Thomas Manton
(1620-1677)
“Se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de
toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito
2:14).
Debemos anhelar hacer el bien y estar contentos de hacerlo. Celo
es “un grado más elevado del amor”; cuanto más amamos, más anhelamos
demostrarlo. Es indudable que el celo por algo nos pone en acción inmediatamente
para hacer todo voluntaria, libre y alegremente, como sugiere el Apóstol: “Pues
conozco vuestra buena voluntad, de la cual yo me glorío entre los de Macedonia,
que Acaya está preparada desde el año pasado; y vuestro celo ha estimulado a la
mayoría” (2 Co. 9:2). Estar atacando y argumentando a cada momento con el
Espíritu de Dios no es celo. No somos llamados a la simple práctica de buenas
obras, sino que
tenemos que tomar la delantera,
ser los más entusiastas y ser
adalides. Estemos atentos para
ver las oportunidades de hacer el bien y aprovecharlas. Debiéramos estar
contentos por las oportunidades de demostrar nuestro afecto por Dios y nuestro aborrecimiento
por el pecado. Esto es celo: Estar dispuestos y anhelar hacer el bien.
Ser celoso es negarse a uno mismo y mantenerse
firme a pesar de los desalientos. El celo es un afecto mezclado; en parte
consiste de amor y, en parte, de indignación. Cuando soy celoso de algo, amo
ese algo y aborrezco y me libro de todo lo que lo obstruye. El celo nos pone a
trabajar y nos hace perseverar a pesar de los desalientos. El celo no vacila en
trabajar duro o llevar una carga; ¡mayor es la dedicación, mayor es la gloria!
Los hijos de Dios se alegran de que no pueden servir a Dios sin que les cueste algo, como declara David: “No
ofreceré a Jehová mi Dios holocaustos que no me cuesten nada” (2 S. 24:24). Los
hombres, definitivamente, no son celosos y sus corazones no están firmes en los
caminos de Dios cuando cualquier excusa débil y pequeña ganancia material los
aparta y cada pequeñez los afecta de modo que rompen su comunión con Dios y cada
débil tentación interrumpe y echa por tierra todos sus propósitos y
resoluciones relacionados con el deber y la obediencia, ya sea respecto de la
oración, caridad o acciones rectas. Tenemos que ser decididos porque “bueno es
mostrar celo en lo bueno siempre” (Gá. 4:18).
Ser celoso de buenas obras significa
diligencia y seriedad para llevar la piedad
a su nivel más elevado… ¿Acaso es
celoso el que se contenta con un poquito
de caridad o un poquito de adoración? La pereza e inactividad
son opuestas al celo: “No perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al
Señor” (Ro. 12:11). Esto es así cuando nuestro espíritu arde…Un gran afecto no
se contenta con cosas mezquinas ni la escasez de santidad… Aquellos que están
plantados en la Vid noble que es Jesucristo, están llenos de buenas obras.
Ser celosos de buenas obras es ser constantes
hasta el final. El fuego sobre el altar nunca se apagaba, siempre se mantenía
ardiendo; de la misma manera nunca dejemos que el fuego de nuestro celo se apague.
Celo no es como el fuego en la paja.
¡Ay! los fervores repentinos que pronto
desaparecen… En cambio, el verdadero celo es como el fuego de una brazada de leña cuyo calor es duradero: “Bueno es
mostrar celo en lo bueno siempre” (Gá. 4:18). El celo auténtico no se esfuma
apenas un momento como un ataque de entusiasmo, que no proviene de la
santificación; por lo tanto, mantengamos nuestro fervor.
Cuidémonos de todo decaimiento, especialmente cuando vamos
envejeciendo. Las actividades de la juventud son muy apasionadas porque los
jóvenes desbordan de entusiasmo y todos parecen estar llenos de ardor, pero a
veces, estas actividades no son tan sinceras. En cambio, las acciones en la
madurez son más firmes, aunque muchas veces les falte vigor y ardor. Por lo
tanto, procuremos conservar nuestro celo:
“Vosotros corríais bien; ¿quién os estorbó?” (Gá. 5:7).
Cuando al hombre carnal se le acaba el entusiasmo, se da por vencido, se
enfría, es negligente e indiferente a cuestiones religiosas…
LA
RELACIÓN Y EL LUGAR DEL CELO EN LAS BUENAS OBRAS ES UNA CARACTERÍSTICA DEL
PUEBLO DE DIOS Y UN FRUTO DE LA MUERTE DE CRISTO:
1. Es una característica del pueblo de Dios. Hay en la nueva
criatura una predisposición e inclinación por hacer buenas obras. Como todas las
criaturas han sido creadas con una inclinación por hacer lo correcto, esta
predisposición en la nueva criatura es de realizar actos celestiales.
Así como las chispas vuelan hacia arriba y las piedras caen
hacia abajo, la nueva criatura es llevada a la obediencia y santidad por un
principio de gracia interior… Las buenas obras son una característica de la
nueva criatura: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas
obras” (Ef. 2:10). Así como un artífice pone una marca en su obra para
identificarla, Dios coloca una marca visible en sus siervos; no crea una nueva
criatura para obras de la vieja vida.
Las buenas obras son testigos de que podemos ofrecer
evidencia de la verdad y el poder de la gracia. Lutero dice: “Las buenas obras
son la fe encarnada”, es decir que la fe se manifiesta en ellas, tal como el
Hijo se manifestó en la carne. Son testigos para el mundo, para nosotros y para
Dios demostrando que de él somos. Son señales y testimonios para el mundo. Ésta
es la insignia por la que Dios quiere que sean conocidos sus hijos, no por
pompa y esplendor mundano, no por excelencias externas, riquezas, grandezas ni
posesiones, sino por nuestro celo de buenas obras.
No hay árboles infértiles en el huerto de Cristo… Nuestro
Padre es glorificado en sus siervos que dan mucho fruto: “En esto es
glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos”
(Jn. 15:8). Para Dios es muy importante; por eso dice en 1 Crónicas 16:29:
“Dad a Jehová la honra debida a su nombre”. Ahora bien, es
para honra de Dios que somos plantados e injertados en Cristo, a fin de abundar
en buenas obras… Piensen que al igual que en un árbol la savia y la vida no
están a la vista, pero se evidencia en su fruto, el celo de buenas obras es lo
que se ve… Es la diferencia entre
nosotros y los hipócritas; el
hipócrita, al igual que un rubí, parece arder, pero al tocarlo, es muy frío. Lo
mismo sucede con los que pretenden ser religiosos, hablan mucho, pero no tienen
verdadero celo ni calor espiritual. Es de notar que nuestro Señor mismo da
prueba de su origen divino por medio de sus obras: “Aunque no me creáis a mí,
creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en
el Padre” (Jn. 10:38).
Lo mismo sucede con nuestras obras: Son evidencia sensible de
que estamos en Cristo y Cristo en nosotros.
Las gracias no siempre se evidencian en sentir, sino en dar fruto, los efectos no se pueden esconder.
Son señales y evidencias a Dios mismo.
El Señor las considerará como marcas y evidencias de su
pueblo… él producirá obras, a fin de que la fe de sus escogidos sea para
alabanza y honra. No que Dios quiera evidencias de nuestra sinceridad, sino que
quiere que todo el mundo sepa que no hemos sido estériles. El hombre que sabe
que será interrogado se prepara para dar respuestas y daría mucho por saber las
preguntas de antemano. Cristo nos ha dicho cuáles son las preguntas con las que
seremos examinados y juzgados el Día del Juicio. Dirá: “¿Has alimentado y vestido a mi
pueblo? ¿Has satisfecho sus necesidades? ¿Lo has consolado con amonestaciones y
exhortaciones espirituales? ¿Has sido bueno, santo y justo?” (Mt. 25:31-46).
Por lo tanto, ocupémonos de poder dar una respuesta que no nos avergüence en el
Día Final. Este celo de buenas obras ocupa el lugar de un testigo: Ante Dios, como la regla y medida de su proceso;
a nosotros, como una razón de nuestra seguridad y
al mundo como la gran vindicación del honor de
la fe que profesamos.
2. Es el fruto de la muerte de Cristo… Es indudable que Dios
no ha invertido todo este costo y trabajo para nada. No se propuso enviar a Cristo
al mundo y Jesucristo no se entregó a sí mismo sin ningún propósito en mente,
sino para hacer arder en nosotros el fuego de una gran piedad. Los que viven en
un nivel bajo de santidad son una afrenta y deshonran todos los designios del
evangelio. No muestran conciencia del amor de Dios a Cristo ni el amor de
Cristo al darse a sí mismo. Nuestra redención se cumplió, no sólo para nuestro
beneficio, sino también para que pudiéramos cumplir nuestros deberes en el nivel
más elevado de piedad.
En parte, Cristo también nos dio el don del Espíritu, a fin
de capacitarnos para buenas obras, sí, para que seamos celosos de ellas: “Nos salvó,
no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el
Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo
nuestro Salvador” (Ti. 3:5, 6). Ahora el Espíritu mora en nuestro corazón para
impulsarnos a practicar nuestros dones.
“El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que
salte para vida eterna” (Jn. 4:14). Así lo afirma Juan 7:38-39, “El que cree en
mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo
del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él”. El Espíritu no es
una fuente tapada, sino que sigue fluyendo. ¡El Espíritu de Dios es un Espíritu
todopoderoso y penetra en el alma, no sólo como una brisa suave, sino como un
fuerte viento! Viene, no sólo en la forma de paloma, sino como lenguas de fuego
repartidas (Hch. 2). Viene como un Espíritu de poder para avivar y dar vida al
alma elevándola a grandes alturas y dándole fervor por la obediencia.
Consideremos lo siguiente: Así como el hombre bajo la
influencia de Satanás (el espíritu inmundo) es malo y es llevado como manada de
cerdos al mar, el que es influenciado por el Espíritu de Dios es llevado con
gran intensidad por el camino de Dios. El diablo no tiene las ventajas sobre
sus instrumentos como las tiene el Espíritu de Dios sobre nosotros. El diablo
obra y se manifiesta en todos los hijos de desobediencia:
Es “el espíritu que ahora opera en los hijos de
desobediencia” (Ef. 2:2), pero el diablo no puede obrar más que con el
consentimiento del hombre, ni puede hacerlo de inmediato en el alma, sino en
los sentidos y en su ilusoria imaginación; en cambio, Dios puede obrar inmediatamente
en aquellos sobre los cuales tiene dominio. Por lo tanto, siendo influenciados
por él, por fuerza son celosos y dedicados, porque el Espíritu de Dios no se
mueve “en cámara lenta”… Cuando el Espíritu manifiesta su poder en el alma, los
que tienen el Espíritu Santo no lo toman a la ligera, como lo hacen los hombres
carnales, sino en
serio. No juegan con la fe
cristiana, sino que hacen de ella su misión más importante para asombrar al
cielo y tener una comunión constante con Dios: “El reino de los cielos sufre
violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt. 11:12).
PRIMERA APLICACIÓN: La
gracia no es enemiga de las buenas obras.
El libertinaje siempre ha existido y es natural. Cristo
murió para mejorar la piedad, no para disminuirla, para elevarla a su nivel más
alto, para hacernos celosos de buenas obras, a fin de que podamos ser llevados
al cielo a toda marcha. Por otro lado, el que flaquea no se mantiene en guardia
contra el pecado, es menos diligente en el ejercicio de la santidad, tiene
menos comunión con Dios, es menos humilde y menos arrepentido después de
cometer un pecado, lo cual es el peor abuso de la gracia que puede haber,
pervirtiendo su aplicación natural. Al lado del fuego no nos congelamos. Es muy
distinto que estar al lado de la pintura de una fogata donde nos podemos
congelar y sufrir enfriamiento y sopor. En
cambio, la verdadera gracia es un fuego que calienta y da
fervor a nuestros afectos. Cristo
vino para que seamos más alegres y entusiastas, no perezosos, indiferentes y
fríos. Un cristiano frío tendrá poco consuelo. ¿Por quiénes murió Jesús? Por
los que son celosos de buenas obras… No son las oraciones frías, las devociones
aburridas ni los deseos soñolientos del hombre medio dormido lo que servirá en este
caso. El cielo se toma por fuerza y se le arremete con intensidad.
Es romper barreras y todos los impedimentos que intentan
apartarnos de Dios.
SEGUNDA APLICACIÓN: Es
hora de intensificar este celo de buenas obras.
En esta época de muertos y somnolientos necesitamos una voz
de alarma. El conocimiento ha devorado la práctica de buenas obras en estos tiempos
decadentes. Séneca (Séneca,
Lucio Anneo (c. 4 a. de J.C. – 65 d. de J.C), también Séneca, el joven Filósofo, estadista y orador romano; el
intelectual principal de Roma en su época)
se quejaba de que los hombres
estudiaban con el fin de llenar sus cerebros, dejando vacíos sus corazones; y
que, en cuanto los hombres eran más letrados, eran menos buenos. El mundo está
totalmente a favor de almacenar ideas en la cabeza, ideas vacías y
superficiales, de modo que si apareciera Cristo entre nosotros, encontraría
pocos celosos, pero muchos cristianos perezosos que viven un cristianismo
superficial y barato. Somos altisonantes con nuestras fantasías, nuestras
nociones y pretensiones, pero callados y apagados en la práctica y
conversación. Por lo general, esto sucede durante las épocas de prosperidad de
la iglesia, a semejanza de un río que pierde su profundidad a medida que
aumenta su caudal. Entonces tiene muchos amigos, pero su amor no es tan fuerte
ni ardiente como en otras épocas… Por eso, a menudo sucede con la iglesia de
Dios, que cuando la religión es atractiva muchos la siguen, pero ¡ay! lamentablemente
es débil y sin espíritu, exenta de vida y vigor… Por lo tanto, pensemos
en qué tipo de refuerzos y consideraciones serían los más eficaces
para impulsarnos a tener este celo y cuidado de las buenas obras.
Consideremos qué violentos y apasionados son los hombres
carnales en los caminos del pecado ¿y servirán ellos a Satanás mejor que
nosotros a Dios? Pensemos en que tenemos un dueño mejor, un trabajo mejor y mejor
pago. El dueño de los hombres carnales es el diablo, su obra es la conducta más
baja, puesto que son esclavos de sus propias lascivias, y la paga que reciben
es la que merecen: Su recompensa es condenación eterna y separación de la
presencia de Dios ¡Cuán activos son los hombres impíos en el reino de las
tinieblas! ¡Qué celosos y dedicados son en lograr su propia ruina, como si no
pudieran esperar a ser condenados…!
[Dios le ordena al profeta Jeremías que considere una
visión]. “¿No ves lo que éstos hacen en las ciudades de Judá y en las calles de
Jerusalén?
Los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego, y
las mujeres amasan la masa, para hacer tortas a la reina del cielo y para hacer
ofrendas a dioses ajenos, para provocarme a ira” (Jer. 7:17-18). ¡Cuánta
actividad diligente vemos aquí para promover su adoración falsa! Padres, hijos,
esposos y esposas, todos ponen sus manos al arado y encuentran algo que hacer
para lograr su objetivo. ¿Dónde encontraríamos una familia así, tan trabajadora
y celosa para realizar la obra de Dios? ¡Oh! ¿Cómo podemos observar semejante
espectáculo sin avergonzarnos?
¿Cómo imaginarnos que la lujuria pueda tener más poder sobre
ellos que el amor que Dios tiene por nosotros? Nosotros tenemos motivos más elevados
y la ocupación más noble; nuestra obra es perfeccionar a la criatura para lo
cual se practican las obras más insignes, de las maneras más nobles, nuestras
recompensas son más excelentes y tenemos mayores ventajas y ayuda. ¿Se
esforzarán más ellos por arruinar sus almas que nosotros por salvar las
nuestras? Hay un pasaje en la historia de la Iglesia que narra que cuando
Pambus, [un santo de la Edad Media] vio una prostituta extravagantemente
vestida, lloró, en parte, por ver lo mucho que se esforzó para su propia ruina
eterna y, en parte, porque él mismo no había puesto tanto empeño por complacer
a Cristo y vestir su alma para Cristo como la había hecho ella para complacer a
su amante de ocasión. Los cristianos deberíamos, por lo menos, sonrojarnos cada
vez que vemos tal clase de espectáculo. Cuando caminamos por la calle y en los
comercios vemos a tantas personas trabajando arduamente por una ganancia
temporal, deberíamos avergonzarnos de lo negligentes y descuidados que hemos
sido en la obra de Dios.
Consideremos cómo nosotros mismos hemos sido apasionados y
activos en los caminos del pecado: ¿Acaso no lo seremos aún más en los caminos
de Dios? Muchos podríamos decir: “Cuando era malo y carnal, lo era de todo
corazón y ¿seré menos ahora en un estado de gracia?”.
El Apóstol lo dice de esta manera interesante: “Hablo como
humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad presentasteis
vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para
santificación” (Ro. 6:19). Notemos cómo el Apóstol lo presenta con un prefacio:
“Hablo como humano, por vuestra humana debilidad”, es decir, el hombre con
sentido común y buen juicio considera que debe ser tan diligente en superarse
para alcanzar la altura de santificación y ser celoso de buenas obras, como lo
fue para elevarse a la altura del pecado y ser celoso del infierno. ¿No
debiéramos querer salvarnos como quisimos arruinarnos y condenarnos a nosotros
mismos? Si nos apresurábamos a cometer perversidades como si ansiáramos ser
condenados, ahora, por lógica, debiéramos ser tan celosos de Dios como lo
fuimos de Satanás. Antes podíamos estar de juerga de día y de noche y
¿entonces, ahora no podemos pasar algunos días ayunando y orando? ¿Nos sentimos
impacientes por cada hora que le dedicamos a Dios?... Es justo que nos
propongamos, hasta donde nos permitan nuestras fuerzas, ser tan activos y
celosos de Dios, y crecer en gracia como lo éramos para incrementar nuestro pecado
y culpabilidad. Antes, no nos rendíamos porque queríamos hacer el mayor mal
posible; ser tan perversos que hubiera sido imposible serlo más. ¿Por qué no
debiéramos ahora procurar crecer en la gracia? ¿Puede una conversión ser
correcta cuando el pecado ocupa más de nuestros pensamientos que los que ocupa
Dios?...
Consideremos lo que Cristo ha hecho
para comprar nuestra salvación.
No fue un juego ni una broma redimir [a pecadores]. Cristo
se entregó para ser tentado, para ser perseguido, para ser crucificado, para
sufrir amargas agonías, ¿y para que todo este sacrificio no sirva para nada?
Las tentaciones de Cristo y los sufrimientos de su cruz muestran que no es cosa
fácil llevar un alma al cielo y, por lo tanto, ¿no hemos de ser celosos de
Dios? El cristiano carnal e indiferente le resta importancia a los sufrimientos
de Cristo, como si no fueran parte del plan de Dios para la salvación. Pierden
el tiempo y lo consideran un complemento de la religión de modo que no es una
cuestión indispensable para salvar sus almas: “¿No era necesario que el Cristo
padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” (Lc. 24:26) y “fue
necesario que el Cristo padeciese” (24:46). Dios dispuso todo de manera que ninguna
otra cosa podía tomar su lugar. Que Cristo tuviera que sufrir fue ordenado de
antemano.
Pero alguien puede objetar: “¡Cómo insiste usted en este
celo e intensidad para hacer buenas obras con base en lo que Cristo ha hecho!
Porque si él ya hizo tanto, ¿qué necesidad tenemos de más?”.
Respondo:
“Él se ha ido al cielo como Capitán de nuestra salvación y
nosotros debemos ir en pos de él; ha ido para establecer en el cielo nuestro
derecho a él, pero tenemos que esforzarnos en nuestra marcha hacia él.
Canaán fue dada a Israel, pero tuvieron que tomar posesión
de ella con la espada. [De igual manera], Caleb tuvo que vencer y echar fuera
de Hebrón a los gigantes, aunque de antemano Dios le había dado esa ciudad. Por
lo tanto, aunque el cielo ya nos ha sido dado y Cristo ya lo ha tomado por
nuestro derecho, tenemos nuestras luchas antes de poseerlo; sí, el poder de
Satanás ha sido quebrantado, su calcañar ha sido herido, y, sin embargo, quedan
algunas reliquias de la batalla que tenemos que vencer. Por lo tanto, seamos
dedicados, seamos celosos hasta alcanzar la meta.
Consideremos lo aborrecible que es para Dios la falta de
celo. No aceptará un espíritu frío, indiferente y neutral: “Pero por cuanto
eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Ap. 3:16). Los creyentes
fríos y perezosos, que no tienen más que formulismos muertos, son como agua
tibia en el estómago. No hay nada que cause tantas náuseas al estómago como
algo tibio. De manera similar, Dios vomitará con repugnancia a los tibios.
Consideremos lo deshonroso que es para el Dios viviente el
que le sirvamos con un corazón muerto y sentimientos fríos, después de haber hecho
un pacto con nosotros en términos tan gloriosos y nobles… “¿Cuánto más la
sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin
mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis
al Dios vivo?” (He. 9:14). Dios, quien es un Dios viviente, debe contar con un
servicio ferviente, pero los hombres lo adoran como un ídolo muerto… Lo que
hacemos, tenemos que hacerlo de todo corazón y con todas nuestras fuerzas.
Recordemos que la fe cristiana no es fruto de nuestra imaginación. No adoramos
las vanidades de los gentiles, por lo tanto, no seamos muertos, fríos e indiferentes.
Adoramos al Dios vivo y merece que le sirvamos con vida, celo y toda la fuerza
del amor.
Thomas Manton (1620-1677): Predicador puritano no conformista.
James Ussher lo llamó “uno de los mejores predicadores en Inglaterra”. Nombrado
como una de los tres secretarios de la Asamblea de Westminster. Nacido en
Lawrence-Lydiat, Somerset, Inglaterra.
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