Las
deserciones espirituales son las aflicciones más dolorosas de los santos; pero
hasta su queja por estas cargas es una señal de vida espiritual y del ejercicio
de los sentidos espirituales. Clamar: ¿Dios mío por qué estoy enfermo? ¿Por qué
estoy pobre?, tiene sabor a descontento y mundanalidad. Pero: ¿Por qué me has
abandonado? es el lenguaje de un corazón que ata su felicidad al favor de Dios.
Esto debe aplicarse a Cristo. Siendo verdadero hombre, Cristo sintió una
indisposición natural a pasar a través de tan grandes dolores, pero
prevalecieron su celo y amor. Cristo declara la santidad de Dios, su Padre
celestial, en sus sufrimientos más agudos, los declara como prueba de aquello
por lo cual sería perpetuamente alabado por su pueblo, más que por todas las
otras liberaciones que recibieron.
Nosotros no nos pertenecemos; nuestros cuerpos,
nuestras almas no son nuestras. Aun las de los hijos de los hombres son de
Dios, aunque no lo conocen ni admiten una relación con Él.
Un alma que conoce y considera
su propia naturaleza, y que debe vivir para siempre, cuando ha visto la tierra
y su plenitud, se sentará insatisfecha. Piensa en subir hacia Dios y preguntar:
¿Qué haré para vivir en ese lugar santo y feliz donde Él hace santa y feliz a
su gente? Hacemos caso omiso si no la hacemos obra del corazón. Sólo podemos
ser lavados de nuestros pecados y renovados para santidad por la sangre de
Cristo y el lavamiento del Espíritu Santo. Así llegamos a ser su pueblo; así
recibimos bendición del Señor y justicia del Dios de nuestra salvación.
El pueblo peculiar de Dios será
feliz verdaderamente y para siempre. Donde Dios da justicia, Él otorga
salvación. Los que están hechos para el cielo será llevados a salvo al cielo y
hallarán lo que han estado buscando.
Al adorar a Dios debemos elevar
nuestra alma a Él. Cierto es que nadie será avergonzado que, asistido por la
fe, espere en Dios, y que por una esperanza de fe, espere por Él. El creyente
más maduro necesita y desea que Dios le enseñe. Si deseamos sinceramente
conocer nuestro deber, con la resolución de hacerlo, podemos estar seguros que
Dios nos dirigirá.
El cristiano desea
fervientemente el perdón de sus pecados. Se dice que cuando Dios perdona el
pecado, no lo recuerda más, lo cual denota remisión plena. Es la bondad de
Dios, no la nuestra, su misericordia, no nuestro mérito, lo que debe ser
nuestro ruego al pedir el perdón de pecados, y todo el bien que necesitamos.
Debemos descansar en este argumento, sintiento nuestra propia indignidad y
satisfechos de las riquezas de la misericordia y la gracia de Dios. ¡Cuán
ilimitada es la misericordia que cubre por siempre los pecados y las necedades
de una juventud pasada sin Dios y sin esperanza! Bendito sea el Señor que la
sangre del gran Sacrificio puede limpiar toda mancha.
El Señor, que es la luz del creyente, es la
fortaleza de su vida; no sólo por Él quien vive, sino en el cual vive y se
mueve. Fortalezcámonos en Dios. La graciosa presencia de Dios, su poder, su
promesa, su disposición para oír oraciones, el testimonio de su Espíritu en los
corazones de su pueblo; estos son el secreto de su Tabernáculo y en estos los santos
encuentran la causa de esa santa seguridad y paz mental en que habitan
cómodamente.
Oremos por la comunión
constante con Dios en las santas ordenanzas.
Todos los hijos de Dios desean
habitar en la casa de su Padre. No una estadía allí, como pasajero que se queda
por una noche; ni habitar allí solo por un tiempo, como el siervo que no
permanece en la casa para siempre; sino habitar allí todos los días de su vida,
como hijos con su padre. ¿Esperamos que la alabanza de Dios sea la
bienaventuranza en la eternidad? Seguro entonces que debemos hacerlo asunto
importante de nuestro tiempo. Esto tendremos en el corazón más que cualquier
cosa.
Sea lo que fuere el cristiano
en esta vida, considera que el favor y el servicio de Dios es la única cosa
necesaria. Esto desea, ora y procura, y en ello se regocija.
El nacido de nuevo es muy
ferviente para orar. Los creyentes no
deben descansar hasta que hayan recibido alguna señal de que sus oraciones son
escuchadas.
Pide no ser contado con los
impíos. Sálvame de ser enredado en las trampas que han puesto para mí. Sálvame
de ser infectado con sus pecados y de hacer lo que ellos hacen. Señor, nunca
dejes que para mi seguridad yo use las artes de engaño y traición que ellos
usan para mi destrucción. Los que tienen
el cuidado de no participar con los pecadores en sus pecados, tienen razón para
esperar que no recibirán sus plagas.
Las grandes cosas que el Señor
ha hecho por nosotros, tanto por su providencia como por su gracia, obligan
nuestra gratitud para hacer todo lo que podamos para el progreso de su reino
entre los hombres, aunque lo más que podamos hacer sea poco.
Los santos de Dios en el cielo
le cantan; ¿por qué no hacen lo mismo los que están en tierra? Ninguna de las
perfecciones de Dios conlleva en sí más temor para el impío o más consuelo para
el santo que su santidad. Buena señal es que seamos, en parte, partícipes de su
santidad si podemos regocijarnos de todo corazón con su solo recuerdo. Nuestra
felicidad está ligada al favor divino; si lo tenemos, tenemos bastante, sea lo
que sea lo demás que necesitemos; pero mientras dure la ira de Dios, durará el
lloro de los santos.
La fe y la oración deben ir juntas, porque la
oración de fe es la oración que prevalece. Muchos
piensan que si están confundidos por sus asuntos mundanos y se multiplican sus
preocupaciones, pueden ser excusados si descuidan su alma; pero somos los más
interesados por cuidar de nuestra alma para que el hombre interior no sufra
daño, aunque el hombre exterior se deshaga. La redención del alma es tan
preciosa, que hubiera cesado para siempre, si Cristo no la hubiera emprendido.
Habiendo confiado en la
misericordia de Dios, uno se alegra y regocija en eso. Dios mira nuestra alma
cuando estamos atribulados, para ver si se humilla por el pecado y mejora por
la aflicción. Todo creyente enfrentará peligros y liberaciones, hasta que sea
librado de la muerte, su postrer enemigo.
El pecado es la causa de nuestra desgracia; pero
las transgresiones del creyente verdadero a la ley divina son todas perdonadas
puesto que están cubiertas por la expiación. Cristo llevó sus pecados, en
consecuencia, no se le imputan. Puesto que se nos imputa la justicia de Cristo,
y por haber sido hechos justicia de Dios en Él, no se nos imputa nuestra
iniquidad, porque Dios cargó sobre Él el pecado de todos nosotros, y lo hizo
ofrenda por el pecado por nosotros. No imputar el pecado es un acto de Dios,
porque Él es el Juez. Dios es el que justifica.
Fijaos en el carácter de aquel
cuyos pecados son perdonados; es sincero y busca la santificación por el poder
del Espíritu Santo. No profesa arrepentirse con la intención de darse el gusto
pecando, porque el Señor esté listo para perdonar. No abusa de la doctrina de
la libre gracia. Y al hombre cuya iniquidad es perdonada, se le promete toda
clase de bendiciones.
El gozo santo es el corazón y
el alma de la alabanza, cosa que se pide
al justo. La alabanza de agradecimiento es el aliento y el lenguaje del gozo
santo. Los cánticos son la expresión
adecuada de la alabanza por gratitud. Todo don debemos usarlo con toda nuestra
destreza y fervor al servicio de Dios.
Todas sus promesas son sabias y
buenas. Recta es su Palabra y, por tanto, sólo estamos bien cuando estamos de
acuerdo con ella. Toda su obra es hecha con fidelidad. Él es el justo Jehová,
por tanto, ama la justicia. ¡Qué lástima es que esta tierra, que está tan llena
de pruebas y de muestras de la bondad de Dios, esté tan vacía de alabanzas a
Él; y que haya tan pocos que vivan para su gloria en las multitudes que viven
de su generosidad! Lo que el Señor hace, lo hace a propósito y permanece firme.
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