Dedicado a todos los
seguidores y lectores de este blog.
Han transcurrido
muchos años cuando lejos de España, en un recóndito pueblo suizo, a través de
una emisora de habla hispana “La voz de Salvación” pude escuchar el Evangelio
de Jesús. Fue el 14 de enero de 1984, cerca de la media noche. Nunca olvidé
aquella fecha de mi nuevo nacimiento.
Mi vida hasta ese día, era como la común de los mortales. Mi
moral estaba regida por los principios religiosos implantados por la Iglesia de
Roma, desde muy temprana edad. Como católico romano, mi mayor preocupación era
que yo pudiera ser los suficientemente bueno para agradar a Dios a la hora de
morir, y así librarme del pasaje directo al infierno o como mal menor pasar una
temporada en el purgatorio para que las misas y rezos de mis seres queridos me
libraran de las ascuas de fuego, para entrar en la vida eterna. Creía que el
Dios bonachón, el ídolo creado en mi mente, vería “mis buenas obras” externas,
suficientes para merecer ir al cielo, y que sólo recibiría un tirón de orejas
por mis pecados más graves. Las puertas abiertas del cielo dependían de ser
bueno para ser salvo. Esta ecuación tenía sentido, tal como la venden en la
sucursal terrenal del infierno: la Iglesia de Roma.
Aquel Evangelio de Jesús que me habían enseñado desde niño por
más de una década los sacerdotes y monjas, en nada se parecía al mensaje que
había escuchado en la emisora de radio. Todo aquel sistema de adoctrinamiento
recibido, me hacía dependiente de una iglesia, de unos curas, de unos ritos repetitivos;
de una idolatría a las imágenes de vírgenes y santos todos ellos intermediarios
entre Dios y los hombres. Desde niño daba por bueno que, no importaba qué me
enseñara la Iglesia Católica Romana, que todo estaba bien. El Papa era el
representante de Dios en la tierra, y no debía cuestionar lo que las monjas y
los curas me decían. Creía en la capacidad de los sacerdotes para perdonar los
pecados. Creía que rezar a María y a otros santos me mantendría en camino al
cielo. Toda mi vida había creído a pies juntillas en el poder que emanaba de
las medallas de la virgen y otras reliquias. Creía que era un gran beneficio
espiritual realizar visitas a lugares santos donde se veneraba a María para
recibir la gracia que agradaba a Dios.
Sin duda alguna el culmen de toda aquella vida religiosa fue
por un incidente “fortuito” por la providencia de Dios, para que el encargado
del ropaje de la imagen de la virgen, sufriera un percance, y me designaran a mí
para ponerle el ropaje de gala; era su fiesta o novena. Con suma reverencia
comencé a quitar todas sus ropas; al llegar a la última, quedé estupefacto al
contemplar aquel tosco tronco que sujetaba trozos de un maniquí, con bello rostro
y manos pulidas…
Esa adoración, esa veneración idolátrica a las imágenes produce
en el “creyente” una atracción fatal, como un imán, que te absorbe la capacidad
de raciocinio, e incluso, el espíritu satánico que se esconde tras ella te roba
la energía vital creando sensaciones y alucinaciones como si fueran reales. Es
tal ese poder de atracción, que sólo por la gracia de Dios podemos ser
liberados de esa y otras ataduras malignas.
Aquella emisora, La Voz de Salvación, repetía el mensaje de
salvación: La Salvación es solo por fe en Jesucristo. Aquel pastor (años más
tarde supe que era David Morse) leía en la Biblia Romanos 3; 21-31 y
parafraseaba los versículos diciendo: “Que cuando creemos en Jesucristo como
Señor y Salvador, Su justicia se vuelve nuestra justicia…Que solo por lo que
Jesús había logrado en la cruz del Calvario, todos nuestros pecados habían sido
quitados…Que al creer en Cristo, Dios nos ve como una persona cubierta por la
justicia de Cristo…Que Su obediencia se ha vuelto nuestra obediencia. Se hacía
el silencio en la radio por unos segundos, para escuchar aquel tono de voz
inconfundible con tres preguntas a los escuchantes: ¿Crees en Jesús? ¿Cuál es
tu relación con Jesucristo? ¿Qué significa creer en Jesús?
Creer en Jesucristo significa que es el Hijo unigénito de
Dios. Significa confesar mis pecados a Dios, arrepentirme de mis pecados y
creer que Jesús pagó lo que yo no podía pagar a Dios; significa creer que Jesús
pagó mi deuda de pecado para siempre.
Yo antes jamás había escuchado aquello que traspasaba mi
alma, había estado ciego y sordo a la oferta gratuita de salvación por parte de
Dios por medio de la fe en Jesucristo. Caí de rodillas en medio de la
habitación, llorando a lágrima viva, mientras escuchaba y repetía dentro de mi ser
aquella oración dándole gracias a Dios por haber perdonado mis pecados, siendo
borrados, limpiados por la Sangre de Su Hijo, el Señor Jesús crucificado en la cruz.
En aquel instante, algo sobrenatural ocurrió, no sabría ni
tendría palabras para describirlo, pero imagina que tienes tus bolsillos llenos
de piedras pesadas, y todos los días esa pesada carga se incrementa…y en ese
instante todo el peso desaparece. Así, con este pobre ejemplo, puedes entender
lo que sucedido. Supe y entendí que aunque seguiría siendo un pecador toda mi
vida, el punto clave es que la gracia de Dios por medio del Espíritu Santo me
ayudaría a pelear cada batalla contra el pecado.
¿Por qué este testimonio? Por la sencilla razón que hay
muchas personas que tal vez este sean sus últimos días de vida, y están atrapadas
en una religión de obras, que les conduce al infierno. Mi oración es que haya personas que reciban este
testimonio y descubran la maravilla de la salvación como yo lo he hecho.
Recuerda pues qué: Efesios 2:8-9 Porque por
gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de
Dios; no por obras, para que nadie se
gloríe.
¡Que
la paz de Dios abunde en vuestros corazones!
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