J. C. Ryle (1816-1900)
“Así que, arrepentíos y
convertíos” (Hechos 3:19)
Creo que conozco los sentimientos que embargan la mente de muchos cuando leen las cosas que estoy
escribiendo en este artículo. Se refugian
en la idea de que semejante cambio como la conversión es imposible, excepto para algunos favorecidos. “Está muy bien”, argumentan, “que los pastores hablen
de conversión; pero la cosa no se puede
lograr; tenemos trabajo que atender, familias que mantener, negocios que cuidar. Es inútil esperar ahora milagros. No nos
podemos convertir”. Los pensamientos
como estos son muy comunes. Al diablo le
encanta ponerlos delante de nosotros, y nuestros propios corazones perezosos están más que dispuestos a
recibirlos, pero no pasan el examen.
No me da temor afirmar que la conversión es algo posible. Si no lo fuera, no diría yo ni una palabra
más.
Pero al decir esto, tendría temor a equivocarme. De ninguna
manera quiero decir que cualquiera se puede convertir a sí mismo, cambiar su propio
corazón, quitarse su propia naturaleza corrupta y darse un espíritu nuevo. No
quiero decir nada que se le parezca. Antes esperaría que los huesos secos de
Ezequiel volvieran a darse vida (Eze. 37:3). Lo único que quiero decir es que
no hay nada en la Biblia, nada en Dios, nada en la condición del hombre que
justifique que alguien diga:
“Nunca podré convertirme”. No hay ningún hombre ni mujer
sobre la tierra del cual se puede decir: “Su conversión es imposible”.
Cualquiera, no importa lo pecador o endurecido que sea, cualquiera puede convertirse.
¿Por qué hablo con tanta seguridad? ¿Cómo es que puedo mirar
alrededor del mundo y ver la desesperante impiedad que reina en él y aun así no
darme por vencido de ningún alma viviente? ¿Cómo es que le puedo decir a quien sea, por más inflexible, caído y malo
que esté: “Tu caso tiene remedio: tú, hasta tú puedes
convertirte”. Puedo hacerlo por las cosas que contiene el evangelio de
Cristo. Es la gloria de ese evangelio que, bajo él, nada es imposible.
La conversión es algo posible por la omnipotencia del
poder de nuestro Señor Jesucristo.
En
él hay vida. En sus manos están las llaves de la muerte y el infierno. Tiene todo poder en el cielo
y en la tierra. Él aviva a quien
quiere (Juan 1:4; Apoc. 1:18; Mat.
28:18; Juan 5:21). Le es a él fácil crear
nuevos corazones de la nada, tal como
lo fue crear al mundo de la nada.
Le es fácil dar aliento de vida espiritual a un corazón de
piedra, muerto, tal como lo fue dar el aliento de vida al polvo del cual fue
formado Adán y hacer de él un hombre viviente. No había nada que no podía hacer
sobre la tierra. El viento, el mar, las enfermedades, la muerte, los demonios,
todos eran obedientes a su palabra. No hay nada que no pueda hacer en el cielo
a la diestra de Dios. Su mano es tan poderosa como siempre, su amor es tan
grande como siempre. El Señor Jesucristo vive, y por lo tanto la conversión no
es imposible.
Pero además de esto, la conversión es algo posible por
la omnipotencia del poder del Espíritu Santo, a quien Cristo envía al corazón
de todos que se ocupa de salvar. El
mismo Espíritu divino, que colaboró con el Padre y el Hijo en la obra de creación, colabora
especialmente en la obra de conversión.
Es él quien transfiere vida proveniente de Cristo, la gran
Fuente de Vida, al corazón de los pecadores. Él, quien se desplazaba por la faz
de las aguas antes de que se dijeran las maravillosas palabras: “Sea la luz”,
es el que se desplaza por el alma de los pecadores y les quita su oscuridad natural.
¡Ciertamente grande es el poder invisible del Espíritu Santo!
Puede ablandar lo que es duro. Puede doblar aquello que es
rígido y obstinado. Puede dar vista al espiritualmente ciego, oídos al espiritualmente
sordo, lengua al que es espiritualmente mudo, pies al que es espiritualmente
cojo, calor al que es espiritualmente frío, conocimiento al que es
espiritualmente ignorante y vida al que está espiritualmente muerto. “¿Qué
enseñador semejante a él?” (Job 36:22b).
Ha enseñado a miles de pecadores ignorantes, y nunca ha
fracasado en hacerles “sabios para salvación”. El Espíritu Santo vive, y por lo
tanto la conversión nunca
es imposible.
¿Qué puede decir usted ante todo esto? Afuera para siempre
con la idea de que la conversión no es posible. Descártela; es una tentación
del diablo. No se mire a sí mismo y a su propio débil corazón, porque entonces
de seguro se dará por vencido. Mire hacia lo Alto, a Cristo y al Espíritu Santo y aprenda de ellos que nada es imposible.
¡Sí! ¡El tiempo de los milagros espirituales no ha pasado todavía! Las almas
muertas en nuestras congregaciones todavía pueden
ser levantadas; los ojos ciegos todavía pueden recobrar la vista; las
lenguas mudas carentes de oración pueden todavía ser enseñadas a orar.
Nadie jamás debe darse por vencido. Cuando Cristo haya dejado el
cielo y renunciado a su oficio de Salvador de pecadores ––cuando el Espíritu Santo ha dejado de
morar en
los corazones y ya no es Dios–– entonces, y no hasta
entonces, pueden los hombres y mujeres decir: “No podemos convertirnos”. Hasta
entonces, digo contundentemente: la conversión es algo posible. Si los hombres
no se convierten es porque no vienen a Cristo para tener vida (Juan 5:40).
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