} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: LAS BUENAS OBRAS Y LOS JUSTIFICADOS

viernes, 10 de agosto de 2018

LAS BUENAS OBRAS Y LOS JUSTIFICADOS


     
Horatius Bonar (1808-1889)   Pastor presbiteriano escocés y prolífico autor de tratados, libros e himnos. Nacido en Edimburgo, Escocia.


“Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda” (Romanos 4:4).

      Con estas palabras, ¿pretende Pablo restarle importancia a las buenas obras? ¿Está animando a sus lectores a caminar impíamente? ¿Está diciendo palabras duras, que mejor sería no decirlas?
No, la verdad es que está colocando el fundamento de las buenas obras.
Está quitando el gran obstáculo a una vida santa que es la esclavitud del hombre a un estado no perdonado. Está diciendo, con el poder del Espíritu Santo, verdades muy importantes. La diferencia entre obrar y creer es lo que Dios quiere que aprendamos, no sea que confundamos a las dos y haciéndolo, destruyamos a ambas. Aquí declara explícitamente el orden y la relación entre las dos en anticipación al error de muchos que entremezclan el obrar con el creer, que hacen del creer, el resultado del obrar, en lugar del obrar el resultado de creer. Diferenciamos con cuidado la fe y las obras, pero con el mismo cuidado conectamos a las dos. No separamos lo que Dios ha unido; tampoco invertimos el orden divino, ni adulteramos la relación divina, mucho menos ponemos en último lugar lo que Dios le ha dado el primero.
No fue para despreciar o desanimar el hacer buenas obras que el Apóstol habló de no obrar sino creer, ni de que “el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”, ni que Dios “atribuye justicia sin obras” (Ro. 3:28; 4:6).

Fue para distinguir entre dos cosas que son diferentes. Fue para mostrar la verdadera función de la fe de conectarnos para justificación con lo que otro ha realizado. Fue para impedir que pretendamos hacer algo con el fin de ser justificados. Viéndolo así, entonces, la fe es, en realidad, dejar de obrar y no una obra en sí misma.
No se trata de hacer algo para ser justificados, sino la sencilla aceptación de la obra justificadora de Aquel que terminó con la transgresión y puso fin al pecado (Dn. 9:24). Porque la única obra justificadora se completó mil ochocientos años atrás y cualquier intento de nuestra parte de repetirla o imitarla es en vano. Aquella cruz es suficiente. Tampoco fue para subestimar las buenas obras que realizó nuestro Señor, la respuesta que muchos pueden considerar muy singular a la pregunta de los judíos: “¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? …Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Jn. 6:28-29). Ellos querían abrirse camino para obtener el favor de Dios con sus propias acciones. El Señor les dice que aceptando sin dilación el testimonio de su Hijo unigénito pueden obtener ese favor sin tener que esperar ni depender de sus propias acciones. Hasta entonces, no estaban en condición de obrar. Eran como árboles sin raíces, como estrellas cuyos movimientos, no importa lo regular que fueran, no serían de ningún uso si ellas mismas no tuvieran luz.
Decirle a un espíritu atribulado que anda a ciegas: “Tienes primero que creer antes de poder hacer obras”, no significa alentarlo a seguir viviendo un estilo de vida impío, sino darle el requisito indispensable, tal como uno le diría a un soldado en la cárcel: “Tienes que salir de tu encierro antes de poder pelear” o a un nadador: “Tienes que tirarte al agua antes de intentar nadar” o a un corredor: “Tienes que quitarte esos grillos antes de poder correr la carrera”. Tienen que hacer lo primero antes de poder hacer lo segundo. No obstante, estas expresiones del Apóstol, a menudo se ignoran o son consideradas peligrosas.

  Citadas como una advertencia o con la menor frecuencia posible, por sentir secretamente que, a menos que se las diluya mucho o se las califique, mejor es no citarlas. Pero, ¿por qué están allí estas declaraciones tan firmes si son tan peligrosas, si la intención no fuera que se proclamen con tanta intrepidez ahora como fueron intrépidamente escritas hace dieciocho siglos? ¿Qué quiso significar el Espíritu Santo al proclamar declaraciones tan “transparentes”, como algunos tienden a juzgarlas? Por algo fueron escritas con tanto aplomo. Las palabras tímidas no hubieran logrado su propósito. El evangelio glorioso necesitaba declaraciones como éstas para resolver la maraña de la cuestión importante que es la aceptación, para dar paz a conciencias atribuladas y purgarlas de obras muertas y, a la vez, dar a las obras el lugar que les corresponde.
En la justicia de otro confiamos y en la justicia de otro somos justificados.
Respondemos a todas las acusaciones en nuestra contra, basadas en nuestra vida pecaminosa, señalando la perfección de la justicia que nos cubre de pies a cabeza…
Protegidos por esta perfección, no tememos a la ira, ni ahora ni en el más allá. Es una seguridad para nosotros y clamamos: “Mira, oh Dios, escudo nuestro, y pon los ojos en el rostro de tu ungido” (Sal. 84:9), como queriendo decir: “No me mires a mí, sino a mi Sustituto. No trates conmigo por mis pecados, sino con el que pagó por ellos. No me amonestes por mi culpabilidad, sino repréndelo a él; él responderá por mí”. Es así que nos encontramos seguros, protegidos por el escudo de justicia. Ninguna flecha, ni del enemigo ni de nuestra conciencia nos puede alcanzar allí.
Cubiertos por su perfección, tenemos paz. El enemigo no puede tocarnos o si trata de hacerlo, podemos resistirlo triunfalmente. Es un refugio en la tormenta, una protección contra la tempestad, un río de agua en la sequedad, la sombra de una gran roca en un páramo soleado. La obra de la justicia es la paz y en el Señor tenemos justicia y fortaleza.

Embellecidos con esta perfección, que es la perfección de Dios, encontramos favor ante él. Su vista se posa sobre la belleza que ha puesto en nosotros, de manera que al mirarnos vestidos ahora de su excelencia divina, la declara “muy buena”. No ve ninguna iniquidad en Jacob ni ninguna transgresión en Israel (Nm. 23:21). “La maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de Judá, y no se hallarán” (Jer. 50:20). Esta justicia es suficiente para cubrir, consolar y embellecer.
Pero hay más: Somos justificados para poder ser santos. Poseer esta justicia legal es el principio de una vida santa. No vivimos una vida santa con el fin de ser justificados, sino que somos justificados para poder vivir una vida santa. Lo que el hombre llama santidad es algo que puede encontrarse en casi cualquier circunstancia de ansiedad, oscuridad, esclavitud u conducta farisaica y sufrimiento; pero lo que Dios llama santidad sólo puede desarrollarse bajo condiciones de libertad y luz, y de perdón y paz con Dios. El perdón es la motivación principal de la santidad. El amor, como motivo, es mucho más fuerte que la ley, mucho más influyente que el temor a la ira o al peligro del infierno. El terror puede hacer que el hombre se arrodille como un esclavo y obedezca a un amo cruel, no sea que le sucedan cosas peores, pero sólo un sentido de amor perdonador puede llevar al corazón o la conciencia a ese estado en que la obediencia es agradable al alma o aceptable a Dios.
Las ideas erradas de la santidad son comunes, no sólo entre los que profesan religiones falsas, sino entre los que profesan la verdadera. La santidad es algo que el hombre por naturaleza no puede concebir, tal como un ciego no puede concebir la belleza de una flor o la luz del sol.
Todas las religiones falsas han tenido sus “santos”, cuya santidad, a menudo, consistía simplemente en la cantidad de dolor que podían infligirle a sus cuerpos o de los alimentos de los cuales se podían abstener, o del arduo trabajo que podían realizar. Pero con Dios, un santo es un ser muy diferente. En gran parte, la verdadera santidad consiste del amor filial y de todo corazón a Dios.
Y esto puede ni siquiera comenzar hasta que el pecador haya encontrado perdón, haya palpado la libertad y confiado en Dios. El espíritu de santidad es incompatible con el espíritu de esclavitud. Tiene que ser el espíritu de libertad, el espíritu de adopción por el cual clamamos: “¡Abba, Padre!” (Ro. 8:15; Gá. 4:6). Cuando la fuente de santidad comienza a fluir en el corazón humano y a llenar todo el ser con su poder transformador y purificador decimos: “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros” (1 Jn. 4:16). Esa es la primera nota del canto sagrado que se inició sobre la tierra y es perpetuado por toda eternidad.
Hemos sido comprados por precio para ser nuevas criaturas en Cristo Jesús. Somos perdonados para poder ser como él, quien nos perdona. Nos pone en libertad y saca de la esclavitud del pecado para que podamos ser santos. El amor gratuito e inconmensurable de Dios, vertido en nosotros, se expande y eleva todo nuestro ser y, entonces, le servimos, no a fin de ganarnos su favor, sino porque ya lo hemos obtenido por, sencillamente, creer lo que Dios ha dicho referente a su Hijo.
Si la raíz es santa, también lo son sus ramas. Hemos sido conectados con la raíz santa y, en consecuencia, por esta conexión nosotros somos santos también.
El perdón no anula ninguna ley ni interfiere con la justicia divina. Los indultos humanos a menudo lo hacen; el perdón de Dios nunca. El perdón duplica nuestras ligaduras con una vida santa, pero ya no son de hierro, sino de oro. Nos quita el yugo pesado, a fin de darnos uno liviano y fácil. El amor es más fuerte que la ley. Sea lo que fuere que conecta nuestra obediencia con el amor es mucho más influyente que lo que nos conecta con la ley.
El amor de Dios por nosotros y nuestro amor por Dios obran juntos para producir en nosotros santidad. El temor no logra ninguna verdadera obediencia. El suspenso no da frutos para santidad.

Sólo la certidumbre del amor, del amor perdonador, lo puede hacer. Es esta certidumbre la que derrite el corazón, disuelve nuestras cadenas y alivia la carga sobre nuestros hombros para poder ponernos de pie y correr en el camino de los mandamientos divinos.
La condenación es lo que nos amarra al pecado. El perdón desata este temible amarre y nos separa del pecado. La certidumbre del amor, del amor perdonador, puede hacerlo. El poder condenatorio que posee la Ley es lo que lo hace tan fuerte y terrible. Cancelado este poder, el espíritu liberado se eleva a la esfera del amor y en esa esfera encuentra tanto la voluntad como la fuerza para guardar la Ley, la ley que es antigua y a la vez nueva: Antigua en cuanto a su sustancia —“Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón” (Dt.6:5)— nueva en su modalidad y motivación —“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8:2) —; esto es, la ley del Espíritu que nos da la vida que tenemos en Cristo Jesús, ha cortado la conexión condenatoria de aquella Ley que no hace más que llevar al pecado y la muerte. “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne [es decir, incapaz de llevar a cabo sus mandamientos en nuestra vieja naturaleza], Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:3, 4).
La eliminación de la condenación significa disolución de la esclavitud legal y esa horrible presión sobre la conciencia que nos encadenaba y nos irritaba, quitándonos la capacidad, tanto como la inclinación, hacia toda obediencia, haciendo que la santidad pareciera desagradable y mala, por lo cual nos sometíamos sólo por temor a sufrir una tragedia… Pero el mensaje “Dios es amor” es como el sol irrumpiendo a través de los nubarrones de una larga tempestad. Recibir las buenas nuevas “por medio de él se os anuncia perdón de pecados” (Hch. 13:38), es como abrir la puerta de la celda al prisionero.

Termina la esclavitud dando paso a la libertad. La desconfianza desaparece y se gana el corazón. “El perfecto amor echa fuera el temor” (1 Jn. 4:18).
Nos apresuramos a abrazar a Aquel quien nos amó, aborrecemos aquello que nos había enemistado; descartamos todo lo que puso distancia entre nosotros y él, anhelamos ser tan perfectos como él y participar de su santidad. Ser “participantes de la naturaleza divina” (2 P. 1:4), que antes nos era tan desagradable, de ahora en adelante es agradable y placentero, nada parece ahora más deseable que escapar de las corrupciones que hay en el mundo por la lascivia.
Nos sometemos a muchos cambios falsos, que parecen santidad, pero que realmente no lo son… el tiempo nos cambia, pero no nos hace santos. El deterioro por el paso de los años nos cambia, pero no rompe el poder del mal. Un deseo carnal sucede a otro, la fragilidad sucede a la fragilidad, el error origina otro error, una vanidad se debilita, pero otra irrumpe resuelta a tomar su lugar, una mala costumbre es cambiada por otra, pero nuestra carne sigue igual. La cruz no nos ha tocado con su poder regenerador, el Espíritu Santo no ha purificado los orígenes interiores de nuestro ser y nuestra vida.
La moda nos cambia, el ejemplo de los amigos nos cambia, la sociedad nos cambia, el entusiasmo nos cambia, nuestros intereses nos cambian, el afecto nos cambia, el dolor nos cambia, el temor del mal que vendrá nos cambia, pero el corazón sigue igual que antes. De los numerosos cambios en nuestro carácter y comportamiento, ¡cuántos son engañosos, cuán pocos son auténticos y profundos! Sólo aquello que puede penetrar en lo más profundo de nuestro ser espiritual puede producir un cambio digno de ese nombre.
Lo único que puede realmente transformarnos es la Cruz. La poderosa consigna es: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Jn. 12:32)… “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Jn. 17:19).

Cristo se presenta a Dios como el Santo, el Consagrado, para que los suyos puedan participar de su santificación y ser como él: Santos, consagrados, hombres apartados para Dios por el derramamiento de su sangre. A través de la verdad, son santificados por el poder del Espíritu Santo.
“Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (He. 10:14), de modo que la perfección de sus santos, tanto en cuanto a la conciencia como a su santidad personal, está conectada al sacrificio único y surge de la obra consumada en el Calvario. “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (He. 10:10). También aquí la santificación está vinculada con el sacrificio del cuerpo de Cristo. Sea cual fuere el lugar que “el poder de su resurrección” ocupe en nuestra historia espiritual, la cruz es el origen de toda esa variedad de plenitud por la cual somos justificados y purificados. El secreto del creyente que anda en santidad es su continuo recurrir a la sangre de la Garantía y su relación cotidiana con un Señor crucificado y resucitado…
La falta de sensibilidad a la diferencia entre verdad y error es una de las características pecaminosas del protestantismo moderno. Las palabras grandilocuentes, cuadros bien logrados y una lógica fatua arrastra a multitudes. La diferencia entre evangelio y falta de evangelio es definitiva y muy trascendental; no obstante, muchos habiendo escuchado un sermón en que el evangelio de gracia para todos ha sido velado, no se percatan de que algo faltaba y para colmo alaban al predicador.

Las conversiones de los últimos años no cuentan con la profundidad de las conversiones del pasado. Las conciencias están avivadas a medias y pacificadas a medias, la herida ha sido expuesta superficialmente y curada insubstancialmente. De allí la falta de discernimiento espiritual entre la verdad y el error. La conciencia no es sensible, si lo fuera, rechazaría de inmediato y resentiría cualquier declaración, no importa lo bien argumentada o explicada, que interfiere, aun en el grado más mínimo, con el evangelio de gracia del amor de Dios en Cristo que pone algún obstáculo entre el pecador y la cruz o que, simplemente, habla sobre la cruz sin decirnos específicamente cómo salva y cómo purifica.


“El adorno de buenas obras, el adorno con que esperamos entrar al cielo es la sangre y la justicia de Jesucristo; pero el adorno del cristiano aquí en la tierra es su santidad, su piedad, su perseverancia. Si algunos tuvieran un poquito más de piedad, no necesitarían ropa tan llamativa; si tuvieran un poquito más de santidad para motivarlos, no tendrían ninguna necesidad de estar siempre adornándose.

Los mejores aretes que una mujer puede lucir son los aretes de escuchar la Palabra con atención. El mejor anillo que nos podemos poner en un dedo es el anillo que el padre le puso en el dedo al hijo pródigo cuando Dios lo trajo de regreso y el mejor vestido que podemos jamás usar es uno confeccionado por el Espíritu Santo, el vestido de una conducta consecuente.
Pero es asombroso ver que mientras tantos se preocupan por adornar este pobre cuerpo, tienen muy pocos ornamentos para su alma, se olvidan de vestir su alma”. —C. H. Spurgeon

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