Charles H. Spurgeon
(1834-1892)
“Y mirarán a mí, a quien
traspasaron” (Zacarías 12:10).
LA
SENSIBILIDAD DIVINA QUE HACE QUE LOS HOMBRES SE AFLIJAN
POR
HABER PECADO SURGE DE UNA OPERACIÓN DIVINA.
No está en el hombre
caído renovar su propio corazón. ¿Puede el adamantino (una piedra que antes se creía impenetrable por su dureza) convertirse en cera o el granito ablandarse hasta
llegar a ser barro? Solo Él, que extiende el cielo y pone el fundamento de la
tierra, puede formar y reformar desde adentro el espíritu del hombre. El poder
para que la roca de nuestra naturaleza fluya con ríos de arrepentimiento no
radica en la roca misma. El poder radica en el Espíritu omnipotente de Dios…
Cuando trata con la mente humana por medio de sus
operaciones secretas y misteriosas, la llena de nueva vida, percepción y
emoción. “Dios me debilita el corazón”, dijo Job (Job 23:16, Reina Valera
Contemporánea); y, en el mejor sentido de la palabra, esto es verdad. El
Espíritu Santo nos ablanda como cera, de manera que puede grabar en nosotros su
sello sagrado... Pero ahora paso al núcleo y meollo de nuestro tema—
LA SENSIBILIDAD DE CORAZÓN Y AFLICCIÓN POR EL PECADO DE
HECHO ES CAUSADA POR UNA MIRADA DE FE AL HIJO DE DIOS QUE FUE TRASPASADO.
El verdadero dolor por el pecado no viene sin el Espíritu de
Dios. Pero aun el Espíritu de Dios mismo no obra sino por medio de llevarnos a
mirar a Jesús el crucificado. No existe un verdadero pesar por el pecado hasta
que la mirada se pose en Cristo… Oh alma, cuando te acercas a mirar al que
todos los ojos debieran mirar, a aquel que fue traspasado, entonces tus ojos
comienzan a llorar por aquello que los ojos debieran llorar, ¡el pecado que dio
muerte a tu Salvador! No existe el arrepentimiento salvador a menos que esté a
la vista de la cruz… El arrepentimiento evangélico y ningún otro, es el
arrepentimiento aceptable.
La esencia del arrepentimiento evangélico es que posa su
mirada en él, a quien hirió con su pecado… Ten por seguro que por dondequiera
que el Espíritu Santo realmente se acerque, siempre conduce al alma a mirar a Cristo.
Hasta ahora nadie ha recibido el Espíritu de Dios para salvación, a menos que
lo haya recibido por haber sido llevado a mirar a Cristo y a afligirse por el
pecado.
La fe y el arrepentimiento nacen juntos, viven juntos y
prosperan juntos. ¡No separe el hombre lo que Dios ha juntado! Nadie puede
arrepentirse del pecado sin creer en Jesús ni creer en Jesús sin arrepentirse
de su pecado.
Acuda entonces con amor a él quien sangró por usted en la
cruz, porque al hacerlo encontrará perdón y será maleable en sus manos. Qué
maravillo es que todas nuestras impiedades son remediadas por esa única receta:
“Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra”
(Isa. 45:22). No obstante, nadie mirará hasta que el Espíritu de Dios lo
impulse a hacerlo.
No obra en nadie para salvación a menos que se someta a sus
influencias y pose su vista en Jesús…
La mirada que nos bendice con el fin de ablandar el corazón
es una que ve a Jesús como aquel que fue traspasado. Quiero comentar esto
por una razón. No es mirar a Jesús como Dios lo único que afecta el corazón,
sino que es mirar a este mismo Señor y Dios como crucificado por nosotros. Es cuando
vemos al Señor herido, que nuestro propio corazón comienza a ser herido. Cuando
el Señor nos revela a Jesús, empieza a revelarnos nuestros pecados…
Vengan, almas queridas, vayamos juntos a la cruz por un
ratito y fijémonos quién fue el que recibió la estocada del soldado romano.
Miren su costado, y noten esa terrible herida que ha traspasado su corazón y
dio inicio al doble torrente. El centurión exclamó: “Verdaderamente éste era Hijo
de Dios” (Mat. 27:54). Él, quien por naturaleza es Dios sobre todas las cosas,
“y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:3), tomó sobre sí
nuestra naturaleza y se hizo hombre como nosotros, excepto que no estaba
manchado por el pecado. En su condición de hombre, fue obediente hasta la
muerte, aun la muerte en la cruz. ¡Fue él quien murió! Él, el único que tiene
inmortalidad, condescendió a morir! ¡Fue todo amor y gracia, no obstante,
murió! ¡La bondad infinita fue crucificada en un madero! ¡Una riqueza sin
medida fue traspasada por una lanza! ¡Esta tragedia excede a todas las demás!
Por más deplorable que pueda ser la ingratitud del hombre, ¡es en este caso la más deplorable
de todas! Por más horrible
que sea su inquina contra la virtud, ¡esa
inquina es más cruel en este
caso! Aquí el infierno ha sobrepasado todas
sus villanías anteriores, clamando: “Este es el heredero; venid, matémosle”
(Mat. 21:38).
Dios vivió entre nosotros, y el hombre nada quiso saber de
él. Hasta donde el hombre pudo herir a su Dios y dar muerte a su Dios, se ocupó
de cometer este horroroso crimen. ¡El hombre dio muerte al Señor Jesucristo y
lo traspasó con una lanza! Al hacerlo, demostró lo que le haría al Eterno mismo si pudiera. El hombre es, de hecho, un
deicida (el que mata a Dios).
Estaría contento si no hubiera un Dios. Dice en su corazón: “No hay Dios” (Sal.
14:1). Si su mano se pudiera extender todo lo que se puede extender su corazón,
Dios no existiría ni una hora más. Esto es lo que significa herir a nuestro
Señor con tanta intensidad de pecado: significó
herir a Dios.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué es el buen Dios perseguido de este
modo? Por la bondad de nuestro Señor Jesús, por la gloria de su persona y por
la perfección de su carácter, les ruego: ¡Siéntanse
sobrecogido y avergonzados de
que fue herido! ¡Esta no es una muerte común! Este
homicidio no es un crimen cualquiera. ¡Oh hombre, aquel que fue herido con la
lanza era tu Dios! Allí, en la cruz, ¡contempla a tu Creador, tu Benefactor, tu
mejor Amigo!
Mira fijamente al que fue traspasado, y nota el sufrimiento
que incluye la palabra “traspasado”. Nuestro Señor sufrió mucho y
terriblemente. No puedo en un discurso cubrir la historia de sus sufrimientos;
los sufrimientos de su vida de pobreza y persecución; los sufrimientos de Getsemaní
y de su sudor de sangre; los sufrimientos de haber sido objeto de deserción,
negación y traición; los sufrimientos ante Pilato; los azotes, las escupidas y
las burlas; los sufrimientos de la cruz con su deshonra y agonía… Nuestro Señor
fue hecho maldición por nosotros. La pena del pecado, o lo que es equivalente,
él soportó: “Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1
Ped. 2:24). “El castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos
nosotros curados” (Isa.53:5).
¡Hermanos, los sufrimientos de Jesús debieran derretir
nuestro corazón! Lloro esta mañana porque no lloro como debiera hacerlo. Me
acuso a mí mismo de esa dureza del corazón que condeno porque puedo contarles
esta historia sin emocionarme. Los sufrimientos de mi Señor son inimaginables.
¡Pensemos y consideremos si alguna vez hubo dolor como su dolor! Aquí nos inclinamos para ver un abismo
aterrador y mirar en sus profundidades sin fondo… Si consideramos tenazmente el
que Jesús fuera traspasado por nuestros pecados y todo lo que esto significa,
nuestro corazón tendría que ceder. Tarde o temprano, la cruz sacará a luz todos
los sentimientos de los cuales somos capaces y nos dará capacidad para más.
Cuando el Espíritu Santo pone la cruz en el corazón, el
corazón se disuelve de ternura… La dureza del corazón muere cuando vemos a
Jesús morir tan trágicamente.
Hemos de notar también quiénes lo hirieron: “Y mirarán a mí,
a quien traspasaron”. En cada caso, los que están actuando son las mismas personas.
Nosotros dimos muerte al Salvador, aun nosotros,
los que miramos a él y vivimos… En el caso del Salvador, el pecado fue la causa de su muerte. Las
transgresiones lo traspasaron. Pero, ¿las transgresiones de quién? No fueron
las de él, porque él no conoció pecado, ni había malicia alguna en su boca.
Pilato dijo: “Ningún delito hallo en este hombre” (Luc. 23:4). Hermanos, el
Mesías fue ajusticiado, pero no por su propia culpa.
Fueron nuestros
pecados los que mataron al Salvador. Él
sufrió porque no había otra manera de vindicar la justicia de Dios y dejarnos
escapar. La espada, que nos hubiera herido a nosotros, entró en acción contra
el Pastor del Señor, contra el Hombre que era el Compañero de Jehová (Zac. 13:7)…
Si esto no nos destroza y derrite el corazón,
pasemos entonces a notar por qué llegó al punto en que pudo ser traspasado por
nuestros pecados. Fue amor, amor
poderoso, ninguna cosa sino el amor lo que lo llevó a la cruz.
Ningún otro cargo más que este puede jamás serle imputado:
“Fue culpable de un exceso de amor”. Se puso a disposición
para ser traspasado porque estaba decidido a salvarnos… ¿Podemos oír esto, pensar
en esto, considerar esto y aún permanecer indiferentes?
¿Somos peores que las bestias? ¿Hemos dejado toda humanidad que es humana? Si
Dios el Espíritu Santo está obrando ahora, una mirada de Cristo indudablemente derretirá
nuestro corazón de piedra…
Quiero decirles también, amados, que cuanto más se fijen en
Jesús crucificado, más se afligirán por sus pecados. Cuanto más piensen en él
más se enternecerán. Quiero que miren mucho al Traspasado, para que aborrezcan
mucho al pecado. Los libros que tratan sobre la pasión de nuestro Señor y los
himnos que cantan acerca de su cruz han sido muy atesorados por la mente de los
santos debido a su influencia santa sobre el corazón y la conciencia. Vivan en
el Calvario, amados, porque allí vivirán una vida cada vez más plena en él.
Vivan en el Calvario, hasta que vivir y amarle sea una misma cosa. Les digo, miren
al Traspasado hasta que su propio corazón haya sido traspasado. Un teólogo del
pasado dijo: “Mira la cruz hasta que todo lo que está en la cruz esté en tu
corazón”. Dijo además: “Mira a Jesús hasta que él te mire a ti”. Miren
constantemente a su persona sufriente hasta que él parezca volver la cabeza y
mirarlos a ustedes, como lo hizo con Pedro cuando este salió y lloró
amargamente.
Miren a Jesús hasta que se vean así mismos: lloren por él
hasta que lloren por sus propios pecados… Él sufrió en el lugar, reemplazo y
sustitución de hombres pecadores. Este es el evangelio. Sea lo que sea que
otros prediquen, “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Cor. 1:23).
Siempre llevaremos la cruz en la mente. La sustitución de
Cristo por el pecador es la esencia del evangelio. No restamos importancia a la
doctrina de la Segunda Venida; pero, primero y ante todo, predicamos al Traspasado:
esto es lo que los llevará al arrepentimiento evangélico cuando el Espíritu de
gracia se derrame.
De
un sermón predicado el Día del Señor a la mañana, el 18 de septiembre, 1887, en
el Tabernáculo Metropolitano, Newington.
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