David Martyn Lloyd-Jones (1899-1981)
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y
esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se
gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras,
las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios
2:8-10).
Somos cristianos total y exclusivamente como resultado de la
gracia de Dios. Recordemos que gracia
significa “favor inmerecido”. Es una
acción que surge enteramente del carácter divino lleno de gracia. Entonces, la
proposición fundamental es que la salvación es algo que nos viene enteramente
de parte de Dios. Lo que es aún más importante es que, no sólo viene de parte
de Dios, sino que viene a pesar de nosotros mismos, es un favor “inmerecido”.
Es decir, no es la respuesta de Dios a algo en nosotros. Hay muchos que parecen
creer que lo es, que la salvación es la respuesta de Dios a algo en nosotros.
Pero la palabra gracia
niega eso. Es a pesar de nosotros. El
Apóstol, como hemos visto, se ha preocupado mucho por afirmar esto… Préstele atención:
“Aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo” y
luego, en lugar de seguir con su tema, dice en paréntesis “(por gracia sois
salvos)” (Ef. 2:5). Aquí lo dice un poco más explícitamente. La salvación no es en ningún
sentido la respuesta de Dios a algo en nosotros. No es algo que en ningún sentido
merezcamos o nos ganemos. La esencia total de la enseñanza aquí y en todo el
Nuevo Testamento es que no tenemos ningún derecho a la salvación; que no merecemos nada más que castigo y el infierno y ser quitados
de la presencia de Dios por toda la eternidad y que, sin embargo Dios, por su propio
amor, gracia y maravillosa misericordia, nos ha otorgado esta salvación.
Continuemos con este tema que enfocaron los siete versículos
anteriores. ¿Cuál es la finalidad de esos versículos? ¿No es simplemente para
mostrarnos el mismo tema negativa y positivamente? ¿Cuál es la finalidad de esa
horrible descripción del hombre natural como resultado del pecado en los
primeros tres versículos de Efesios 2, sino para mostrar que el hombre, por
estar en pecado, sólo merece castigo? Es hijo de ira por naturaleza y, no sólo
por naturaleza, sino también por su comportamiento, su conducta, por toda su
actitud hacia Dios, viviendo según las normas de este mundo, siendo gobernado
por el príncipe de la potestad del aire. Esa es la clase de criatura que es:
Muerta en sus delitos y pecados, una criatura de pasiones, deseos de la carne, “haciendo
la voluntad de la carne y de los pensamientos” (Ef. 2:3). No hay descripción
posible más atroz. Es imposible imaginar un estado peor. Una criatura así,
¿puede merecer algo? ¿Tiene tal criatura derecho alguno a
estar en la presencia de Dios? ¿Puede presentarse con un pedido o una
exigencia? La finalidad
del Apóstol es declarar que una criatura
tal no merece nada de parte de
Dios, sino justo castigo. Y
luego se prepara para presentar su gran contraste: “pero Dios”… Y todo el
propósito de eso es indudablemente exaltar la gracia y la misericordia de Dios,
y mostrar que, aunque el hombre no merece nada de nada, Dios no sólo le da, le
da generosamente y hasta lo colma
de las “abundantes riquezas de su
gracia” (Ef. 2:7).
Ese, por lo tanto, es el primer principio: Somos cristianos,
total y exclusivamente, como resultado de la gracia de Dios. Me he referido a ese
quinto versículo porque es de suma importancia en esta discusión.
Notemos la manera cómo el Apóstol lo insertó aquí, lo
deslizó, lo insinuó. ¿Por qué lo hizo? Notemos el contexto. Dice que cuando
“aun estando nosotros muertos en pecados”, Dios nos dio vida. Allí de inmediato
agrega: “…por gracia sois salvos”. Si no lo comprendemos a estas alturas, no lo
comprenderemos nunca. Lo que ha estado diciendo es esto: Estábamos muertos, lo
que significa totalmente sin vida, y, por lo tanto, sin ningún tipo de
habilidad y, necesariamente, lo primero era que nos vivificara, que nos diera
vida. Y dice que eso es exactamente lo que Dios ha hecho por nosotros. Por lo
tanto dice: “¿No lo entienden? Es por gracia que sois salvos”. Lo incluye aquí
obviamente por esa razón. Es la única conclusión a la que podemos llegar. Las criaturas
que se encontraban espiritualmente muertas, ahora están vivas, ¿cómo sucedió?
¿Puede un muerto resucitarse a sí mismo? Imposible.
Hay sólo una respuesta: “Por gracia sois salvos”. Llegamos, por
lo tanto, a esta conclusión inevitable: Somos cristianos en este instante, total y exclusivamente por la
gracia de Dios.
El Apóstol nunca se cansaba de decirlo. ¿Qué más podía decir? Cuando recordaba aquel Saulo de
Tarso blasfemo, que aborrecía a Cristo, a la Iglesia Cristiana, que respiraba
amenazas y muerte y se empeñaba por exterminar al cristianismo; y luego
observaba cómo era ahora, ¿qué más podía decir que: “Soy lo que soy por la
gracia de Dios?”. Y tengo que confesar que no puedo
comprender cómo ningún cristiano puede observarse a sí mismo y decir algo
diferente. Cuando se arrodilla usted ante Dios y no percibe que sólo es “un
deudor de su misericordia”, confieso que no lo entiendo. Tiene algo
trágicamente defectuoso, ya sea en su sentido de pecado o en su comprensión de
la grandeza del amor de Dios. Éste es un tema constante del Nuevo Testamento, es
la razón por la cual los santos, a través de los siglos, siempre han alabado al
Señor Jesucristo. Ven que cuando no tenían ninguna esperanza, cuando estaban
realmente muertos y eran viles y repugnantes,
“aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros” (Tit. 3:3),
como lo expresa Pablo cuando le escribe a Tito, Dios posó su vista sobre ellos.
Mientras éramos “aún pecadores”, “siendo enemigos” (Ro. 5:8, 10) —estando enemistados,
sabiéndonos extraños, viviendo totalmente opuestos a él— fuimos reconciliados
con Dios por medio de su Hijo.
No podemos dejar de ver que es por gracia y sólo por gracia
que somos cristianos. Es algo enteramente inmerecido, es sólo como resultado de
la bondad de Dios.
La segunda proposición, como lo he indicado, es presentada
por el Apóstol en una forma negativa. Dice que el hecho de que seamos
cristianos, no nos da ningún derecho a jactarnos. Esa es la forma negativa de
la primera proposición. La primera es que somos cristianos, total y exclusivamente
como resultado la gracia de Dios. Por lo tanto, en segundo lugar, tenemos que
decir que el hecho de ser cristianos no nos da ningún derecho a jactarnos. El
Apóstol lo dice en dos declaraciones.
La primera es: “esto no de vosotros”. Pero no se conforma
con eso, tiene que ser aún más explícito con estas palabras: “para que nadie se
gloríe”. Tenemos aquí dos declaraciones de vital importancia. Es indudable que
nada puede ser más fuerte que esto: “no de vosotros, para que nadie se gloríe”.
Este tiene que ser siempre la prueba crucial de nuestro concepto de la
salvación y de lo que nos hace cristianos.
Examínese por un momento. ¿Cuál es su idea de usted mismo
como cristiano? ¿Cómo llegó a ser cristiano? Serlo, ¿de qué depende? ¿Cuál es
el antecedente, cuál es la razón? Esa es la pregunta crucial, según el Apóstol
la prueba vital. Su idea de cómo llegó usted a ser cristiano, ¿le dio algún
derecho de jactarse de sí mismo? ¿Refleja de alguna manera sus propios méritos?
De ser así, de acuerdo con esta declaración —y no vacilo en decirlo— usted no es cristiano. “No de vosotros, para que nadie se
gloríe”. En el tercer capítulo de la epístola a los Romanos, el Apóstol lo dice
con más claridad todavía. Hace su pregunta. Aquí, dice, está el camino de
salvación y enseguida pregunta en el versículo 27: “¿Dónde, pues, está la
jactancia?”. Y contesta diciendo: “Queda excluida”, fue echada por la puerta y se
puso bajo llave. Aquí no hay ningún lugar para esto.
No es de sorprender que al apóstol Pablo le gustara tanto
expresar esto en esa manera particular porque antes de su conversión, antes de ser
cristiano, sabía mucho de jactancias. Nunca hubo alguien más satisfecho de sí
mismo, ni más seguro de sí mismo que Saulo de Tarso.
Estaba orgulloso de sí mismo en todo sentido: Orgulloso de
su nacionalidad, orgulloso de la tribu israelita en que había nacido, orgulloso
del hecho que había sido educado como fariseo8
y a los pies de Gamaliel, orgulloso de
su religión, orgulloso de su moralidad, orgulloso de sus conocimientos. Nos
revela todo esto en el tercer capítulo de la epístola a los Filipenses. Se
jactaba. Se ponía de pie y afirmaba, por así decir: “¿Quién puede negar esto?
Aquí estoy, un hombre bueno, moral y religioso. Vean cómo cumplo mis deberes
religiosos, vean cómo vivo mi vida, véanme en todo sentido; me he entregado a
esta vida pía, santa y estoy satisfaciendo a Dios”. Esa era su actitud. Se
jactaba. Se creía ser un hombre así y que había vivido de una manera de la que
podía sentirse orgulloso. Jactancioso es una de las palabras que mejor lo describían.
Pero cuando fue salvo, comprendió que una de las mayores diferencias de ser
cristiano le significó que todo eso fue echado fuera y era irrelevante. Por eso
es que usaba un lenguaje bastante fuerte.
Cuando recordaba todo de lo que tanto se jactaba, decía que
estimaba todo como: “pérdida y basura”. No se conformaba con decir que era malo;
era vil, sucio, repugnante. ¿Jactancia? ¡Excluida! Pero el Apóstol conoce tan
bien el peligro que esto representa, que no se conforma con una declaración
general, sino que indica dos sentidos en particular en que somos más
susceptibles de jactarnos.
El primero es esta cuestión de las obras: “Porque por gracia
sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por
obras, para que nadie se gloríe”. Siempre es en relación con las obras que
somos más susceptibles de jactarnos. Es aquí donde el diablo nos tienta a todos
de una manera muy sutil. ¡Obras! Esa era la razón por la cual los fariseos eran
los peores enemigos de Jesucristo: no porque simplemente hablaban, sino porque
realmente hacían. Cuando aquel fariseo dijo: “ayuno dos
veces a la semana”, estaba diciendo la verdad. Cuando dijo: “doy diezmos de todo
lo que gano” era exactamente lo que hacía (Lc. 18:12). No era que los fariseos
simplemente dijeran que hacían cosas, en realidad las hacían. Y por esto,
resintieron tanto la predicación del Hijo de Dios y fueron los más responsables
de su crucifixión. ¿Es demasiado decir que siempre es más difícil convertir a
una persona buena que a una mala? Creo que la historia de la Iglesia da prueba
de ello. Los peores opositores de la religión evangélica han sido siempre gente
buena y religiosa. Algunos de los perseguidores más crueles en la historia de
la Iglesia han sido de esta clase. Los santos siempre han sufrido al extremo a
manos de gente buena, moral y religiosa. ¿Por qué? Por las obras. El verdadero
evangelio siempre denuncia la dependencia de las obras y el orgullo por las
obras y el jactarse de las obras, y la gente así no puede soportarlo. Toda su
posición se basa en eso: En lo que son y lo que han hecho y lo que siempre han
estado haciendo. Ésta es toda su posición y si se les quita eso, no tienen
nada. Por lo tanto, aborrecen tal predicación y se defenderán hasta el último
suspiro. El evangelio nos convierte en mendigos a todos.
Nos condena a cada uno. Nos desnuda. Pablo argumenta en
todas partes que no hay diferencia ante Dios, entre el gentil que está fuera del
redil y el judío religioso. “No hay justo, ni aun uno” (Ro. 3:10). Las obras
deben continuar, pero no ser motivo de jactancia. Sin embargo, tenemos la
tendencia de jactarnos de ellas. Nos jactamos de nuestra vida recta, de
nuestras buenas obras, de nuestras prácticas religiosas, de nuestra asistencia
a los cultos (y particularmente si asistimos temprano en la mañana) y de muchas
cosas más. Estas son las cosas, o sea, las actividades religiosas, que nos hacen cristianos. Ese es el argumento.
Pero el Apóstol expone y denuncia todo esto y lo hace,
sencillamente, diciendo que hablar de las obras es volver a estar bajo la Ley.
Dice que si usted piensa que su vida recta es lo que lo hace cristiano, está volviendo
a estar bajo la Ley. Agrega que hacerlo es inútil, por esta razón: Si vuelve a
ponerse bajo la Ley, se condena a sí mismo porque “por las obras de la ley
ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es
el conocimiento del pecado” (Ro. 3:20). Si trata usted de justificarse por su
vida y por sus obras, va rumbo a la condenación porque las mejores obras del
hombre no son suficientes a los ojos de Dios. La Ley ha condenado a todos: “Por
cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23). “No
hay justo, ni aun uno” (Ro. 3:10). Por tanto, dice Pablo, no sean necios, no le
den la espalda a la gracia porque al hacerlo, van camino a la condenación.
Las obras de ningún hombre serán jamás suficientes para justificarlo
a los ojos de Dios. ¡Qué necio pues, es volver a estar bajo las obras!
Pero no sólo eso, sigue explicando en el versículo diez,
hacerlo es poner las cosas al revés. La gente como la mencionada, cree que por sus
buenas obras se convierte en cristiana, mientras que Pablo dice que es exactamente lo contrario: “Porque somos hechura suya, creados en
Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos
en ellas”. La tragedia es que las gentes piensan que hacer ciertas cosas y
evitar otras, y que ayudar a los demás, es la manera de llegar a ser
cristianos. “¡Qué ceguera!”, dice Pablo.
La manera de considerar las buenas obras es ésta: Dios nos convierte en cristianos
a fin de que podamos hacer buenas obras. No es cuestión de
que las buenas obras conduzcan al
cristianismo, sino que el cristianismo
conduce a las buenas obras. Es
exactamente lo contrario de lo
que la gente tiende a creer. Por lo tanto,
no hay nada que sea tan completamente
contradictorio a la verdadera posición
cristiana que esta tendencia de jactarse de las obras y de
pensar que por lo que somos y
hacemos nos convertimos en cristianos.
¡No! Dios hace que la persona llegue a
ser cristiana por gracia, por medio de la fe, y luego, siendo cristiana ésta
hace sus buenas obras. La
jactancia queda excluida en lo que llegar a ser
cristiano se refiere. No debemos jactarnos de nuestras obras. Si de alguna manera somos conscientes de
nuestra bondad o si estamos dependiendo
de algo que hemos hecho, estamos negando
la gracia de Dios. Es lo opuesto al cristianismo.
Pero, por desgracia, no son sólo las obras y acciones las
que tienden a insinuarse. Hay algo más: ¡La fe! La fe tiende a entrar y hace
que nos jactemos. Hay mucha controversia sobre el versículo 8 de Efesios 2:
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no
de vosotros, pues es don de Dios”. La gran pregunta es a qué se refiere el
“esto”. Y hay dos corrientes de opiniones. “Porque por gracia sois salvos por medio
de la fe; y esto [o sea la fe] no de vosotros, pues es don de Dios”, dice una
corriente. Pero según la otra corriente, el “esto” no se refiere a la “fe”,
sino a la “gracia” mencionada al principio de la frase: “Porque por gracia sois
salvos por medio de la fe; y esto [esta posición de gracia] no de vosotros,
pues es don de Dios”. ¿Es posible resolver la disputa? No lo es. No es una
cuestión de gramática, no es una cuestión de palabras… es una cuestión que no
puede ser resuelta. Y hay un sentido en el que realmente no importa para nada
porque, al final de cuentas, resulta lo mismo. O sea que es importante que
evitemos convertir a la fe en “obras”.
Pero hay muchos que lo hacen. Convierten su fe en un tipo de obras.
Existe en nuestros días una enseñanza popular sobre
evangelización que afirma que la diferencia en el Nuevo Testamento es la
siguiente:
En el Antiguo Testamento, Dios se dirigió a su pueblo y
dijo: “Ésta es mi Ley, estos son los Diez Mandamientos, cúmplanlos y les
perdonaré, y serán salvos”. Pero siguen diciendo, ahora no es así. Dios ha
descartado todo eso, ya no hay ninguna Ley. Dios simplemente dice: “Cree en el
Señor Jesucristo” y si lo haces, serás salvo. En otras palabras, dicen que por
creer en el Señor Jesucristo el
hombre se salva a sí mismo.
Esto es convertir a la fe en obras porque indica que nuestra
acción es lo que nos salva. En cambio, el Apóstol dice “esto”. Si “esto” se
refiere a la fe o a la gracia no importa; “usted es salvo”, dice Pablo, “por
gracia… y esto no de vosotros”. Si es mi creencia lo que me salva, me he salvado
a mí mismo. Pero Pablo dice “no
de vosotros”, no se trata de mí mismo, por lo que nunca debo hablar de mi fe de
manera que sea “de mí”. Y no sólo eso. Si llegara a ser cristiano de esa
manera, entonces me da algo de razón para jactarme; pero Pablo dice: “no por
obras, para que nadie se gloríe”. El jactarme tiene que ser totalmente
excluido.
Por lo tanto, cuando pensamos en la fe, hemos de tener
cuidado de considerarla con base en eso. La fe no es la causa de la salvación. Cristo es
la causa de la salvación. La
gracia de Dios en el Señor Jesucristo es la causa de salvación y nunca debemos
hablar de modo que presentamos a la fe como la causa de nuestra salvación.
Entonces, ¿qué es la fe? La fe no es más que el instrumento por medio del cual
nos llega. “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe”. La fe es el
canal, es el instrumento por medio del cual nos llega esta salvación que es por
la gracia de Dios. Somos salvos por gracia “por medio de la fe”. Ésta es simplemente
el medio por el cual la gracia de Dios que salva, entra en nuestra vida. Por
ende, tenemos que tener siempre mucho cuidado de nunca decir que el hecho de
que creemos es lo que nos salva. Creer no salva. La fe no salva. Cristo salva, Cristo y su obra consumada. No nuestra
creencia, no nuestra fe, no nuestro entendimiento, nada que podamos hacer
nosotros; “no de vosotros”, “la jactancia queda excluida”,
“por gracia, mediante la fe”.
Es indudable que toda la finalidad de los tres primeros versículos
de este capítulo es mostrar que no hay otra posición posible. ¿Cómo puede el
“muerto” en delitos y pecados salvarse a sí mismo? ¿Cómo puede el hombre
“muerto”, cuyo corazón está “enemistado contra Dios” (porque eso es lo que la
Biblia nos dice del hombre natural), hacer algo meritorio? Es imposible. Lo primero que nos sucede, nos ha
dicho el Apóstol en los versículos 4 al 7, es que Dios “nos dio vida”. Puso una
nueva vida dentro de nosotros. ¿Por qué? Porque sin vida nada podemos hacer. Lo
primero que necesita el pecador es vida. No puede pedirla porque está muerto.
Dios le da vida y demuestra que la tiene creyendo en el evangelio. Tener vida es
el primer paso. Es lo primero que sucede. Yo no pido tener vida. Si lo pidiera,
no necesitaría que me dieran vida porque ya la tengo. Pero estoy muerto y soy
un enemigo, y estoy en contra de Dios; no entiendo y estoy lleno de odio. Pero
Dios me da vida. Me ha dado vida juntamente con Cristo. Por lo tanto, jactarse queda
totalmente excluido, tanto jactarse de las obras como jactarse de la fe. La
jactancia tiene que quedar excluida. La salvación es exclusivamente
de Dios.
Esto nos trae al último principio, que resumiré de esta
manera: El hecho de que
seamos cristianos es enteramente el resultado de la obra de Dios.
El verdadero problema de muchos de nosotros es que nuestro
concepto de lo que nos hace cristianos es tan bajo, tan pobre. Somos incapaces de
comprender la grandeza
de lo que significa ser cristianos.
¡Pablo dice que “somos hechura suya”! Es Dios
quien ha hecho algo, es Dios quien está
obrando; somos hechura suya. No nuestras obras, sino su obra. Entonces, vuelvo a repetir que no
es nuestra vida recta, ni son todos nuestros esfuerzos, ni nuestra esperanza de
ser cristianos al final, lo que nos hace cristianos.
Pero permítanme decir algo más. No es tampoco nuestra
decisión, nuestra “decisión de seguir a Cristo” lo que nos hace cristianos; esa
es obra nuestra. La decisión tiene su lugar, pero no es nuestra decisión lo que
nos hace cristianos. Pablo dice que somos
hechura suya. Vemos, pues, ¡cuán extremadamente
grave es nuestro pensamiento superficial y cómo nuestras palabras superficiales
representan mal al cristianismo!
Recuerdo a un buen hombre —sí, un buen hombre cristiano— cuya
manera de dar su testimonio era siempre: “Hace treinta años decidí seguir a
Cristo y nunca me he arrepentido”. Éste era su modo de expresarlo. Éste no es
el modo como Pablo describe cómo se llega a ser cristiano. “¡Somos hechura
suya!”, ese es el énfasis. No algo que yo emprendí, no algo que yo decidí, sino algo que Dios me ha hecho.
Aquel hombre lo hubiera expresado mejor si hubiera dicho:
“Treinta años atrás, yo estaba muerto en delitos y pecados, pero Dios empezó a hacer
algo conmigo, tenía conciencia de que Dios estaba haciendo algo en mí, sentía
que Dios me quebrantaba, sentía las manos de Dios que me estaban renovando”.
Así era como lo decía Pablo: No decía yo
decidí, no yo acepté el cristianismo, no yo decidí seguir a Cristo, no señores. Eso
es parte, pero viene después. Somos hechura suya.
El cristiano es alguien en el cual Dios ha obrado. Y podemos notar qué tipo de
obra es, según Pablo. No es nada menos que una creación. “Creados en Cristo Jesús para buenas
obras”.
Al Apóstol le gustaba decir esto. Miren como lo expresa a
los filipenses:
“[Estoy] convencido de esto, que el que comenzó en vosotros
la buena obra la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (1:6). ¡Dios! ¡Él es
el que ha comenzado la buena obra en ustedes! ¡Es la obra de Dios!
Vino cuando estaban muertos y les vivificó, les dio vida. Esto es lo que los convierte en cristianos.
No nuestras buenas obras, no nuestra decisión, sino la determinación de Dios en
cuanto a nosotros llevada a la práctica.
Es aquí donde comprobamos cómo nuestras ideas de lo que es
ser cristiano están irremediablemente equivocadas cuando las consideramos
a la luz de lo que enseña la Biblia. El cristiano es una nueva creación.
No es simplemente un hombre bueno o un hombre que ha
mejorado algo, es un hombre nuevo, “creado en Cristo Jesús”. Ha sido colocado en
Cristo y la vida de Cristo mora en él. Somos “participantes de la naturaleza
divina” (2 P. 1:4). “¡Participantes de la naturaleza divina!”. ¿Qué es un
cristiano? ¿Es un hombre bueno, un hombre de buena moralidad, un hombre que
cree ciertas cosas? ¡Sí, pero infinitamente más! ¡Es un hombre nuevo; la vida de Dios ha venido a su alma;
ha sido “creado en Cristo, es “hechura de Dios”! ¿Se habían dado cuenta ustedes
de que eso es lo que los hace cristianos? No es su asistencia a los cultos. No
es cumplir ciertos deberes. Estas cosas son todas excelentes, pero nunca pueden convertirnos en cristianos.
(¡Podrían convertirnos en fariseos!). Es Dios quien convierte al hombre y ésta
es su manera de hacerlo. Creó todo de la nada al principio y se acerca al
hombre y lo vuelve a crear dándole una nueva naturaleza, convirtiéndolo en un hombre
nuevo. El cristiano es “una nueva creación”, nada menos que esto. “Si están
ustedes interesados en las obras”, dice Pablo, “les diré qué tipos de obras son
las que le interesan a Dios”. No son las obras lamentables que podemos hacer
por naturaleza como criaturas en pecado. Es un nuevo tipo de obra —“Creados en
Cristo Jesús para buenas obras”— ¡las
buenas obras de Dios! ¿Qué
significa esto? Significa que nuestro problema no es sólo que nuestro concepto
del cristianismo es inadecuado, sino que nuestro concepto de las buenas obras es más inadecuado todavía. Anote en un
papel las buenas obras que, según la gente, son suficientemente buenas para
convertir a alguien en un cristiano. Pídales que anoten ellos todas las cosas
en que confían. Anótenlas en papel y luego llévenselas a Dios y díganle: “Esto
es lo que he hecho”. ¡Es una acción ridícula, es monstruosa! ¡Observen lo que están
haciendo! No son las buenas obras lo que le interesa a Dios. ¿Cuáles son las
buenas obras de Dios? El Sermón del Monte y la vida de Jesucristo tienen la
respuesta: No sólo un poquito de bondad y moralidad, ni hacer ocasionalmente
algo bondadoso y tenerlo muy en cuenta, ¡no!
¡Se trata de un amor desinteresado! “Haya, pues, en vosotros
este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios,
no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a
sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en
la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:5-8), que se da a otros sin contar el costo.
Esas son las buenas obras de Dios.
¡Amarlo con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerzas y a
nuestro prójimo como a nosotros mismos! ¡No se trata de una buena acción de cuando
en cuando, sino de amarlo como a nosotros mismos! ¡Olvidarnos de nosotros
mismos mientras nos preocupamos por nuestro prójimo!
Esas son
las buenas obras de Dios. Y esas son las obras para las cuales nos ha creado.
David Martyn Lloyd-Jones (1899-1981):
Probablemente el predicador expositivo
más grande del siglo XX. Sucesor de G.
Campbell Morgan como pastor de Westminster
Chapel, Londres, Inglaterra, 1938-68.
Nacido en Newcastle Emlyn, Gales.
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