B.
A. Ramsbottom
Hace varios años,
noté en cierta ocasión algo muy extraño mientras estaba sentado frente a la
congregación. ¡El reloj de la capilla andaba al revés! El culto comenzó a las
siete, pero para cuando terminamos de cantar el primer himno, el reloj marcaba
las siete menos cinco minutos. Y al finalizar la lectura bíblica eran las siete
menos quince minutos. Al principio pensé que mis ojos me engañaban, y hasta bajé
de la plataforma para averiguar a qué se debía este raro suceso.
Ese reloj había ido marcando las horas en una sola dirección
día tras día, semana tras semana, año tras año. Pero ahora, de pronto, comenzó
a andar en dirección contraria. Esto me hizo pensar. Eso es lo que vemos
ocurrir en la vida de hombres, mujeres y niños: UN CAMBIO COMPLETO. Podemos leer
en la Biblia acerca de estos cambios, como el de Manasés y María Magdalena,
quienes habían sido tremendamente malvados y cambiaron totalmente.
A veces llamamos a esto conversión:
“De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis
en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Esto es obra de Dios, no del hombre;
no es sólo pasar a una página nueva, no es tan sólo reformarse, no es meramente
abandonar una mala costumbre. El reloj de la capilla volvió a su manera anterior
de andar, pero la conversión verdadera nunca se vuelve atrás. En el Día de
Pentecostés fueron salvas 3.000 personas, y todas continuaron perseverando en
la fe.
Cierta vez un consagrado pastor caminaba por una calle,
cuando de pronto le llamó la atención un borracho que estaba tirado a un lado
de la calle.
—¡Allí tienes a uno de tus convertidos! —le gritó alguien al
pastor.
—Sí, parece que su conversión fue obra mía. ¡Si hubiera sido
obra de Dios, no estaría tirado aquí!
La Biblia también habla del nuevo nacimiento, una nueva vida dada por Dios en el corazón.
Esto es lo que causa la conversión, el dar un giro total, y emprender una vida
nueva. Así que el nuevo nacimiento, conocido como regeneración, debe ser el primer paso. Cuando nace
un bebé, comienza a llorar, a sentir hambre y sed, se mueve, etc. Cuando
nacemos de nuevo, comenzamos a sentir hambre y sed de Cristo, y nos conducimos
de una manera distinta a la de antes.
Dado que esta es totalmente obra de Dios, no importa lo mala
que haya sido antes una persona. Hay muchos relatos de personas malvadas cuyo
corazón y cuya vida han sido cambiados por la gracia de Dios. Cierta vez un hombre
fue a oír predicar a Jorge Whitefield, cargando varias piedras para tirárselas
a la cabeza. Según el sermón iba avanzando, las piedras iban cayendo una por
una al suelo. (En lugar del hombre romperle la cabeza a Whitefield, Dios le rompió el corazón al hombre.) En otra ocasión un hombre
se paró sobre una mesa en un bar para burlarse de la predicación de Whitefield
imitándolo; pero mientras predicaba haciendo su imitación, el hombre se bajó de
la mesa con el corazón afectado por las palabras que él mismo había dicho, y
con una gran tristeza en su alma. Ese hombre se convirtió en un hombre consagrado
y en un siervo de Dios.
El Señor Jesús predicó claramente acerca del nuevo
nacimiento e insistió que era de vital
importancia. No hay
nada que pueda sustituirlo. Muchas veces nos dicen en alguna tienda que no
tienen lo que necesitamos, pero que tienen algo que es igual a lo que pedimos.
Pero para el nuevo nacimiento no hay sustitutos.
Nicodemo, un principal entre los judíos, se acercó
secretamente a Jesús de noche.
Externamente era un hombre bueno, un hombre religioso, y se
dirigió a Jesús con cortesía. Pero Jesús fue al quid de la cuestión, y le dijo:
“Os es necesario nacer de nuevo”. ¡No hay salvación sin esto! En otras palabras,
le dijo a Nicodemo que ser religioso y hacer buenas obras no era suficiente. Tu
mal radica en tu corazón.
Necesitas un cambio total, completo; necesitas un corazón
nuevo, la nueva vida que tan sólo Dios puede dar.
Lo importante en el cambio es la nueva vida. La Biblia lo
compara a menudo con la resurrección. Lo que Jesús hizo por la hija de
Jairo, por Lázaro y por el hijo de la viuda de Naín, necesitamos que lo haga por
nosotros. A veces, al entrar en una casa, notamos hermosos ramos de flores.
Pero, al acercarnos, vemos que son artificiales. No tienen vida. No seamos como
las flores artificiales.
Cuando recibimos vida, el cambio produce arrepentimiento y, a la vez, creemos.
La Biblia habla mucho acerca del arrepentimiento y de la fe.
Necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados, de nuestra
desobediencia y de nuestra rebelión contra Dios. Jesús predicó que “los hombres
tienen que arrepentirse”. Juan el Bautista predicó el arrepentimiento, y
también los Apóstoles lo predicaron. Vemos claramente que no hay perdón sin
arrepentimiento.
¿Qué es arrepentimiento? Es sentir pesadumbre por nuestros
pecados y ponerlos en las manos de Dios, apartarnos de ellos completamente; es girar
en dirección contraria como aquel reloj. ¡Necesitamos arrepentirnos de nuestros
pecados y confesarlos! Pero, ¿qué beneficio nos puede dar lamentarnos por
nuestros pecados y luego seguir cometiéndolos? El cántico infantil tiene mucha
razón:
Arrepentirse es renunciar a los pecados antes amados,
demostrar con sinceridad que no serán ya practicados.
Recordamos a un viejo rufián, conocido por toda la comarca,
que venía a la capilla una vez al año en el día del aniversario. Durante el
culto lloraba y se lamentaba, diciendo: “¡Yo sé que aquí es donde debiera
estar! ¡Yo sé que aquí es donde debiera estar!” Pero después no volvíamos a
verlo por espacio de un año. Llegó un año cuando no apareció; se había quitado
la vida. Derramar lágrimas sin abandonar el pecado —eso no es arrepentimiento.
Luego está la fe. No se trata solamente de creer que
Jesús vivió, murió y resucitó, sino confiar
en él. Tanto el arrepentimiento como la
fe son dones impartidos por Dios. Cuando tenemos una conversión auténtica,
cuando realmente nacemos de nuevo, renunciamos a cualquier esperanza en
nosotros mismos, o a cualquier seguridad derivada de lo que hemos hecho, ¡y confiamos
SOLAMENTE en el Señor Jesús!
¡Qué importante es la palabra solamente! En la época de la Reforma, el gran debate
entre protestantes y católico romanos era la justificación por la fe. Los católico
romanos estaban dispuestos a aceptar la justificación por la fe —siempre y cuando
se eliminara la palabra “solamente”. “Tengan cuidado de no excluir la palabra solamente”, fue el consejo recibido por varios
pastores que se disponían a debatir a sus opositores.
La fe es personal, y siempre contiene el elemento de
confiar. Veamos el caso de Blondín, el famoso equilibrista que ¡podía cruzar
las cataratas del Niágara caminando sobre un cuerda extendida sobre las
cataratas! Y no sólo eso, ¡podía empujar una carretilla con un hombre en ella
en la misma cuerda! ¡Asombroso! Cierta vez hablaba Blondín con un amigo acerca
de sus logros, y le preguntó al amigo si creía que él, Blondín, podía empujar a
un hombre sobre la cuerda y llegar a salvo. El amigo dijo que sí, pero Blondín
insistió queriendo asegurarse de que realmente lo creía.
—No dudo de tu habilidad para cruzar andando sobre la cuerda
y de llevar al hombre a salvo —dijo el amigo.
Pero se negó a meterse en la carretilla y dejarse empujar
por la cuerda. ¡No confiaba realmente en él!
¡Cuán importante es la obra del Espíritu Santo en el nuevo
nacimiento, la cual nos capacita para huir del pecado, acudir a Dios y confiar
en el Señor Jesús!
Volvemos a
citar a Whitefield. En cierta
ocasión se hospedaba en una casa donde lo trataban con gran cortesía y bondad.
Pero, lamentablemente, podía ver que sus anfitriones estaban ajenos al nuevo
nacimiento. Oró pidiendo orientación sobre cómo encarar la cuestión, y con una
sortija de diamantes escribió en el espejo: “UNA COSA TE FALTA”. Dios hizo de
estas palabras una bendición.
En una ocasión, por pura curiosidad le preguntaron al Señor
Jesús si serían pocos los salvos. Jesús respondió de una manera inesperada
diciendo: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta”. En otras palabras: ¿Qué
de ti? “Una cosa es necesaria” (Lucas 10:42). “Os es necesario nacer de nuevo”
(Juan 3:7. “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el
reino de Dios” (Juan 3:5). “Si no os volvéis y os hacéis como niños, no
entrareis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). “Antes si no os arrepentís,
todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:3, 5).
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