} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: CELOSO DE BUENAS OBRAS

lunes, 13 de agosto de 2018

CELOSO DE BUENAS OBRAS



Thomas Manton (1620-1677)

“Se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14).

          Debemos anhelar hacer el bien y estar contentos de hacerlo. Celo es “un grado más elevado del amor”; cuanto más amamos, más anhelamos demostrarlo. Es indudable que el celo por algo nos pone en acción inmediatamente para hacer todo voluntaria, libre y alegremente, como sugiere el Apóstol: “Pues conozco vuestra buena voluntad, de la cual yo me glorío entre los de Macedonia, que Acaya está preparada desde el año pasado; y vuestro celo ha estimulado a la mayoría” (2 Co. 9:2). Estar atacando y argumentando a cada momento con el Espíritu de Dios no es celo. No somos llamados a la simple práctica de buenas obras, sino que tenemos que tomar la delantera, ser los más entusiastas y ser adalides. Estemos atentos para ver las oportunidades de hacer el bien y aprovecharlas. Debiéramos estar contentos por las oportunidades de demostrar nuestro afecto por Dios y nuestro aborrecimiento por el pecado. Esto es celo: Estar dispuestos y anhelar hacer el bien.
  Ser celoso es negarse a uno mismo y mantenerse firme a pesar de los desalientos. El celo es un afecto mezclado; en parte consiste de amor y, en parte, de indignación. Cuando soy celoso de algo, amo ese algo y aborrezco y me libro de todo lo que lo obstruye. El celo nos pone a trabajar y nos hace perseverar a pesar de los desalientos. El celo no vacila en trabajar duro o llevar una carga; ¡mayor es la dedicación, mayor es la gloria! Los hijos de Dios se alegran de que no pueden servir a Dios sin que les cueste algo, como declara David: “No ofreceré a Jehová mi Dios holocaustos que no me cuesten nada” (2 S. 24:24). Los hombres, definitivamente, no son celosos y sus corazones no están firmes en los caminos de Dios cuando cualquier excusa débil y pequeña ganancia material los aparta y cada pequeñez los afecta de modo que rompen su comunión con Dios y cada débil tentación interrumpe y echa por tierra todos sus propósitos y resoluciones relacionados con el deber y la obediencia, ya sea respecto de la oración, caridad o acciones rectas. Tenemos que ser decididos porque “bueno es mostrar celo en lo bueno siempre” (Gá. 4:18).
  Ser celoso de buenas obras significa diligencia y seriedad para llevar la piedad a su nivel más elevado… ¿Acaso es celoso el que se contenta con un poquito de caridad o un poquito de adoración? La pereza e inactividad son opuestas al celo: “No perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Ro. 12:11). Esto es así cuando nuestro espíritu arde…Un gran afecto no se contenta con cosas mezquinas ni la escasez de santidad… Aquellos que están plantados en la Vid noble que es Jesucristo, están llenos de buenas obras.
  Ser celosos de buenas obras es ser constantes hasta el final. El fuego sobre el altar nunca se apagaba, siempre se mantenía ardiendo; de la misma manera nunca dejemos que el fuego de nuestro celo se apague. Celo no es como el fuego en la paja. ¡Ay! los fervores repentinos que pronto desaparecen… En cambio, el verdadero celo es como el fuego de una brazada de leña cuyo calor es duradero: “Bueno es mostrar celo en lo bueno siempre” (Gá. 4:18). El celo auténtico no se esfuma apenas un momento como un ataque de entusiasmo, que no proviene de la santificación; por lo tanto, mantengamos nuestro fervor.
Cuidémonos de todo decaimiento, especialmente cuando vamos envejeciendo. Las actividades de la juventud son muy apasionadas porque los jóvenes desbordan de entusiasmo y todos parecen estar llenos de ardor, pero a veces, estas actividades no son tan sinceras. En cambio, las acciones en la madurez son más firmes, aunque muchas veces les falte vigor y ardor. Por lo tanto, procuremos conservar nuestro celo:
“Vosotros corríais bien; ¿quién os estorbó?” (Gá. 5:7). Cuando al hombre carnal se le acaba el entusiasmo, se da por vencido, se enfría, es negligente e indiferente a cuestiones religiosas…



LA RELACIÓN Y EL LUGAR DEL CELO EN LAS BUENAS OBRAS ES UNA CARACTERÍSTICA DEL PUEBLO DE DIOS Y UN FRUTO DE LA MUERTE DE CRISTO:

1. Es una característica del pueblo de Dios. Hay en la nueva criatura una predisposición e inclinación por hacer buenas obras. Como todas las criaturas han sido creadas con una inclinación por hacer lo correcto, esta predisposición en la nueva criatura es de realizar actos celestiales.
Así como las chispas vuelan hacia arriba y las piedras caen hacia abajo, la nueva criatura es llevada a la obediencia y santidad por un principio de gracia interior… Las buenas obras son una característica de la nueva criatura: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras” (Ef. 2:10). Así como un artífice pone una marca en su obra para identificarla, Dios coloca una marca visible en sus siervos; no crea una nueva criatura para obras de la vieja vida.
Las buenas obras son testigos de que podemos ofrecer evidencia de la verdad y el poder de la gracia. Lutero dice: “Las buenas obras son la fe encarnada”, es decir que la fe se manifiesta en ellas, tal como el Hijo se manifestó en la carne. Son testigos para el mundo, para nosotros y para Dios demostrando que de él somos. Son señales y testimonios para el mundo. Ésta es la insignia por la que Dios quiere que sean conocidos sus hijos, no por pompa y esplendor mundano, no por excelencias externas, riquezas, grandezas ni posesiones, sino por nuestro celo de buenas obras.
No hay árboles infértiles en el huerto de Cristo… Nuestro Padre es glorificado en sus siervos que dan mucho fruto: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Jn. 15:8). Para Dios es muy importante; por eso dice en 1 Crónicas 16:29:
“Dad a Jehová la honra debida a su nombre”. Ahora bien, es para honra de Dios que somos plantados e injertados en Cristo, a fin de abundar en buenas obras… Piensen que al igual que en un árbol la savia y la vida no están a la vista, pero se evidencia en su fruto, el celo de buenas obras es lo que se ve… Es la diferencia entre nosotros y los hipócritas; el hipócrita, al igual que un rubí, parece arder, pero al tocarlo, es muy frío. Lo mismo sucede con los que pretenden ser religiosos, hablan mucho, pero no tienen verdadero celo ni calor espiritual. Es de notar que nuestro Señor mismo da prueba de su origen divino por medio de sus obras: “Aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn. 10:38).
Lo mismo sucede con nuestras obras: Son evidencia sensible de que estamos en Cristo y Cristo en nosotros.
Las gracias no siempre se evidencian en sentir, sino en dar fruto, los efectos no se pueden esconder. Son señales y evidencias a Dios mismo.
El Señor las considerará como marcas y evidencias de su pueblo… él producirá obras, a fin de que la fe de sus escogidos sea para alabanza y honra. No que Dios quiera evidencias de nuestra sinceridad, sino que quiere que todo el mundo sepa que no hemos sido estériles. El hombre que sabe que será interrogado se prepara para dar respuestas y daría mucho por saber las preguntas de antemano. Cristo nos ha dicho cuáles son las preguntas con las que seremos examinados y juzgados el Día del Juicio. Dirá: “¿Has alimentado y vestido a mi pueblo? ¿Has satisfecho sus necesidades? ¿Lo has consolado con amonestaciones y exhortaciones espirituales? ¿Has sido bueno, santo y justo?” (Mt. 25:31-46). Por lo tanto, ocupémonos de poder dar una respuesta que no nos avergüence en el Día Final. Este celo de buenas obras ocupa el lugar de un testigo: Ante Dios, como la regla y medida de su proceso; a nosotros, como una razón de nuestra seguridad y al mundo como la gran vindicación del honor de la fe que profesamos.

2. Es el fruto de la muerte de Cristo… Es indudable que Dios no ha invertido todo este costo y trabajo para nada. No se propuso enviar a Cristo al mundo y Jesucristo no se entregó a sí mismo sin ningún propósito en mente, sino para hacer arder en nosotros el fuego de una gran piedad. Los que viven en un nivel bajo de santidad son una afrenta y deshonran todos los designios del evangelio. No muestran conciencia del amor de Dios a Cristo ni el amor de Cristo al darse a sí mismo. Nuestra redención se cumplió, no sólo para nuestro beneficio, sino también para que pudiéramos cumplir nuestros deberes en el nivel más elevado de piedad.
En parte, Cristo también nos dio el don del Espíritu, a fin de capacitarnos para buenas obras, sí, para que seamos celosos de ellas: “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador” (Ti. 3:5, 6). Ahora el Espíritu mora en nuestro corazón para impulsarnos a practicar nuestros dones.
“El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn. 4:14). Así lo afirma Juan 7:38-39, “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él”. El Espíritu no es una fuente tapada, sino que sigue fluyendo. ¡El Espíritu de Dios es un Espíritu todopoderoso y penetra en el alma, no sólo como una brisa suave, sino como un fuerte viento! Viene, no sólo en la forma de paloma, sino como lenguas de fuego repartidas (Hch. 2). Viene como un Espíritu de poder para avivar y dar vida al alma elevándola a grandes alturas y dándole fervor por la obediencia.
Consideremos lo siguiente: Así como el hombre bajo la influencia de Satanás (el espíritu inmundo) es malo y es llevado como manada de cerdos al mar, el que es influenciado por el Espíritu de Dios es llevado con gran intensidad por el camino de Dios. El diablo no tiene las ventajas sobre sus instrumentos como las tiene el Espíritu de Dios sobre nosotros. El diablo obra y se manifiesta en todos los hijos de desobediencia:
Es “el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Ef. 2:2), pero el diablo no puede obrar más que con el consentimiento del hombre, ni puede hacerlo de inmediato en el alma, sino en los sentidos y en su ilusoria imaginación; en cambio, Dios puede obrar inmediatamente en aquellos sobre los cuales tiene dominio. Por lo tanto, siendo influenciados por él, por fuerza son celosos y dedicados, porque el Espíritu de Dios no se mueve “en cámara lenta”… Cuando el Espíritu manifiesta su poder en el alma, los que tienen el Espíritu Santo no lo toman a la ligera, como lo hacen los hombres carnales, sino en serio. No juegan con la fe cristiana, sino que hacen de ella su misión más importante para asombrar al cielo y tener una comunión constante con Dios: “El reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt. 11:12).

PRIMERA APLICACIÓN: La gracia no es enemiga de las buenas obras.
El libertinaje siempre ha existido y es natural. Cristo murió para mejorar la piedad, no para disminuirla, para elevarla a su nivel más alto, para hacernos celosos de buenas obras, a fin de que podamos ser llevados al cielo a toda marcha. Por otro lado, el que flaquea no se mantiene en guardia contra el pecado, es menos diligente en el ejercicio de la santidad, tiene menos comunión con Dios, es menos humilde y menos arrepentido después de cometer un pecado, lo cual es el peor abuso de la gracia que puede haber, pervirtiendo su aplicación natural. Al lado del fuego no nos congelamos. Es muy distinto que estar al lado de la pintura de una fogata donde nos podemos congelar y sufrir enfriamiento y sopor. En cambio, la verdadera gracia es un fuego que calienta y da fervor a nuestros afectos. Cristo vino para que seamos más alegres y entusiastas, no perezosos, indiferentes y fríos. Un cristiano frío tendrá poco consuelo. ¿Por quiénes murió Jesús? Por los que son celosos de buenas obras… No son las oraciones frías, las devociones aburridas ni los deseos soñolientos del hombre medio dormido lo que servirá en este caso. El cielo se toma por fuerza y se le arremete con intensidad.
Es romper barreras y todos los impedimentos que intentan apartarnos de Dios.

SEGUNDA APLICACIÓN: Es hora de intensificar este celo de buenas obras.
En esta época de muertos y somnolientos necesitamos una voz de alarma. El conocimiento ha devorado la práctica de buenas obras en estos tiempos decadentes. Séneca (Séneca, Lucio Anneo (c. 4 a. de J.C. – 65 d. de J.C), también Séneca, el joven  Filósofo, estadista y orador romano; el intelectual principal de Roma en su época)   se quejaba de que los hombres estudiaban con el fin de llenar sus cerebros, dejando vacíos sus corazones; y que, en cuanto los hombres eran más letrados, eran menos buenos. El mundo está totalmente a favor de almacenar ideas en la cabeza, ideas vacías y superficiales, de modo que si apareciera Cristo entre nosotros, encontraría pocos celosos, pero muchos cristianos perezosos que viven un cristianismo superficial y barato. Somos altisonantes con nuestras fantasías, nuestras nociones y pretensiones, pero callados y apagados en la práctica y conversación. Por lo general, esto sucede durante las épocas de prosperidad de la iglesia, a semejanza de un río que pierde su profundidad a medida que aumenta su caudal. Entonces tiene muchos amigos, pero su amor no es tan fuerte ni ardiente como en otras épocas… Por eso, a menudo sucede con la iglesia de Dios, que cuando la religión es atractiva muchos la siguen, pero ¡ay! lamentablemente es débil y sin espíritu, exenta de vida y vigor… Por lo tanto, pensemos en qué tipo de refuerzos y consideraciones serían los más eficaces para impulsarnos a tener este celo y cuidado de las buenas obras.
Consideremos qué violentos y apasionados son los hombres carnales en los caminos del pecado ¿y servirán ellos a Satanás mejor que nosotros a Dios? Pensemos en que tenemos un dueño mejor, un trabajo mejor y mejor pago. El dueño de los hombres carnales es el diablo, su obra es la conducta más baja, puesto que son esclavos de sus propias lascivias, y la paga que reciben es la que merecen: Su recompensa es condenación eterna y separación de la presencia de Dios ¡Cuán activos son los hombres impíos en el reino de las tinieblas! ¡Qué celosos y dedicados son en lograr su propia ruina, como si no pudieran esperar a ser condenados…!
[Dios le ordena al profeta Jeremías que considere una visión]. “¿No ves lo que éstos hacen en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén?
Los hijos recogen la leña, los padres encienden el fuego, y las mujeres amasan la masa, para hacer tortas a la reina del cielo y para hacer ofrendas a dioses ajenos, para provocarme a ira” (Jer. 7:17-18). ¡Cuánta actividad diligente vemos aquí para promover su adoración falsa! Padres, hijos, esposos y esposas, todos ponen sus manos al arado y encuentran algo que hacer para lograr su objetivo. ¿Dónde encontraríamos una familia así, tan trabajadora y celosa para realizar la obra de Dios? ¡Oh! ¿Cómo podemos observar semejante espectáculo sin avergonzarnos?
¿Cómo imaginarnos que la lujuria pueda tener más poder sobre ellos que el amor que Dios tiene por nosotros? Nosotros tenemos motivos más elevados y la ocupación más noble; nuestra obra es perfeccionar a la criatura para lo cual se practican las obras más insignes, de las maneras más nobles, nuestras recompensas son más excelentes y tenemos mayores ventajas y ayuda. ¿Se esforzarán más ellos por arruinar sus almas que nosotros por salvar las nuestras? Hay un pasaje en la historia de la Iglesia que narra que cuando Pambus, [un santo de la Edad Media] vio una prostituta extravagantemente vestida, lloró, en parte, por ver lo mucho que se esforzó para su propia ruina eterna y, en parte, porque él mismo no había puesto tanto empeño por complacer a Cristo y vestir su alma para Cristo como la había hecho ella para complacer a su amante de ocasión. Los cristianos deberíamos, por lo menos, sonrojarnos cada vez que vemos tal clase de espectáculo. Cuando caminamos por la calle y en los comercios vemos a tantas personas trabajando arduamente por una ganancia temporal, deberíamos avergonzarnos de lo negligentes y descuidados que hemos sido en la obra de Dios.
Consideremos cómo nosotros mismos hemos sido apasionados y activos en los caminos del pecado: ¿Acaso no lo seremos aún más en los caminos de Dios? Muchos podríamos decir: “Cuando era malo y carnal, lo era de todo corazón y ¿seré menos ahora en un estado de gracia?”.
El Apóstol lo dice de esta manera interesante: “Hablo como humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación” (Ro. 6:19). Notemos cómo el Apóstol lo presenta con un prefacio: “Hablo como humano, por vuestra humana debilidad”, es decir, el hombre con sentido común y buen juicio considera que debe ser tan diligente en superarse para alcanzar la altura de santificación y ser celoso de buenas obras, como lo fue para elevarse a la altura del pecado y ser celoso del infierno. ¿No debiéramos querer salvarnos como quisimos arruinarnos y condenarnos a nosotros mismos? Si nos apresurábamos a cometer perversidades como si ansiáramos ser condenados, ahora, por lógica, debiéramos ser tan celosos de Dios como lo fuimos de Satanás. Antes podíamos estar de juerga de día y de noche y ¿entonces, ahora no podemos pasar algunos días ayunando y orando? ¿Nos sentimos impacientes por cada hora que le dedicamos a Dios?... Es justo que nos propongamos, hasta donde nos permitan nuestras fuerzas, ser tan activos y celosos de Dios, y crecer en gracia como lo éramos para incrementar nuestro pecado y culpabilidad. Antes, no nos rendíamos porque queríamos hacer el mayor mal posible; ser tan perversos que hubiera sido imposible serlo más. ¿Por qué no debiéramos ahora procurar crecer en la gracia? ¿Puede una conversión ser correcta cuando el pecado ocupa más de nuestros pensamientos que los que ocupa Dios?...

Consideremos lo que Cristo ha hecho para comprar nuestra salvación.
No fue un juego ni una broma redimir [a pecadores]. Cristo se entregó para ser tentado, para ser perseguido, para ser crucificado, para sufrir amargas agonías, ¿y para que todo este sacrificio no sirva para nada? Las tentaciones de Cristo y los sufrimientos de su cruz muestran que no es cosa fácil llevar un alma al cielo y, por lo tanto, ¿no hemos de ser celosos de Dios? El cristiano carnal e indiferente le resta importancia a los sufrimientos de Cristo, como si no fueran parte del plan de Dios para la salvación. Pierden el tiempo y lo consideran un complemento de la religión de modo que no es una cuestión indispensable para salvar sus almas: “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” (Lc. 24:26) y “fue necesario que el Cristo padeciese” (24:46). Dios dispuso todo de manera que ninguna otra cosa podía tomar su lugar. Que Cristo tuviera que sufrir fue ordenado de antemano.
Pero alguien puede objetar: “¡Cómo insiste usted en este celo e intensidad para hacer buenas obras con base en lo que Cristo ha hecho!
Porque si él ya hizo tanto, ¿qué necesidad tenemos de más?”. Respondo:
“Él se ha ido al cielo como Capitán de nuestra salvación y nosotros debemos ir en pos de él; ha ido para establecer en el cielo nuestro derecho a él, pero tenemos que esforzarnos en nuestra marcha hacia él.
Canaán fue dada a Israel, pero tuvieron que tomar posesión de ella con la espada. [De igual manera], Caleb tuvo que vencer y echar fuera de Hebrón a los gigantes, aunque de antemano Dios le había dado esa ciudad. Por lo tanto, aunque el cielo ya nos ha sido dado y Cristo ya lo ha tomado por nuestro derecho, tenemos nuestras luchas antes de poseerlo; sí, el poder de Satanás ha sido quebrantado, su calcañar ha sido herido, y, sin embargo, quedan algunas reliquias de la batalla que tenemos que vencer. Por lo tanto, seamos dedicados, seamos celosos hasta alcanzar la meta.
Consideremos lo aborrecible que es para Dios la falta de celo. No aceptará un espíritu frío, indiferente y neutral: “Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Ap. 3:16). Los creyentes fríos y perezosos, que no tienen más que formulismos muertos, son como agua tibia en el estómago. No hay nada que cause tantas náuseas al estómago como algo tibio. De manera similar, Dios vomitará con repugnancia a los tibios.
Consideremos lo deshonroso que es para el Dios viviente el que le sirvamos con un corazón muerto y sentimientos fríos, después de haber hecho un pacto con nosotros en términos tan gloriosos y nobles… “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (He. 9:14). Dios, quien es un Dios viviente, debe contar con un servicio ferviente, pero los hombres lo adoran como un ídolo muerto… Lo que hacemos, tenemos que hacerlo de todo corazón y con todas nuestras fuerzas. Recordemos que la fe cristiana no es fruto de nuestra imaginación. No adoramos las vanidades de los gentiles, por lo tanto, no seamos muertos, fríos e indiferentes. Adoramos al Dios vivo y merece que le sirvamos con vida, celo y toda la fuerza del amor.

Thomas Manton (1620-1677): Predicador puritano no conformista. James Ussher lo llamó “uno de los mejores predicadores en Inglaterra”. Nombrado como una de los tres secretarios de la Asamblea de Westminster. Nacido en Lawrence-Lydiat, Somerset, Inglaterra.




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