Samuel Davies (1723-1761)
“Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de
esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se
arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia,
por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los
muertos”
(Hechos 17:30-31).
En los tiempos oscuros de ignorancia que precedieron a la publicación
del evangelio, Dios parecía pasar por alto o cerrar los ojos a la idolatría y a
las diversas formas de impiedad que se habían extendido por el mundo. Es decir,
parecía no tener en cuenta ni notarlas como para castigarlas ni para dar a las
naciones llamados explícitos para que se arrepintieran. Ahora, dice San Pablo,
la situación ha cambiado.
Ahora el evangelio es publicado por todo el mundo, y por lo
tanto Dios ya no parece indiferente a la maldad y la impenitencia de la
humanidad, sino que publica su gran mandato a un mundo rebelde, explícitamente
y a gran voz, mandando que todos los hombres en todas partes se arrepientan.
Les da motivos y exhortaciones particulares a este fin.
Un motivo de mayor peso, que antes no había sido publicado
clara y extensivamente, es la doctrina del juicio universal. Sin lugar a dudas,
la perspectiva de un juicio debe ser una motivación fuerte para que los pecadores
se arrepientan; esto, si acaso se puede, tiene que despertarlos de su seguridad
irreflexiva y traerlos al arrepentimiento.
Dios ha asegurado a todos los hombres, es decir, a todos los
que oyen el evangelio, que tiene un día designado a este gran propósito, y que
Jesucristo, el Dios-hombre, habrá de presidir en persona
esta majestuosa solemnidad. Ha garantizado esto… La resurrección de Cristo lo
garantiza varios modos. Es un ejemplo y promesa de una resurrección general,
ese gran preparativo para el Juicio. Es también una prueba auténtica de que el Señor
es quien afirma ser y prueba irrefutable de su misión divina…
Entremos ahora a la escena majestuosa. Pero, ¡ay!, ¿qué
imágenes usaré para representarlo? Nada que hayamos visto, nada que hayamos
oído, nada que jamás haya sucedido en el curso del tiempo puede proporcionarnos
ilustraciones adecuadas. Todo es bajo y humillante, todo es débil y obsceno
debajo del sol en comparación con el gran fenómeno de aquel día. Estamos tan
acostumbrados a lo bajo y a las pequeñeces que es imposible elevar nuestro
pensamiento a una altura apropiada. Dentro de pronto seremos espectadores
atónitos de estas maravillas majestuosas, y nuestros ojos y nuestros oídos serán
nuestros instructores. Pero ahora es necesario que tengamos los conceptos de
ellos que puedan afectar nuestro corazón y prepararnos para la escena. Pasemos,
pues, a mostrar esas representaciones que nos da la revelación divina que es
nuestra única guía para este caso…
En cuanto a la persona del Juez, nos dice el salmista, Dios
mismo es el Juez. Sin embargo, Cristo nos dice que el Padre no juzga a nadie,
sino que ha encargado todo el juicio a su Hijo, y que le ha dado autoridad para
ejecutar el juicio porque él es el Hijo del hombre. Es, por lo tanto, Cristo Jesús,
el Dios-hombre, como ya lo mencioné, quien tendrá esta elevada misión. Por
razones ya mencionadas, comprendemos que es muy apropiado que le fuera delegada
a él. Siendo Dios y hombre, todas las ventajas de la divinidad y la humanidad
se centran en él y lo hacen más digno para este oficio que si fuera únicamente
Dios o únicamente hombre.
Este es el Juez augusto ante quien hemos de comparecer. Tal
perspectiva puede inspirarnos reverencia, gozo y terror.
En cuanto a la forma de su aparición, será la apropiada para
la dignidad de su persona y oficio. Brillará en todas las glorias intachables
de la Divinidad y en las glorias más moderadas del hombre perfecto. Sus asistentes
agregarán dignidad a su gran aparición, y la alegría de la naturaleza aumentará
la solemnidad y el terror de ese día. Sus propias palabras lo describen:
“Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con
él, entonces se sentará en su trono de gloria” (Mat. 25:31). “Cuando se
manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama
de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al
evangelio de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes. 1:7-8). Este es el Juez ante quien hemos de
comparecer…
Ya el Juez ha venido, el tribunal divino ha sido
constituido, los muertos han resucitado. ¿Y ahora, qué sigue? Pues, ahora es la
convención1 universal de todos los hijos de los hombres ante el tribunal
divino. ¡Qué convocación augusta, qué asamblea vasta es esta! Todos los hijos
de los hombres se reúnen en una numerosísima asamblea. Adán contempla la larga
línea de su posteridad, y esta contempla al padre que tienen en común… En esa
asamblea prodigiosa, hermanos míos, tenemos que estar ustedes y yo. No nos perderemos
en el gentío, ni pasaremos desapercibidos para nuestro Juez: fijará su vista en
cada uno en particular como si no hubiera más que uno ante él.
Ahora el Juez ha tomado asiento. Millones de personas
ansiosas permanecen de pie delante de él, esperando su condenación. Hasta entonces,
no existe ninguna separación entre ellos… Pero, ¡miren! A la orden del Juez, el gentío entra en
movimiento. Se separan. Se agrupan según su carácter y se dividen a la derecha
y la izquierda… ¡Oh! ¡Qué separaciones sorprendentes se hacen ahora! ¡Cuántas
multitudes que antes se contaban entre los santos y eran altamente estimados
por otros —y por ellos mismos— debido a su consagración, ahora han sido
desterrados de entre ellos y han sido colocados con los criminales temblando de
terror en el lado izquierdo! ¡Y cuántas almas pobres, sinceras de
corazón y desalentadas, cuyos temores aprensivos frecuentemente los habían colocado
allí, se encuentran ahora con la agradable sorpresa de estar en el lado derecho de su Juez quien con su sonrisa, les
muestra su aprobación!
¡Cuántas conexiones se han quebrantado ahora! ¡Cuántos corazones destrozados!
¡Cuántos amigos cercanos, cuántos seres queridos, separados para siempre!
Vecino de vecino, amos de sus siervos, amigo de amigo, padres de sus hijos,
esposos de sus esposas… Porque, ¿quiénes son esas multitudes miserables en el
lado izquierdo? Allí, por el medio de la revelación, veo al borracho, al
maldiciente, al rufián, al mentiroso, al fraudulento, y a las diversas clases
de pecadores profanos y lascivos. Allí veo a las familias que no claman al
Señor, naciones enteras que lo olvidan.
Y, ¡oh! ¡Qué multitudes vastas,
cuántos millones de millones de millones son!
Pero, ¿quiénes son esos inmortales gloriosos en el
lado derecho? Son los
que ahora lloran por sus pecados, los resisten y abandonan. Son los que se han entregado
enteramente a Dios por medio de Jesucristo, que han cumplido con entusiasmo el
plan de salvación revelado en el evangelio; que han sido hechos criaturas
nuevas por el soberano poder de Dios; que han intentado por todos los medios y
con perseverancia obrar en su vida su propia salvación y vivir correcta, sobria
y piadosamente en el mundo…
Ahora comienza el juicio. Dios juzga los secretos de los
hombres a través de Jesucristo. Todas las obras de todos los hijos de los
hombres serán juzgadas… ¡Qué descubrimientos extraños habrá en este juicio! ¡Qué inclinaciones nobles que
nunca brillaron en toda su hermosura ante la vista mortal; qué acciones
piadosas y nobles escondidas detrás del velo de la modestia; qué aspiraciones
afectuosas, qué devotos ejercicios del corazón vistos solo por los ojos de
Omnisciencia, son ahora traídos a plena luz para recibir la aprobación del Juez
supremo ante el universo reunido!
Pero, por otro lado, ¡qué obras vergonzosas y tenebrosas;
qué deshonestidades secretas; qué nefastos secretos de traiciones, hipocresías,
lascivias y diversas formas de maldad, astuta y cuidadosamente escondidos de la
vista humana; qué explotaciones horribles de pecado ahora se iluminan de todos
los colores infernales para confusión de los culpables y asombro y horror del
universo! ¡Sí, la historia de la humanidad parecerá ser entonces los anales del
infierno o la biografía de los demonios! Allí la marca de la hipocresía será
arrancada. Caracteres nebulosos se verán con claridad, y tanto los hombres como
las cosas se verán como realmente son.
¿No les horroriza a algunos de ustedes la perspectiva de tal
descubrimiento? Porque muchas de sus acciones, y en especial sus corazones, no
aguantarán la luz. ¡Cómo les desconcertaría si fueran publicados ahora, aun en
el pequeño círculo de sus conocidos! ¿Cómo pueden,
entonces, soportar que sean expuestos totalmente delante de Dios, los ángeles
y los hombres?
Llegamos ahora a la gran crisis, a lo que el estado eterno
de toda la humanidad depende. Me refiero a dictar la gran sentencia decisiva.
Cielo y tierra guardan silencio y escuchan atentamente mientras el Juez, con rostro
sonriente y una voz más dulce que una música celestial, se vuelve a la gloriosa
compañía a su derecha y derrama todas las alegrías del cielo en sus almas en
esa extática frase de la cual en su gracia nos dejó una copia:
“Venid, benditos de
mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”
(Mat. 25:34). Cada palabra está llena de énfasis, llena del cielo y coincide
exactamente con los deseos de aquellos a quienes va dirigida. Ellos deseaban,
anhelaban y ansiaban estar cerca de su Señor. Ahora su Señor les invita: “Acérquense
a mí, y moren conmigo para siempre”. No anhelaban otra cosa que la bendición de
Dios, no temían más que su maldición. Ahora sus temores han sido totalmente eliminados,
y sus deseos totalmente cumplidos porque el Juez supremo los pronuncia benditos de su Padre. Habían sido pobres en
espíritu, la mayoría de ellos pobres en este mundo, y todos conscientes de su
falta de mérito. ¡Qué contentos están entonces ante la sorpresa de oír que
son… invitados a heredar un reino, como príncipes de sangre real nacidos
para los tronos y coronas!... Pero ¡escuchen!
Otra sentencia es pronunciada como un
trueno vengador por un Juez airado. ¡La naturaleza lanza un profundo y tremendo
gemido! ¡Los cielos se oscurecen y quedan en tinieblas, la tierra tiembla, y
los millones de culpables languidecen con horror ante su sonido! Y vean, Aquel
cuyas palabras son obras, cuyo puño produjo de la nada los mundos, Aquel que
puede reducir diez mil mundos a la nada con son solo fruncir su ceño; Aquel
cuyo trueno venció la insurrección de ángeles rebeldes en el cielo y los lanzó
de cabeza a las profundidades del infierno; vean,
se vuelve a su izquierda, hacia el gentío culpable. Su rostro denota la justa
indignación que late en su pecho. Su rostro se muestra inexorable, que no hay
ya lugar para oraciones y lágrimas. Ahora ya ha pasado la hora dulce, gentil,
mediadora, y nada aparece más que la majestad y el terror del Juez. Horror y
tinieblas surcan su frente, y de sus ojos salen relámpagos vindicadores. Ahora
— ¡Oh! ¡Quién puede tolerar el rugido!
El Señor habla: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y
sus ángeles” (Mat. 25:41). ¡Oh, el énfasis cortante de cada palabra!
¡Apartaos! ¡Apartaos de mí! De mí, el autor de todo lo bueno, la fuente
de toda felicidad. Apartados de mí con todo mi profunda y total maldición sobre
vosotros. Apartaos al fuego, al fuego eternal preparado, abastecido de combustible
y que arde con furia, preparado para el diablo y sus ángeles.
Ahora ha llegado el gran periodo en que el estado final y
eterno de la humanidad ha sido determinado sin posibilidad de cambios. Desde
esta era de primordial importancia, su felicidad o infelicidad sigue en un
tenor uniforme e ininterrumpido: ningún cambio, ninguna graduación, sino de gloria
en gloria en la escala de la perfección o de abismo en abismo en el infierno.
Este es el día en que terminan todos los designios de la Providencia, los
cuales se fueron cumpliendo durante miles de años.
¡El tiempo era, pero ya no es más! Ahora todos los hijos de
los hombres entran en una duración que no se mide por las revoluciones del sol
ni por los días, meses y años. Ahora amanece la eternidad, un día que nunca tendrá
noche. Esta mañana terriblemente gloriosa está solemnizada con la ejecución de
la sentencia. En cuanto es dictada, los impíos pasan inmediatamente a su
castigo eterno, mientras que los justos a vida eterna.
¡Vean la multitud atónita a la izquierda, con sus miradas de
horror, dolor y desesperación, llorando y retorciéndose las manos y
contemplando con ansiedad aquel cielo que perdieron! ¡Ahora un adiós eterno a
la tierra y todos sus placeres! ¡Adiós a la alegre luz del cielo! ¡Adiós a la esperanza, el dulce consuelo del sufrimiento!
El cielo muestra su desaprobación desde lo alto, los
horrores del infierno se extienden por todas partes a su alrededor, y desde
adentro, la conciencia les carcome el corazón. ¡Conciencia! ¡Oh tú, poder maltratado y exasperado
que duerme ahora en tantos seres, qué venganza severa y abundante te tomarás
sobre los que ahora se atreven a violentarte! ¡Oh, qué nefastas reflexiones
sugerirá entonces la mente! ¡El recuerdo de misericordias atropelladas! ¡De un
Salvador despreciado! ¡De medios y oportunidades de salvación desaprovechados y
perdidos! Estos recuerdos arderán en el corazón como escorpiones. Pero, ¡oh
eternidad! ¡Eternidad! ¡Con cuánto horror circulará tu nombre
por los abismos del infierno! ¡Eternidad de sufrimiento! ¡Aflicción sin fin,
sin ninguna esperanza de un final! ¡Oh, este es el infierno de los infiernos!
¡Este es el padre de la desesperación! Desesperación: el ingrediente directo del sufrimiento,
la pasión más atormentadora que sienten los demonios.
Pasemos a contemplar una escena más encantadora y gloriosa.
Observen el ejército brillante y triunfador marchando, bajo
la dirección del Capitán de su salvación, hacia su hogar eterno donde estarán
para siempre con el Señor, todo lo feliz que su naturaleza en su más elevada expresión
puede serlo. ¡Con qué exclamaciones de gozo y triunfo ascienden! ¡Con qué
aleluyas sublimes coronan a su Libertador!...
Y ahora cuando todos los habitantes de nuestro mundo, para
quienes este fue formado, son llevados a otras regiones, también la tierra se encuentra
con su destino. Es apropiado que un planeta tan culpable, que ha sido el
escenario del pecado durante tantos miles daños, que sostuvo la cruz sobre la
cual su Hacedor expiró, se ha convertido en un monumento de la desaprobación
divina… Y ¡vean! ¡La llamarada universal comienza! ¡Los
cielos desaparecen con gran estruendo! ¡Los elementos se derriten en el calor
intenso! ¡La tierra y las obras que en ella hay se consumen en el fuego! Ahora
las estrellas se salen de sus órbitas, los cometas centellean iracundos, la
tierra se estremece. ¡Los Alpes, los Andes y todos los altos picos de largas
cadenas montañosas estallan como Montes Etna ardientes, o truenan y relampaguean
y humean y flamean y se sacuden como el Sinaí cuando Dios descendió sobre él
para publicar su fogosa Ley! Las rocas se derriten y corren en torrentes de
llamas; los ríos, lagos y océanos hierven y se evaporan. Irrumpen capas de
fuego y columnas de humo, se escuchan ensordecedores e insufribles truenos y
relámpagos, y todo arde y se extiende en la atmósfera de polo a polo… ¡Todo el planeta se ha disuelto ahora
en un desordenado océano de fuego líquido! ¿Dónde encontraremos ahora los lugares donde estaban las
ciudades, donde los ejércitos luchaban, donde las montañas extendían sus crestas
y levantaban sus cabezas en alto? ¡Ay! Todos se han perdido y no han dejado ni
un vestigio en los lugares que una vez eran. ¿Dónde estás, o patria mía? Sumida
con todo lo demás como una gota en el océano ardiente…
Todos tendremos que aparecer ante el Tribunal Divino y
recibir nuestra sentencia según nuestras obras realizadas en el cuerpo. Si es
así, ¿qué estamos haciendo que no nos preparamos con más diligencia?... ¿Qué piensan
ahora los pecadores entre ustedes acerca del arrepentimiento? El arrepentimiento
es el gran preparativo para este terrible día. En mi texto, como lo he destacado ya,
el Apóstol menciona el juicio final como un motivo poderoso para arrepentirse.
¿Y qué pensarán los criminales acerca del arrepentimiento cuando vean que el
Juez asciende al trono? Ven, pecador, mira hacia delante y ve el tribunal
ardiente ya listo, tus crímenes expuestos, tu condenación pronunciada y tu
infierno que ya comienza. ¡Ve al mundo entero destruido y arrasado por el fuego
inagotable debido a tus
pecados!
Con estos estas realidades por delante, ¡te llamo al
arrepentimiento!... Dios, el Dios grande a quien obedecen cielo y tierra, manda
que te arrepientas. Sea cual fuere tu reputación, seas rico o pobre, anciano o joven,
blanco o negro, sea donde sea que te sientas o paras, este mandato te llega a ti. Dios manda ahora que todos los
hombres en todas partes se arrepientan. Estás este día firmemente
obligado a hacerlo por su autoridad. ¿Te atreves a desobedecer ante la perspectiva
de todas las terribles consecuencias del Juicio que pronto te espera?...
Arrepiéntete por orden de Dios porque él ha designado un día en que juzgará al
mundo en justicia por medio de aquel Hombre que él ha decretado, de lo cual te
ha dado total seguridad de que lo ha levantado de entre los muertos.
Samuel
Davies (1723-1761): Pastor presbiteriano, cuarto presidente de Princeton y predicador
durante el Gran Despertar, nacido cerca de Summit Ridge, Delaware, EE.UU.
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