Salmo 102;
19-20
Porque miró desde lo alto de su
santuario;
Jehová miró desde los cielos a la
tierra,
Para oír el gemido de los presos,
Para soltar a los sentenciados a
muerte;
Consciente de la
omnipotencia divina y de la fidelidad de Yahvé a sus promesas, el salmista
acude a su Dios para que se alce como supremo Juez a hacer justicia a su
pueblo humillado. Ha llegado el tiempo propicio para dar cumplimiento a
las promesas hechas a su pueblo a través de sus profetas. Y, por otra parte, el
plazo del exilio se ha cumplido, conforme a los antiguos vaticinios. Otra
razón de índole sentimental que debe mover a Dios a intervenir en favor de
Israel es que sus siervos — los judíos — sienten veneración por las piedras
de la ciudad santa, donde en otro tiempo moraba Yahvé, y se acuerdan
compasivamente de sus ruinas, que ansiosamente desean restaurar. Por
otra parte, la restauración de Jerusalén señalará el momento de la conversión
de los pueblos gentiles. La manifestación poderosa de Yahvé en favor de su
pueblo les abrirá los ojos, y le reconocerán entonces como Dios único. Es éste
un pensamiento que aparece reiteradamente en la segunda parte del libro de
Isaías.
La reedificación de Sion señalará una nueva era en la vida
de Israel y de las naciones. Esta restauración de la ciudad santa será la
manifestación de la gloria o poder de su Dios, que ha aceptado la plegaria
de los despojados, o israelitas humillados y desterrados de su tierra. Este
nuevo portento será recordado a las generaciones futuras y dará lugar a la
formación o creación de un nuevo pueblo (el texto hebreo dice
literalmente: “y un pueblo creado alabará...”) que estará vinculado permanentemente
a su Dios, al que sin cesar alabara. Es la perspectiva de “los
cielos nuevos y la tierra nueva” de que se habla en Isaías_65:17.
El nuevo orden de cosas traerá una transformación de la naturaleza y dé los
corazones. La perspectiva, en el fondo, es mesiánica, ya que el salmista alude a
la conversión de los pueblos paganos, que acudirán en masa a Jerusalén,
conforme a los antiguos vaticinios.
Lucas 4; 18
El Espíritu del Señor está sobre
mí,
Por cuanto me ha ungido para dar
buenas nuevas a los pobres;
Me ha enviado a sanar a los quebrantados
de corazón;
A pregonar libertad a los cautivos,
Y vista a los ciegos;
A poner en libertad a los
oprimidos;
No tenemos más que leer el pasaje de Isaías que leyó Jesús para darnos
cuenta de la diferencia que había entre Jesús y Juan el Bautista. Juan era un
predicador del juicio, y su mensaje debe haber hecho estremecerse de terror a
sus oyentes. Pero lo que Jesús trajo fue un evangelio -una Buena
Noticia. Jesús también sabía de la ira de Dios; pero sabía que es la ira del
amor.
Debemos observar, además, ¡cuán clara fue la
manifestación que hizo nuestro Señor a la congregación de Nazaret respecto de su
misión! Se nos refiere que escogió el
pasaje del libro de Isaías, en que dicho profeta predijo la naturaleza de la
obra que el Mesías había de ejecutar cuando viniese al mundo. Leyó como fue predicho que El "predicaría el
Evangelio a los pobres"--cómo iba a ser enviado para "sanar a los
quebrantados de corazón," para "publicar a los cautivos redención," y a los ciegos vista, y
"libertad a los oprimidos," y cómo había de "anunciar que había
llegado para todo el mundo el año de jubileo." Y cuando nuestro Señor hubo leído esta profecía, dijo a
la multitud que lo rodeaba, que él mismo era el Mesías de quien se escribieron
estas palabras, y que en él y en Su
Evangelio estaba para cumplirse el maravilloso contenido del pasaje.
Fácil es comprender que la elección que hizo
nuestro Señor de este pasaje de Isaías no fue casual. Deseaba imprimir en el
ánimo Judíos que lo oían el verdadero
carácter del Mesías, a quien el sabía que todo Israel estaba esperando
entonces. Sabía que ellos esperaban era un rey temporal, que los libertase
de la dominación romana, y los elevase
otra vez al primer las naciones; y quería hacerles comprender que tales
esperanzas eran prematuras a la vez que erradas. Tengamos cuidado de saber bajo
qué punto de vista es que particularmente debemos contemplar a Cristo. Es bueno
y justo reverenciarlo como verdadero
Dios. Es bueno reconocerlo como el Ser supremo que todo lo dirige; como
Profeta Poderoso; Juez universal, Rey de reyes. Más es preciso no hacer alto
aquí, si queremos ser salvos. Es preciso
reconocer a Jesús como Protector de los pobres de espíritu, como Médico de los
de corazón contrito, como Libertador de las
almas que están en cautiverio. Estas son las principales y altas
funciones que vino a desempeñar en la tierra.
Juan 8; 36
Así que, si el Hijo os libertare,
seréis verdaderamente libres.
Cristo habló de libertad espiritual, pero los corazones carnales no
sienten otros pesares aparte de los que molestan al cuerpo y perturban sus
asuntos mundanos. Si se les habla de su libertad y propiedad, del despilfarro
perpetrado en sus tierras o del daño infligido a sus casas, entenderán muy
bien, pero si se les habla de la esclavitud del pecado, de la cautividad con
Satanás y de la libertad por Cristo, del mal hecho a sus preciosas almas, y el
riesgo de su bienestar eterno, entonces usted lleva cosas raras a sus oídos.
Jesús les recordó claramente que el hombre que practica cualquier pecado es,
efectivamente, un esclavo de pecado, como era el caso de la mayoría de ellos.
Cristo nos ofrece libertad en el evangelio; tiene poder para darla, y aquellos
a quienes Cristo hace libres, realmente lo son. Sin embargo, a menudo vemos a
las personas que debaten sobre libertades de toda clase mientras son esclavos
de alguna lujuria pecaminosa.
Pablo daba gracias
a Dios porque el cristiano era libre de la esclavitud del pecado (Romanos_6:17-20).
Aquí hay algo muy
interesante y muy sugestivo. A veces, cuando se le dice a uno que está haciendo
algo malo, o se le advierte para que no lo haga, su respuesta es: « ¿Es que no
puedo hacer lo que me dé la gana con mi propia vida?» Pero la verdad es que el pecador
no está haciendo su voluntad, sino la del pecado. Una persona puede
dejar que un hábito la tenga en un puño de tal manera que no pueda soltarse.
Puede dejar que el placer la domine tan totalmente que ya no se pueda pasar sin
él. Puede dejar que alguna auto licencia se adueñe de tal manera de ella que le
resulte imposible desligarse. Puede llegar a tal estado que, al final, como
decía Séneca, odia y ama su pecado al mismo tiempo. Lejos de hacer lo que
quiere, el pecador ha perdido la capacidad de hacer su voluntad. Es esclavo de
sus hábitos, auto licencias, seudoplaceres que le tienen dominado. Esto es lo
que Jesús quería decir. Ninguna persona que peca se puede decir que es libre.
Entonces Jesús hace
una advertencia velada, pero que sus oyentes judíos comprenderían muy bien. La
palabra esclavo le recuerda que, en cualquier casa, hay una enorme
diferencia entre un esclavo y un hijo. El hijo es un residente permanente de la
casa, mientras que al esclavo se le puede echar en cualquier momento. En
efecto, Jesús les está diciendo a los judíos: «Vosotros creéis que sois hijos
en la casa de Dios y que nada, por tanto, os puede arrojar de vuestra posición
privilegiada. Tened cuidado; por vuestra conducta os estáis poniendo en el
nivel del esclavo, y a éste se le puede arrojar de la presencia del amo en
cualquier momento.» Aquí hay una amenaza. Es sumamente peligroso comerciar con
la misericordia de Dios, y eso era lo que los judíos estaban haciendo. Aquí hay
una seria advertencia para nosotros también.
¡Maranata!¡Sí,
ven Señor Jesús!
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