Capítulo 7; 31-35
31 Y
dijo el Señor: ¿A qué, pues, compararé los hombres de esta generación, y a qué
son semejantes?
32
Semejantes son a los muchachos sentados en la plaza, que dan voces unos
a otros y dicen: Os tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no
llorasteis.
33
Porque vino Juan el Bautista, que ni comía pan ni bebía vino, y decís:
Demonio tiene.
34 Vino
el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: Este es un hombre comilón y
bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores.
35 Mas
la sabiduría es justificada por todos sus hijos.
Este
pasaje contiene dos grandes advertencias.
(i) Nos
expone los peligros del libre albedrío. Los escribas y los fariseos habían
conseguido hacer fracasar el plan que Dios tenía para ellos. La maravillosa
verdad del Evangelio es que Dios no se impone por fuerza, sino que se ofrece
por amor.
Ahí es donde podemos vislumbrar el dolor de
Dios. Siempre es la gran tragedia del amor el ver a una persona amada que ha
escogido el mal camino, y ver lo que hubiera podido ser. Es el mayor dolor de
la vida. Como ha dicho alguien: " De todas las palabras tristes que captan
el ojo o el oído, las más tristes de todas son "pudiera haber sido".»
La tragedia de Dios también es el "
pudiera haber sido» de la vida. Como dice G. K. Chesterton: " Dios había
escrito, no tanto un poema, como una comedia; una comedia que había concebido
perfecta, pero que tuvo que dejar por necesidad a directores y actores humanos,
que la han convertido en una tragedia.» Que
Dios nos libre de hacer de la vida un naufragio y producirle dolor de corazón
al usar nuestra libertad para frustrar sus propósitos.
(ii) Nos
expone la perversidad humana. Juan había venido, viviendo con la austeridad
de un ermitaño, y los escribas y los fariseos habían dicho que era un loco
excéntrico, y que algún demonio le había sorbido el coco. Jesús había venido,
viviendo la vida de la gente y participando de sus actividades, y se burlaban
de Él diciendo que le gustaban demasiado los placeres terrenales. Todos tenemos
una idea de cómo se comportan los niños cuando todo les parece mal y nada les
interesa. El corazón humano se puede
perder en una perversidad tal que todas las llamadas de Dios le producirán un
descontento pueril.
(iii) Pero
hay unos pocos que responden; y «los hijos de la sabiduría» le dan la razón
a la sabiduría de Dios. Los hombres pueden usar mal su libertad para frustrar
los propósitos de Dios; o, en su perversidad, hacerse ciegos y sordos a todas
sus llamadas. Si Dios hubiera usado una fuerza coercitiva y encadenado al
hombre a una voluntad a la que no pudiera resistirse, el mundo estaría poblado
por autómatas, y tal vez todo estaría en perfecto orden; pero Dios escogió el
peligroso camino del amor, y el amor acabará triunfando.
Nuestro Señor enseña esto por medio de una
comparación notable, en la cual describe la generación de los hombres entre
quienes vivió mientras estuvo en la
tierra. Los compara con los muchachos, y dice que estos en sus juegos no
eran más caprichosos, obstinados, y difíciles de agradar, que los Judíos de
Su tiempo. Nada los satisfacía. Estaban
siempre quejándose de todo. Cualquiera que fuera el medio que Dios emplease con
ellos para su edificación espiritual, le
hallaban faltas. Cualquiera que fuera el mensajero que Dios les enviase, no
quedaban complacidos. En una palabra,
era evidente que los Judíos se habían resuelto a no recibir
absolutamente mensaje alguno de Dios. Sus objeciones eran solamente una capa
para encubrir su aversión a la verdad de
Dios. Lo que a ellos desagradaba en realidad era, no tanto los ministros de
Dios, como el mismo Dios.
Quizás leamos esta declaración con admiración
y sorpresa; y pensamos que nunca existieron hombres tan inicuamente injustos
como estos judíos. Pero ¿estamos seguros
de que su conducta no se está hoy día repitiendo continuamente entre nosotros?
Extraño como pueda parecer a primera vista, la generación que ni quiera "bailar" cuando sus
compañeras tocan la "flauta," ni "llorar" cuando aquellos
les endechan, es demasiado numerosa en la iglesia de Cristo. ¿No es un hecho que muchos que se esfuerzan por
servir fielmente a Cristo, y por vivir en comunión con Dios, hallan que sus
vecinos y parientes están siempre
disgustados con su conducta. No obstante que vivan piadosamente y sean
consecuentes a sus principios, siempre piensan mal de ellos. Si se separan enteramente del mundo, y viven, como Juan el
Bautista, una vida retirada y ascética, levantan el grito diciendo que son
exclusivistas, fanáticos, de genio áspero,
y demasiado rígidos. Si, por el contrario, frecuentan la sociedad, y se
esfuerzan cuanto pueden en tomar interés en las tareas y distracciones de
sus prójimos, al punto dicen que no son
mejores que las demás gentes, y que no poseen más religión que los que no hacen
ningunas protestas de fe. Censuras como
estas son demasiado comunes. Son pocos los cristianos que no las han recibido.
Los siervos de Dios, cualquiera que sea su conducta, son denunciados en todos tiempos.
La verdad es, que el corazón del hombre no convertido aborrece a Dios. "El ánimo carnal es enemigo de Dios."
Tiene aversión a Su ley, a Su Evangelio, y a
Su pueblo. Halla siempre alguna
excusa para no creer ni obedecer. ¡La doctrina del arrepentimiento le parece demasiado estricta!
¡La doctrina de la fe y de la gracia
demasiado fácil! ¡Juan el
Bautista se separa demasiado del mundo! ¡Jesucristo se mezcla demasiado con el
mundo! Y así el corazón del hombre se
excusa siempre para permanecer en su pecado. Esto no debe sorprendernos.
Debemos resignarnos a encontrar gentes
no convertidas tan obstinadas, injustas, y difíciles de complacer como los Judíos del
tiempo de nuestro Señor, Debemos dejar de pensar que podemos agradar a todo
el mundo. Esto es imposible, y el
intentarlo es solo perder el tiempo. Debemos contentarnos
con seguir las huellas de Jesús y dejar que el mundo diga lo que quiera.
Aunque hagamos cuanto esté a nuestro
alcance nunca podremos satisfacerlo, p poner fin a sus observaciones
calumniosas. Primero censuró a Juan el Bautista, y después a nuestro Señor y Salvador; y continuará
cavilando, y censurando a los cristianos, mientras que uno de ellos quede sobre
la tierra.
También se nos enseña en estos versículos que
la sabiduría de Dios en todos sus designios es siempre reconocida y confesada
por los que son de buen corazón.
Esto lo enseña una expresión algo oscura:
" La sabiduría es justificada de todos sus hijos." Pero parece
difícil sacar otro sentido de estas palabras si se interpretan de una manera justa e imparcial.
La idea que nuestro Señor deseó fijar en nuestro ánimo parece ser, que aunque la
inmensa mayoría de los Judíos era
empedernida e injusta, había algunos que no lo eran y que aunque la muchedumbre
no percibía ningún sabio designio en la misión de Juan el Bautista, y en la suya (de Jesús), había algunos pocos
que si lo descubrían. Estos pocos eran los "hijos de la sabiduría."
Estos pocos, con sus vidas y su obediencia,
declaraban ante el mundo, que los medios de que Dios se sirvió con los
judíos eran sabios y equitativos, y que tanto Juan el Bautista como Jesús eran
dignos de todo honor. En resumen,
justificaron la sabiduría de Dios, y probaron ser verdaderamente sabios.
Estas palabras en que nuestro Señor se refiere
a la generación entre la cual vivía, pintan un estado de cosas que se halla
siempre en la iglesia cristiana. A pesar
de las escusas, mofas, objeciones, y ásperas observaciones con que es recibido
el Evangelio por la mayor parte del género humano, hay siempre en cada país algunos que lo aceptan y obedecen
con gusto. Nunca falta un "pequeño rebaño "que oiga con alegría la
voz del Pastor, y llame justos todos sus
modos de obrar. Los hijos del mundo pueden hacer mofa del Evangelio, y
llenar de desprecios a los creyentes, llamando necio todo lo que hagan, y
no percibiendo ni sabiduría ni belleza
en ninguna de sus acciones. Pero Dios cuidará de formarse un pueblo en todas
las épocas. Siempre habrá algunos que
sostengan la excelencia de las doctrinas y exigencias del Evangelio, y
que "justifiquen la sabiduría" de Aquel que lo envió. Y a estos es,
por mucho que el mundo los desprecie, a
quienes Jesús llama sabios, "y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. " 2Timoteo 3:15.
Preguntémonos, al terminar este pasaje, si
merecemos ser llamados hijos de la sabiduría. ¿Hemos sido enseñados por el
Espíritu a conocer al Señor Jesucristo?
¿Se han abierto los ojos de nuestro entendimiento? ¿Poseemos la sabiduría que
viene de lo alto? Si somos verdaderamente sabios, no tengamos vergüenza de confesar a nuestro Maestro
delante de los hombres. Declaremos abiertamente que aprobamos todo su
Evangelio, todo lo que enseña todo lo
que exige. Puede ser que haya pocos con nosotros, y sí anchos contra
nosotros. Puede suceder que el mundo se ría de otros y que a nuestra sabiduría
apellide tontería. Más esa risa es de
poca duración. La hora viene en que los pocos que han confiado a Cristo, y
justificado en presencia de los hombres su modo
obrar, serán confesados y justificados por Él ante Su Padre y los ángeles.
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