Arthur W. Pink (1886-1952)
“Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para
enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que
el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2
Ti. 3:16, 17).
Al hombre, dejado a su suerte, siempre
le ha sido imposible discernir la verdad entre lo que parecen ser doctrinas
conflictivas, como son la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre; la
elección por gracia y la proclamación universal del evangelio; la justificación
por la fe de Pablo y la demostración de la fe por las obras de Santiago. Con
demasiada frecuencia, donde se ha insistido en la soberanía absoluta de Dios,
se ha ignorado la responsabilidad del hombre y donde se ha mantenido con
firmeza la elección incondicional, se ha descuidado la predicación sin límites
del evangelio a los incrédulos. Por otro lado, donde se ha enfatizado la
responsabilidad humana y un ministerio evangélico, la soberanía de Dios y la
verdad de la elección, por lo general se han ido reduciendo o se han ignorado por
completo.
Muchos de nuestros lectores han visto ejemplos que ilustran
la verdad presentada en el párrafo anterior, pero pocos se percatan de que existe
exactamente la misma dificultad cuando se intenta mostrar la relación precisa
entre fe y buenas obras. Si, por un lado, algunos han errado atribuyéndoles a
las buenas obras un lugar que las Escrituras no justifican, por otro lado,
algunos no le dan a las buenas obras la función que las Escrituras les asignan.
Si, por un lado es un error grave adjudicar nuestra justificación delante de
Dios a algo que nosotros hacemos, por otro lado, son igual de culpables los que
niegan que las buenas obras son necesarias para poder llegar al cielo y afirman
que son simplemente evidencias o frutos de nuestra justificación.
Sabemos muy bien que estamos ahora, por así decir, en
terreno difícil, y que corremos el peligro de ser acusados de herejía. No
obstante, consideramos indispensable buscar la ayuda divina al encarar esta
dificultad y luego dejarla en sus manos.
En algunos sectores, las demandas de la fe, aunque no
totalmente negadas, han sido degradadas debido al celo por magnificar las
buenas obras. En otros círculos, conocidos como ortodoxos (y son los que ahora tenemos
principalmente en mente), rara vez se les adjudica a las buenas obras el lugar
que les corresponde y, muy pocas veces, reciben los creyentes exhortaciones
serias para que las realicen. Sin duda, a veces esto se debe al temor de
valorar menos la fe y llevar al pecador al error de confiar más en sus propias
acciones que en la justicia de Cristo.
Pero estos temores no debieran impedir que el predicador
declare “todo el consejo de Dios” (Hch. 20:27)… ni que olvide el mandato divino:
“que insistas con firmeza, para que los que creen en Dios procuren ocuparse en
buenas obras” (Tit. 3:8).
Este versículo recién citado es el más pertinente para estos
días de libertinaje y liberalismo, de profesiones de fe que nada valen y de
jactancia vacía. La expresión “buenas obras” aparece en el Nuevo Testamento en
plural o en singular más de treinta veces, no obstante lo cual muchos
predicadores reconocidos por lo correcto de su fe, rara vez los usan, enfatizan
y se explayan en ellos, tanto que muchos que los escuchan podrían llegar a la
conclusión de que esas palabras aparecen una o dos veces en la Biblia…Además,
Efesios 2:8-10 afirma que Dios ha juntado dos cosas benditas de vital
importancia que nunca deben ser separadas en nuestro corazón ni en nuestra
mente, a pesar de que muy a menudo se las separa en el púlpito moderno.
¿Cuántos sermones se predican basados en estos primeros dos versículos que
declaran con tanta claridad que la salvación es por fe y no por obras? Y por
otro lado, casi nunca nos recuerdan que la frase que comienza con gracia y fe,
se completa en el versículo 10, que nos dice: “Porque somos hechura suya,
creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano
para que anduviésemos en ellas”.
Iniciamos esta serie
destacando que la palabra de Dios puede
usarse por diversos motivos y leída con diferentes intenciones, pero que 2
Timoteo 3:16-17, da a conocer para qué es realmente “útil”, de hecho para
adoctrinar o enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia
y todo esto para que “el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para
toda buena obra”… consideremos ahora cómo
es que nos prepara para “toda buena
obra”. Hay aquí otro criterio vital por el cual el alma sincera, con la ayuda
del Espíritu Santo, puede juzgar si su lectura y estudio de la Palabra, en
realidad le está siendo provechosa.
La Palabra nos es provechosa cuando por ella aprendemos el lugar correcto de las buenas obras. “Muchos, en su anhelo por apoyar la
ortodoxia como un sistema, hablan de la salvación
por gracia y fe de un modo que le restan importancia a la
santidad y a la vida consagrada a
Dios. Pero esto no se fundamenta en las
Sagradas Escrituras. El mismo evangelio que declara que la salvación
es dada libremente por la gracia de Dios por fe en la sangre de
Cristo, también dice que la fe sin
obras es muerta. Si por un lado
asegura, de la manera más enfática,
que el pecador es justificado por la
justicia del Salvador que le es imputada cuando cree en él sin ninguna
relación con las obras de la Ley, también nos asegura que sin
santidad nadie verá a Dios, que los
creyentes son limpios por la sangre de
la expiación, que sus corazones son purificados por fe, que obra por
amor y vence al mundo. La gracia
que da salvación a todo hombre, enseña
a todo el que lo recibe, que dejando toda impiedad y lascivias
mundanas, deben vivir modesta, recta y devotamente en este mundo.
Temer que la doctrina de la gracia
puede sufrir por inculcar debidamente
las buenas obras sobre un fundamento bíblico denota un conocimiento inadecuado
y muy defectuoso de la verdad divina. Y cualquier manipulación
de las Escrituras con el fin de silenciar su testimonio a
favor de los frutos de la justicia como
algo absolutamente necesario en el
cristiano, es una perversión y una falsificación de la Palabra de
Dios”.
Pero, ¿qué fuerza (preguntan algunos) tiene este mandato de
Dios de realizar buenas obras, cuando, a pesar de que no lo obedecemos, de
igual manera somos justificados por la imputación de la justicia de Cristo, pudiendo
ser salvos sin ellas? Una objeción sin sentido como ésta es por pura ignorancia
del estado presente del creyente y su relación con Dios.
Suponer que el corazón del regenerado no es tan eficazmente
influenciado por la autoridad y los mandatos de Dios como para ser obedecidos como
si fueron dados a fin de ser justificados, es ignorar lo que es la fe auténtica
y los argumentos y motivaciones que afectan y constriñen principalmente la
mente del cristiano. Además, es no tener en cuenta la conexión inseparable que
Dios ha hecho entre nuestra justificación y nuestra santificación. Suponer que
uno de los dos existe sin el otro es descartar
todo el evangelio. El Apóstol
trata justamente con esta objeción en Romanos 6:1-3.
La Palabra nos es provechosa cuando por ella aprendemos la necesidad absoluta de las buenas
obras. Está escrito que “sin derramamiento
de sangre
no se hace remisión” (He. 9:22) y que “sin fe es imposible agradar a
Dios” (He. 11:6). Las Escrituras de la Verdad, también declaran: “Seguid
la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He.
12:14). La vida que viven los santos en el cielo no es más que la consumación
plena de la vida que, después de la regeneración, viven aquí
en la tierra. La diferencia entre ambas no es de tipos, sino de grados. “Mas la senda de los justos es como
la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es
perfecto” (Pr. 4:18). Si no hay un andar
con Dios aquí en la tierra, no habrá una morada con Dios allá en el cielo.
Si no hay una verdadera comunión con él en el tiempo, no la
habrá con él en la eternidad. La muerte no obra ningún cambio vital en el corazón.
Es cierto que los pecados dejados atrás cuando muere el santo, son dejados para
siempre, pero en ese momento no se le imparte ninguna nueva naturaleza. Si
antes de morir no aborrecía el pecado y amaba la santidad, tampoco lo hará
después.
En realidad, nadie quiere irse al infierno, aunque son pocos
los que están dispuestos a dejar el camino ancho que inevitablemente allí los lleva.
A todos les gustaría ir al cielo, ¿pero están realmente dispuestos y decididos
los cristianos profesantes a andar por el camino angosto, el único que los
puede llevar allí? Es
a estas alturas que podemos discernir el
lugar preciso que las buenas
obras ocupan en relación con la salvación. No la merecen, pero son inseparables de ella. No obtienen
un título en el cielo, pero están entre los medios que Dios ha dispuesto para
que su pueblo llegue al cielo. Las buenas obras no son en ningún sentido lo que
causa la obtención de la vida eterna, pero son parte del medio (como lo son la
obra del Espíritu en nosotros y el arrepentimiento, la fe y la obediencia
nuestras) que conduce a ella. Dios ha dispuesto el camino por el que tenemos
que andar para llegar a la herencia que Jesús compró para nosotros. Una vida de
obediencia diaria a Dios es lo único que nos da la felicidad que Cristo compró
para su pueblo. Somos admitidos ahora por fe, entraremos en ella al morir y la
disfrutaremos a plenitud cuando él vuelva.
La Palabra nos es provechosa cuando por ella aprendemos la verdadera naturaleza de las buenas
obras… La verdadera naturaleza de las “buenas
obras” fue demostrada perfectamente por el Señor Jesús. Todo lo
que hizo fue en obediencia a su Padre. Él no “se agradó a sí mismo”
(Ro. 15:3), sino que obedeció las órdenes de Aquel que lo envió (Jn.
6:38). Pudo decir: “yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. 8:29).
No había límites cuando Cristo se sometía a la voluntad del Padre.
Él siempre fue “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil.
2:8). Asimismo, todo lo que hizo procedía de su amor al Padre y a su
prójimo. El amor es el cumplimiento de la Ley; sin amor, el cumplimiento de
ley no es sino una sujeción servil que no puede ser aceptable a
Aquel que es Amor. La prueba de que la obediencia de Cristo fluía
del amor se encuentra en sus palabras: “El hacer tu voluntad, Dios
mío, me ha agradado” (Sal. 40:8). Igualmente, todo lo que hacía Cristo buscaba la gloria del Padre: “Padre, glorifica tu
nombre” (Jn. 12:28). En todas sus acciones revelaba siempre su motivación.
La Palabra nos es provechosa cuando nos enseña el verdadero alcance de las buenas
obras. Esto es tan amplio que incluye el
cumplimiento de nuestras obligaciones en cada relación
en la que Dios nos ha colocado.
Es interesante e instructivo notar que la primera “buena
obra” (quedescriben) las Escrituras es la unción del Salvador por parte de
María de Betania (Mt. 26:10; Mr. 14:6). Indiferente por igual a la gloria o la crítica
de los hombres, con sus ojos puestos solamente en el “señalado entre diez mil”,
le prodigó su precioso ungüento. Otra mujer, Dorcas Hch. 9:36), se menciona
como alguien que “abundaba en buenas obras”; después de adorar al Señor sale
del recinto de adoración y se consagra al servicio que glorifica a Dios entre
los hombres y beneficia a sus prójimos.
“Para que andéis como es digno del Señor, agradándole en
todo, llevando fruto en toda buena obra” (Col. 1:10). La crianza de los hijos
(sin provocarlos a ira), practicar la hospitalidad (espiritual); lavar los pies
de los santos (satisfacer necesidades temporales) y socorrer a los afligidos (1
Ti. 5:10) son acciones llamadas “buenas obras”.
A menos que nuestra lectura y estudio
de las Escrituras nos convierta en mejores soldados de Jesucristo, mejores
ciudadanos de nuestro país, mejores miembros de nuestra familia terrenal (más
buenos, gentiles y generosos) “enteramente preparados para toda buena obra”,
poco o nada nos aprovecha.
A.W. Pink (1886-1952): Pastor, profesor
itinerante de la Biblia, autor de Studies
in
the Scriptures (Estudios en las Escrituras) y
numerosos libros, incluyendo el reconocido The Sovereignty of God (La
soberanía de Dios). Oriundo de Inglaterra, emigró a los Estados Unidos y
regresó a su patria en 1934. Nacido en Nottingham, Inglaterra.
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