Horatius Bonar
(1808-1889) Pastor
presbiteriano escocés y prolífico autor de tratados, libros e himnos. Nacido en
Edimburgo, Escocia.
“Pero al que obra, no se le cuenta el salario como
gracia, sino como deuda” (Romanos 4:4).
Con
estas palabras, ¿pretende Pablo restarle importancia a las buenas
obras? ¿Está animando a sus lectores a caminar impíamente? ¿Está
diciendo palabras duras, que mejor sería no decirlas?
No, la verdad es que está
colocando el fundamento de las buenas obras.
Está quitando el gran obstáculo a una vida santa que es la
esclavitud del hombre a un estado no perdonado. Está diciendo, con el poder del
Espíritu Santo, verdades muy importantes. La diferencia entre obrar y creer es
lo que Dios quiere que aprendamos, no sea que confundamos a las dos y
haciéndolo, destruyamos a ambas. Aquí declara explícitamente el orden y la
relación entre las dos en anticipación al error de muchos que entremezclan el
obrar con el creer, que hacen del creer, el resultado del obrar, en lugar del
obrar el resultado de creer. Diferenciamos con cuidado la fe y las obras, pero con
el mismo cuidado conectamos a las dos. No separamos lo que Dios ha unido;
tampoco invertimos el orden divino, ni adulteramos la relación divina, mucho
menos ponemos en último lugar lo que Dios le ha dado el primero.
No fue para despreciar o desanimar el hacer buenas obras que
el Apóstol habló de no obrar sino creer, ni de que “el hombre es justificado por
fe sin las obras de la ley”, ni que Dios “atribuye justicia sin obras” (Ro.
3:28; 4:6).
Fue para distinguir entre dos cosas que son diferentes. Fue
para mostrar la verdadera función de la fe de conectarnos para justificación
con lo que otro ha realizado. Fue para impedir que pretendamos hacer algo con
el fin de ser justificados. Viéndolo así, entonces, la fe es, en realidad,
dejar de obrar y no una obra en sí misma.
No se trata de hacer algo para ser justificados, sino la
sencilla aceptación de la obra justificadora de Aquel que terminó con la
transgresión y puso fin al pecado (Dn. 9:24). Porque la única obra justificadora se completó mil ochocientos años atrás
y cualquier intento de nuestra parte de repetirla o imitarla es en vano.
Aquella cruz es suficiente. Tampoco fue para subestimar las buenas obras que realizó
nuestro Señor, la respuesta que muchos pueden considerar muy singular a la pregunta
de los judíos: “¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?
…Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Jn. 6:28-29).
Ellos querían abrirse camino para obtener el favor de Dios con sus propias
acciones. El Señor les dice que aceptando sin dilación el testimonio de su Hijo
unigénito pueden obtener ese favor sin tener que esperar ni depender de sus
propias acciones. Hasta entonces, no estaban en condición de obrar. Eran como
árboles sin raíces, como estrellas cuyos movimientos, no importa lo regular que
fueran, no serían de ningún uso si ellas mismas no tuvieran luz.
Decirle a un espíritu atribulado que anda a ciegas: “Tienes
primero que creer antes de poder hacer obras”, no significa alentarlo a seguir viviendo
un estilo de vida impío, sino darle el requisito indispensable, tal como uno le
diría a un soldado en la cárcel: “Tienes que salir de tu encierro antes de
poder pelear” o a un nadador: “Tienes que tirarte al agua antes de intentar
nadar” o a un corredor: “Tienes que quitarte esos grillos antes de poder correr
la carrera”. Tienen que hacer lo primero antes de poder hacer lo segundo. No
obstante, estas expresiones del Apóstol, a menudo se ignoran o son consideradas
peligrosas.
En la justicia de otro confiamos y en la justicia de otro
somos justificados.
Respondemos a todas las acusaciones en nuestra contra,
basadas en nuestra vida pecaminosa, señalando la perfección de la justicia que
nos cubre de pies a cabeza…
Protegidos por esta perfección, no tememos a la ira, ni ahora ni en
el más allá. Es una seguridad para nosotros y clamamos: “Mira, oh Dios, escudo
nuestro, y pon los ojos en el rostro de tu ungido” (Sal. 84:9), como queriendo
decir: “No me mires a mí, sino a mi Sustituto. No trates conmigo por mis
pecados, sino con el que pagó por ellos. No me amonestes por mi culpabilidad,
sino repréndelo a él; él responderá por mí”. Es así que nos encontramos seguros,
protegidos por el escudo de justicia. Ninguna flecha, ni del enemigo ni de
nuestra conciencia nos puede alcanzar allí.
Cubiertos por su perfección, tenemos paz. El enemigo no puede
tocarnos o si trata de hacerlo, podemos resistirlo triunfalmente. Es un refugio
en la tormenta, una protección contra la tempestad, un río de agua en la
sequedad, la sombra de una gran roca en un páramo soleado. La obra de la
justicia es la paz y en el Señor tenemos justicia y fortaleza.
Embellecidos con esta perfección, que es la perfección de Dios,
encontramos favor ante él. Su vista se posa sobre la belleza que ha puesto en nosotros,
de manera que al mirarnos vestidos ahora de su excelencia divina, la declara
“muy buena”. No ve ninguna iniquidad en Jacob ni ninguna transgresión en Israel
(Nm. 23:21). “La maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de
Judá, y no se hallarán” (Jer. 50:20). Esta justicia es suficiente para cubrir,
consolar y embellecer.
Pero hay más: Somos justificados para poder ser santos.
Poseer esta justicia legal es el principio de una vida santa. No vivimos una vida santa
con el fin de ser justificados, sino que somos justificados para poder vivir
una vida santa. Lo que el
hombre llama santidad es algo que puede encontrarse en casi cualquier circunstancia
de ansiedad, oscuridad, esclavitud u conducta farisaica y sufrimiento; pero lo
que Dios llama santidad sólo puede desarrollarse bajo condiciones de libertad y
luz, y de perdón y paz con Dios. El perdón es la motivación principal de la santidad.
El amor, como motivo, es mucho más fuerte que la ley, mucho más influyente que
el temor a la ira o al peligro del infierno. El terror puede hacer que el
hombre se arrodille como un esclavo y obedezca a un amo cruel, no sea que le
sucedan cosas peores, pero sólo un sentido de amor perdonador puede llevar al
corazón o la conciencia a ese estado en que la obediencia es agradable al alma
o aceptable a Dios.
Las ideas erradas de la santidad son comunes, no sólo entre
los que profesan religiones falsas, sino entre los que profesan la verdadera. La
santidad es algo que el hombre por naturaleza no puede concebir, tal como un
ciego no puede concebir la belleza de una flor o la luz del sol.
Todas las religiones falsas han tenido sus “santos”, cuya
santidad, a menudo, consistía simplemente en la cantidad de dolor que podían infligirle
a sus cuerpos o de los alimentos de los cuales se podían abstener, o del arduo
trabajo que podían realizar. Pero con Dios, un santo es un ser muy diferente.
En gran parte, la verdadera santidad consiste del amor filial y de todo corazón
a Dios.
Y esto puede ni siquiera comenzar hasta que el pecador haya encontrado
perdón, haya palpado la libertad y confiado en Dios. El espíritu de santidad es
incompatible con el espíritu de esclavitud. Tiene que ser el espíritu de
libertad, el espíritu de adopción por el cual clamamos: “¡Abba, Padre!” (Ro.
8:15; Gá. 4:6). Cuando la fuente de santidad comienza a fluir en el corazón humano
y a llenar todo el ser con su poder transformador y purificador decimos: “Y
nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros” (1
Jn. 4:16). Esa es la primera nota del canto sagrado que se inició sobre la
tierra y es perpetuado por toda eternidad.
Hemos sido comprados por precio para ser nuevas criaturas en
Cristo Jesús. Somos perdonados para poder ser como él, quien nos
perdona. Nos pone en libertad y saca de la esclavitud del pecado para
que podamos ser santos. El amor gratuito e inconmensurable de Dios, vertido en
nosotros, se expande y eleva todo nuestro ser y, entonces, le servimos, no a
fin de ganarnos su favor, sino porque ya lo hemos obtenido por, sencillamente,
creer lo que Dios ha dicho referente a su Hijo.
Si la raíz es santa, también lo son sus ramas. Hemos sido
conectados con la raíz santa y, en consecuencia, por esta conexión nosotros
somos santos también.
El perdón no
anula ninguna ley ni interfiere con la justicia divina. Los indultos humanos a menudo lo hacen; el perdón de Dios
nunca. El perdón duplica nuestras ligaduras con una vida
santa, pero ya no son de hierro, sino de oro. Nos quita el
yugo pesado, a fin de darnos uno
liviano y fácil. El amor es más fuerte que la ley. Sea lo que fuere que conecta nuestra obediencia con el amor es mucho
más influyente que lo que nos conecta con la ley.
El amor de Dios por nosotros y nuestro amor por Dios obran
juntos para producir en nosotros santidad. El temor no logra ninguna verdadera obediencia.
El suspenso no da frutos para santidad.
Sólo la certidumbre del amor, del amor perdonador, lo puede
hacer. Es esta certidumbre la que derrite el corazón, disuelve nuestras cadenas
y alivia la carga sobre nuestros hombros para poder ponernos de pie y correr en
el camino de los mandamientos divinos.
La condenación es lo que nos amarra al pecado. El perdón
desata este temible amarre y nos separa del pecado. La certidumbre del amor, del
amor perdonador, puede hacerlo. El poder condenatorio que posee la Ley es lo
que lo hace tan fuerte y terrible. Cancelado este poder, el espíritu liberado
se eleva a la esfera del amor y en esa esfera encuentra tanto la voluntad como
la fuerza para guardar la Ley, la ley que es antigua y a la vez nueva: Antigua en cuanto a su sustancia —“Y amarás a
Jehová tu Dios de todo tu corazón” (Dt.6:5)— nueva en
su modalidad y motivación —“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús
me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8:2) —; esto es, la ley
del Espíritu que nos da la vida que tenemos en Cristo Jesús, ha cortado la
conexión condenatoria de aquella Ley que no hace más que llevar al pecado y la
muerte. “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la
carne [es decir,
incapaz de llevar a cabo sus
mandamientos en nuestra vieja naturaleza], Dios, enviando a su Hijo en semejanza
de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para
que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a
la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:3, 4).
La eliminación de la condenación significa disolución de la
esclavitud legal y esa horrible presión sobre la conciencia que nos encadenaba y
nos irritaba, quitándonos la capacidad, tanto como la inclinación, hacia toda
obediencia, haciendo que la santidad pareciera desagradable y mala, por lo cual
nos sometíamos sólo por temor a sufrir una tragedia… Pero el mensaje “Dios es amor”
es como el sol irrumpiendo a través de los nubarrones de una larga tempestad.
Recibir las buenas nuevas “por medio de él se os anuncia perdón de pecados”
(Hch. 13:38), es como abrir la puerta de la celda al prisionero.
Termina la esclavitud dando paso a la libertad. La
desconfianza desaparece y se gana el corazón. “El perfecto amor echa fuera el
temor” (1 Jn. 4:18).
Nos apresuramos a abrazar a Aquel quien nos amó, aborrecemos
aquello que nos había enemistado; descartamos todo lo que puso distancia entre
nosotros y él, anhelamos ser tan perfectos como él y participar de su santidad.
Ser “participantes de la naturaleza divina” (2 P. 1:4), que antes nos era tan
desagradable, de ahora en adelante es agradable y placentero, nada parece ahora
más deseable que escapar de las corrupciones que hay en el mundo por la
lascivia.
Nos sometemos a muchos cambios falsos, que parecen santidad,
pero que realmente no lo son… el tiempo nos cambia, pero no nos hace santos. El
deterioro por el paso de los años nos cambia, pero no rompe el poder del mal.
Un deseo carnal sucede a otro, la fragilidad sucede a la fragilidad, el error
origina otro error, una vanidad se debilita, pero otra irrumpe resuelta a tomar
su lugar, una mala costumbre es cambiada por otra, pero nuestra carne sigue igual.
La cruz no nos ha tocado con su poder regenerador, el Espíritu Santo no ha
purificado los orígenes interiores de nuestro ser y nuestra vida.
La moda nos cambia, el ejemplo de los amigos nos cambia, la
sociedad nos cambia, el entusiasmo nos cambia, nuestros intereses nos cambian,
el afecto nos cambia, el dolor nos cambia, el temor del mal que vendrá nos
cambia, pero el corazón sigue igual que antes. De los numerosos cambios en
nuestro carácter y comportamiento, ¡cuántos son engañosos, cuán pocos son auténticos
y profundos! Sólo aquello que puede penetrar en lo más profundo de nuestro ser
espiritual puede producir un cambio digno de ese nombre.
Lo único que puede realmente transformarnos es la Cruz. La
poderosa consigna es: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a
mí mismo” (Jn. 12:32)… “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que
también ellos sean santificados en la verdad” (Jn. 17:19).
Cristo se presenta a Dios como el Santo, el Consagrado, para
que los suyos puedan participar de su santificación y ser como él: Santos,
consagrados, hombres apartados para Dios por el derramamiento de su sangre. A través
de la verdad, son santificados por el poder del Espíritu Santo.
“Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a
los santificados” (He. 10:14), de modo que la perfección de sus santos, tanto
en cuanto a la conciencia como a su santidad personal, está conectada al sacrificio
único y surge de la obra consumada en el Calvario. “En esa voluntad somos
santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para
siempre” (He. 10:10). También aquí la santificación está vinculada con el
sacrificio del cuerpo de Cristo. Sea cual fuere el lugar que “el poder de su
resurrección” ocupe en nuestra historia espiritual, la cruz es el origen de
toda esa variedad de plenitud por la cual somos justificados y purificados. El
secreto del creyente que anda en santidad es su continuo recurrir a la sangre de la Garantía y su
relación cotidiana con un Señor crucificado y resucitado…
La falta de sensibilidad a la diferencia entre verdad y
error es una de las características pecaminosas del protestantismo moderno. Las
palabras grandilocuentes, cuadros bien logrados y una lógica fatua arrastra a
multitudes. La diferencia entre evangelio y falta de evangelio es definitiva y
muy trascendental; no obstante, muchos habiendo escuchado un sermón en que el
evangelio de gracia para todos ha sido velado, no se percatan de que algo
faltaba y para colmo alaban al predicador.
Las conversiones de los últimos años no cuentan con la
profundidad de las conversiones del pasado. Las conciencias están avivadas a
medias y pacificadas a medias, la herida ha sido expuesta superficialmente y
curada insubstancialmente. De allí la falta de discernimiento espiritual entre
la verdad y el error. La conciencia no es sensible, si lo fuera, rechazaría de
inmediato y resentiría cualquier declaración, no importa lo bien argumentada o
explicada, que interfiere, aun en el grado más mínimo, con el evangelio de
gracia del amor de Dios en Cristo que pone algún obstáculo entre el pecador y
la cruz o que, simplemente, habla sobre la cruz sin decirnos específicamente
cómo salva y cómo purifica.
“El
adorno de buenas obras, el adorno con que esperamos entrar al cielo es la sangre
y la justicia de Jesucristo; pero el adorno del cristiano aquí en la tierra es
su santidad, su piedad, su perseverancia. Si algunos tuvieran un poquito más de
piedad, no necesitarían ropa tan llamativa; si tuvieran un poquito más de
santidad para motivarlos, no tendrían ninguna necesidad de estar siempre
adornándose.
Los
mejores aretes que una mujer puede lucir son los aretes de escuchar la Palabra con
atención. El mejor anillo que nos podemos poner en un dedo es el anillo que el padre
le puso en el dedo al hijo pródigo cuando Dios lo trajo de regreso y el mejor vestido
que podemos jamás usar es uno confeccionado por el Espíritu Santo, el vestido
de una conducta consecuente.
Pero
es asombroso ver que mientras tantos se preocupan por adornar este pobre
cuerpo, tienen muy pocos ornamentos para su alma, se olvidan de vestir su
alma”. —C. H. Spurgeon
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