentarnos sino aquella humildad, aquella
contrición de corazón, que es obra del Espirito Santo, y una unión con Cristo,
que nazca del corazón.
La tercera reprensión contenida en la parábola
del sembrador, es la de guardarnos de los cuidados de este mundo. Nuestro Señor
nos dice que los corazones de muchos
oyentes de la palabra son como un terreno lleno de espinas. Cuando la simiente
de la palabra se siembra en ellos, es ahogada por el gran número de cosas de nuestra naturaleza, que atraen
sus afectos. No hacen ninguna objeción a las doctrinas y preceptos del
Evangelio. Hasta tienen deseos de creer y
obedecer. Pero dejan que las cosas de la tierra ganen tal posesión de su
mente, que no queda espacio en que pueda obrar la palabra de Dios. De aquí
resulta que aunque oyen muchos sermones,
al parecer no se mejoran. En
su corazón la verdad es sofocada cada semana, y, por lo tanto, no dan frutos
sazonados.
El mundo es uno de los peligros más grandes que rodean el camino del
cristiano. El dinero, los placeres, los negocios diarios, son a menudo otras
tantas tentaciones. Millares de cosas,
que en sí mismas son inocentes, llevadas al exceso se convierten en veneno alma
y apresuran la caída del hombre. El pecado
cometido con descaro no es lo único que arruina el alma. En medio de
nuestras familias, y en el desempeño de nuestras ocupaciones lícitas, tenemos
que estar alerta. Si no velamos y
oramos, el mundo puede privarnos cielo, y hacernos olvidar todos los sermones
que oigamos. Tal vez vivamos y muramos sin que
nuestro corazón pase de ser terreno espinoso.
La última reprensión que se nos hace en la
parábola del sembrador, es que nos guardemos de estar contentos con religión
alguna que no produce fruto en nuestra
vida. Nuestro Señor nos dice que los corazones de los que oyen bien la palabra,
son como la buena tierra. La
simiente del Evangelio penetra
profundamente en ellos y produce resultados prácticos de fe, y de buena
conducta. Tales personas obran con decisión: se arrepienten, creen, y obedecen.
¡No olvidemos por un solo momento que
esta es la única fe que salva las almas! Más la mera profesión del
Cristianismo, y un cumplimiento puramente
externo con los sacramentos y demás ritos de la iglesia, nunca dan al
hombre completa esperanza durante la vida, o paz en la hora de la muerte, o
descanso en el mundo que queda más allá
del sepulcro. Si en nuestro corazón y en nuestra conducta no manifestamos los
frutos del Espíritu, el Evangelio nos ha sido
predicado en vano. Tan solo aquellos que producen esos frutos se
hallarán a la mano derecha de Cristo el día de su venida.
No terminemos esta parábola sin apercibirnos
plenamente del peligro y de la responsabilidad a que están sujetos todos los
oyentes del Evangelio. Podemos oír de
cuatro maneras, y de estas cuatro solamente una es buena. Hay tres clases de
oyentes cuyas almas están en peligro inminente. ¡Cuántos de estas tres clases se encuentran en cada congregación!
Hay una sola clase de oyentes que son fieles a los ojos de Dios. ¿Pertenecemos a
esa clase? Finalmente, concluyamos estas ideas sobre la parábola con el
recuerdo solemne del deber que todo fiel predicador tiene de clasificar su
congregación, y de dirigirse a cada
clase según sus necesidades. El pastor que sube al pulpito todos los domingos y
habla a su congregación como si todos hubieran de irse al cielo, no está ciertamente cumpliendo con su
deber para con Dios ni para con el hombre. Su predicación está en contradicción
abierta con la parábola del sembrador.
Se sugiere que la parábola es en realidad una
advertencia contra la desesperación. Consideremos la situación: a Jesús le han
expulsado de las sinagogas; los escribas y los fariseos y los líderes
religiosos estaban en contra suya, y era inevitable que los discípulos se
desanimaran. A ellos dirige Jesús la parábola, y es como si les dijera: «Todos
los campesinos saben que una parte de su semilla se perderá; no toda crecerá y
dará fruto. Pero eso no los desanima hasta hacer que dejen de sembrar, porque
saben que, a pesar de todo, la cosecha es segura. Sé que tenemos nuestros
reveses y desánimos; sé que tenemos enemigos y adversarios; pero, no
desesperéis: al final, la cosecha es segura.»
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