1
Pedro 3; 8-9
En
conclusión, sed todos de un mismo sentir, compasivos, fraternales, misericordiosos
y de espíritu humilde;
no
devolviendo mal por mal, o insulto por insulto, sino más bien bendiciendo,
porque fuisteis llamados con el propósito de heredar bendición.
Pedro, como si
dijéramos, reúne las grandes cualidades de la vida cristiana.
Al frente de
todas coloca la unidad cristiana. Vale la pena recopilar los grandes pasajes
del Nuevo Testamento sobre la unidad, a fin de ver cuán grande lugar ocupa en
el pensamiento del Nuevo Testamento. La base de todo el tema está en las
palabras de Jesús que pidió que Su pueblo fuera una sola cosa, como lo son El y
el Padre (Jua_17:21-23 ). En los fascinantes primeros días de la Iglesia, esta
oración se cumplía, porque eran todos «de un corazón y un alma» (Hec_4:32 ).
Una y otra vez Pablo exhorta a los creyentes a esta unidad y ora por ella.
Recuerda a los cristianos de Roma que, aunque eran muchos, eran un solo cuerpo,
y los exhorta a que estén unánimes (Rom_12:4; Rom_12:16 ). Al escribir a los
cristianos de Corinto usa la misma ilustración de los creyentes como miembros
de un cuerpo a pesar de todas sus cualidades y dones diferentes (1Co_12:12-31
). Exhorta a los díscolos corintios que no haya entre ellos divisiones y que se
mantengan perfectamente unidos "en una misma mente y un mismo parecer»
(1Co_1:10 ). Les dice que las contiendas y las divisiones son cosas de la
carne, señales de que siguen viviendo a un nivel meramente humano, sin la mente
de Cristo (1Co_3:3 ). Por haber participado del pan, deben ser un cuerpo
(1Co_10:17 ). Les dice que deben ser "de un mismo sentir, y vivir en paz»
(2Co_13:11 ). Las barreras divisorias se han derrumbado en Jesucristo, y judíos
y griegos están unidos en un mismo pueblo (Efe_2:13 s). Los cristianos deben
mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, recordando que hay un
solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos
(Efe_4:3-6 ). Los Filipenses tienen que mantenerse firmes en un mismo espíritu
contendiendo unánimes por la fe del Evangelio; completan la felicidad de Pablo
teniendo el mismo amor y la misma actitud; exhorta a Evodia y Síntique a que
«sean de un mismo sentir en el Señor» (Flp_1:27 ; Flp_2:2 ; Flp_4:2 ).
En todo el Nuevo
Testamento resuena esta exhortación a la unidad cristiana. Es más que una
exhortación; es el anuncio de que nadie puede vivir la vida cristiana a menos
que esté en unidad en sus relaciones personales con sus semejantes; y que la
iglesia no puede ser verdaderamente cristiana si hay divisiones en ella. Es
trágico el ver lo lejos que se encuentran muchos de hacer realidad esta unidad
en sus vidas personales, y lo lejos que está la Iglesia de hacerla realidad
dentro de sí misma.
Cranfield lo
expresa tan hermosamente que no podemos por menos de citar todo su comentario,
aunque es extenso: «El Nuevo Testamento no trata nunca la unidad en Cristo como
si fuera un lujo espiritual altamente deseable pero innecesario, sino como algo
esencial a la verdadera naturaleza de la Iglesia. Las divisiones, ya sean
desacuerdos entre miembros individuales o la existencia de grupos o partidos y
-¡cuánto más!- las denominaciones del presente, constituyen una puesta en duda
del mismo Evangelio y una señal de que los que están involucrados son carnales.
Cuanto más en serio tomamos el Nuevo Testamento, tanto más urgente y doloroso
llega a ser nuestro sentimiento del pecado de las divisiones, y más serios
nuestros esfuerzos y oraciones por la paz y la unidad de la Iglesia en la
Tierra. Eso no quiere decir que la unanimidad a la que aspiramos tenga que ser
una uniformidad mecánica de la clase tan apreciada por los burócratas. Más bien
ha de ser una unidad en la que las tensiones poderosas se mantengan unidas por
una lealtad a ultranza, y las fuertes antipatías de raza y color, temperamento
y gusto, posición social e interés económico, sean superadas en una adoración
común y una común obediencia. Tal unidad sólo llegará cuando los cristianos
sean suficientemente humildes y osados para aferrarse a la unidad ya dada en
Cristo y tomarla más en serio que su propia auto-importancia y pecado, y hacer
de estas profundas diferencias de doctrina, que se originan en nuestra
imperfecta comprensión del Evangelio y que no osaríamos minimizar, no una
excusa para desligarnos o mantenernos aparte del otro, sino más bien un
incentivo para una búsqueda más concienzuda de escuchar y obedecer la voz de
Cristo en íntimo compañerismo.» Así y aquí habla la voz profética a nuestra
condición.
En
segundo lugar Pedro coloca la simpatía --en griego, sentir con-. Aquí también
todo el Nuevo Testamento nos recuerda esta obligación. Debemos alegrarnos con
los que están alegres y llorar con los que lloran (Rom_12:15 ). Cuando sufre un
miembro del cuerpo, todos los demás sufren con él; y cuando un miembro recibe
honores, todos los otros se congratulan (1Co_12:26 ), y así debe ser entre los
cristianos, que son el Cuerpo de Cristo. Una cosa resulta clara, y es que la
simpatía y el egoísmo no pueden coexistir. Mientras el yo sea lo más importante
del mundo no puede haber- verdadera simpatía; esta depende de la voluntad de
olvidar el yo e identificarse con el dolor y el sufrimiento de otros. La
simpatía viene al corazón cuando Cristo reina en él.
En
tercer lugar coloca Pedro el amor fraternal. Este asunto también se remonta a
las palabras de Jesús. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a
otros... Así sabrán todos que sois Mis discípulos: si os amáis unos a otros»
(Jua_13:34 s). Aquí habla el Nuevo Testamento definitiva y directamente de una
manera que casi espanta. «Reconocemos que hemos pasado de muerte a vida en que
amamos a los hermanos. El que no ama sigue en la muerte. El que aborrece a su
hermanos en un asesino» (1Jn_3:14 s). "Si
alguien dice: "Yo amo a Dios", pero aborrece a su hermano, es un
mentiroso» (1Jn_4:20 ). Es un hecho que amar a Dios y a nuestros semejantes son
inseparables; no pueden existir el uno sin el otro. La prueba más sencilla de
la autenticidad del Cristianismo de una persona o iglesia es si las hace amar a
sus semejantes o no.
Pedro
coloca en cuarto lugar la compasión. En cierto sentido la piedad corre peligro
de ser una virtud del pasado. Las actuales condiciones de vida tienden a dejar
roma la sensibilidad de la mente a la piedad. Como dice C. E. B. Cranfield:
«Nos acostumbramos a escuchar por la radio la incursión de mil bombarderos
mientras desayunábamos. Nos acostumbramos a la idea de que millones de personas
se convierten en refugiados.» Podemos leer las cifras de los accidentes de
tráfico sin inmutarnos, aunque sabemos que quieren decir cuerpos y corazones
destrozados. Es fácil perder el sentimiento de piedad, y aún más fácil darse
por satisfecho con la sensiblería de un momento de dolor cómodo que no conduce
a hacer nada. La piedad es de la misma esencia de Dios, y la compasión, de la
de Jesucristo; una piedad tan grande que Dios envió a Su único Hijo a morir por
nosotros, una compasión tan intensa que llevó a Cristo a la Cruz. No puede
haber Cristianismo sin compasión.
En
quinto lugar coloca Pedro la humildad. La humildad cristiana viene de dos
cosas. Viene, en primer lugar, del sentimiento de criaturidad. El cristiano es
humilde porque es consciente constantemente de su total dependencia de Dios, y
de que por sí no puede hacer absolutamente nada. Viene, en segundo lugar, del
hecho de que el cristiano tiene un nuevo nivel de comparación. Puede ser que
cuando se compare con sus semejantes no salga perdiendo en la comparación. Pero
el nivel de comparación del cristiano es Cristo; y, comparado con Su impecable
perfección, siempre está en deuda. Cuando el cristiano recuerda su dependencia
de Dios, y mantiene ante sí el dechado de Cristo, no puede por menos de ser
humilde.
Por
último, como clímax, Pedro coloca la capacidad de perdonar. Es a recibir el
perdón de Dios y a perdonar a sus semejantes a lo que es llamado el cristiano.
Lo uno no puede existir sin lo otro; es sólo cuando les perdonamos a otros el
mal que nos han hecho cuando Dios nos perdona los pecados que hemos cometido
contra Él (Mat_6:12; Mat_6:14-15 ). Lo característico del cristiano es que
perdona a los demás como Dios le ha perdonado a él (Efe_4:32 ).
¡Maranata! ¡Sí, ven
Señor Jesús!
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