Efesios 2; 3-5
En otro tiempo todos
nosotros vivimos entre ellos en las pasiones de nuestra carne, haciendo la
voluntad de la carne y de la mente; y por naturaleza éramos hijos de ira, como
los demás.
Pero
Dios, quien es rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó,
aun
estando nosotros muertos en delitos, nos dio vida juntamente con Cristo. ¡Por
gracia sois salvos!
El hombre es totalmente responsable por
sus pecados. Uno puede que tenga su talón de Aquiles en el cuerpo, y su riesgo
sea el pecado sexual; otro puede que lo tenga en las cosas espirituales, y su
riesgo sea el orgullo; el de otro puede estar en las cosas de este mundo, y su
riesgo en la ambición indigna; otro puede que lo tenga en el temperamento, y su
riesgo en las envidias y las rivalidades. Todos estos son pecados de la carne.
Que nadie crea que, porque se ha librado de los pecados más groseros del cuerpo
ha evitado los pecados de la carne. La carne es todo lo que hay en nosotros que
le ofrece una oportunidad al pecado; es la naturaleza humana sin Dios. El vivir
de acuerdo con los dictados de la carne es sencillamente vivir de tal manera
que nuestra naturaleza inferior, la peor parte de nosotros, domine nuestra
vida.
Es una vida que no merece más que la ira de
Dios. Muchas personas están amargadas porque creen que no se les ha dado nunca
lo que merecen sus talentos y esfuerzos. Pero, a la vista de Dios, ninguna
persona merece nada más que la condenación. Ha sido solo Su amor en Cristo lo
que ha perdonado a las personas que no merecen más que Su castigo, personas que
habían ofendido Su amor y quebrantado Su ley.
Pablo había empezado diciendo que nos
encontrábamos en una condición de muerte espiritual en pecados y
transgresiones; ahora dice que Dios, en Su amor y misericordia, nos ha dado la
vida en Jesucristo. ¿Qué quiere decir exactamente con eso? Ya vimos que estaban
implicadas tres cosas en estar muertos en pecados y transgresiones. Jesús tiene
algo que hacer con cada una de estas cosas.
Ya hemos visto que el pecado mata la
inocencia. Ni siquiera Jesús puede devolverle a una persona la inocencia que ha
perdido, porque ni siquiera Jesús puede atrasar el reloj; pero lo que sí puede
hacer Jesús, y lo hace, es librarnos del sentimiento de culpabilidad que
conlleva necesariamente la pérdida de la inocencia.
Lo primero que
hace el pecado es producir un sentimiento de alejamiento de Dios. Cuando una
persona se da cuenta de que ha pecado, se siente oprimida por un sentimiento de
que no debe aventurarse a acercarse a Dios. Cuando Isaías tuvo la visión de
Dios, su primera reacción fue decir: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Porque soy
un hombre de labios inmundos, y vivo entre personas que tienen los labios inmundos»
Isa_6:5). Y cuando Pedro se dio cuenta de Quién era
Jesús, su primera reacción fue: «¡Apártate de mí, porque yo soy un hombre
pecador, oh Señor!» (Luc_5:8)
Jesús empieza
por quitar ese sentimiento de alejamiento. Él vino para decirnos que, estemos
como estemos, tenemos la puerta abierta a la presencia de Dios. Supongamos que
hubiera un hijo que hubiera hecho algo vergonzoso, y luego hubiera huido porque
estaba seguro de que no tenía sentido volver a casa, porque la puerta estaría
cerrada para él. Y entonces, supongamos que alguien le trae la noticia de que
la puerta la tiene abierta, y le espera una bienvenida cálida en casa. ¡Qué
diferentes haría las cosas esa noticia! Esa es la clase de noticia que nos ha
traído Jesús. Él vino para quitar el sentimiento de alejamiento y de
culpabilidad, diciéndonos que Dios nos quiere tal como somos.
Ya vimos que el pecado mata los ideales por los que viven las personas.
Jesús despierta el ideal en el corazón humano. Eso es de hecho lo que hace siempre el
amor. El resultado de un gran amor es siempre purificador. Cuando uno se
enamora de veras, el amor le impulsa a la bondad. Su amor al ser amado es tan
fuerte que quebranta su antiguo amor al pecado.
Eso es lo que Cristo hace por nosotros.
Cuando Le amamos a Él, ese amor recrea y restaura nuestra voluntad hacia la
bondad. Como dice el coro:
Cristo rompe las cadenas
‘y nos da la libertad.
Pablo cierra este pasaje con una gran
exposición de aquella paradoja que siempre subyace en el corazón de esta visión
del Evangelio. Esta paradoja tiene dos caras.
Pablo insiste en que es por gracia como somos
salvos. No hemos ganado la salvación ni la podríamos haber ganado de ninguna
manera. Es una donación de Dios, y nosotros no tenemos que hacer más que aceptarla.
El punto de vista de Pablo es innegablemente cierto. Y esto por dos razones.
(a) Dios
es la suprema perfección; y por tanto, solo lo perfecto es suficientemente
bueno para él. Los seres humanos, por naturaleza, no podemos añadir perfección
a Dios; así que, si una persona ha de obtener el acceso a Dios, tendrá que ser
siempre Dios el Que lo conceda, y la persona quien lo reciba.
(b) Dios
es amor; el pecado es, por tanto, un crimen, no contra la ley, sino contra el
amor. Ahora bien, es posible hacer reparación por haber quebrantado la ley,
pero es imposible hacer reparación por haber quebrantado un corazón. Y el
pecado no consiste tanto en quebrantar la ley de Dios como en quebrantar el
corazón de Dios. Usemos una analogía cruda e imperfecta. Supongamos que un
conductor descuidado mata a un niño. Es detenido, juzgado, declarado culpable,
sentenciado a la cárcel por un tiempo y/o a una multa. Después de pagar la
multa y salir de la cárcel, por lo que respecta a la ley, es asunto concluido.
Pero es muy diferente en relación con la madre del niño que mató. Nunca podrá
hacer compensación ante ella pasando un tiempo en la cárcel y pagando una
multa. Lo único que podría restaurar su relación con ella sería un perdón
gratuito por parte de ella. Así es como nos encontramos en relación con Dios.
No es contra las leyes de Dios solo contra lo que hemos pecado, sino contra Su
corazón. Y por tanto solo un acto de perdón gratuito de la gracia de Dios puede
devolvernos a la debida relación con Él.
Esto quiere decir que las obras no tienen nada
que ver con ganar la salvación. No es correcto ni posible apartarse de la
enseñanza de Pablo aquí -y sin embargo es aquí donde se apartan algunos a
menudo. Pablo pasa a decir que somos creados de nuevo por Dios para buenas obras.
Aquí tenemos la paradoja paulina. Todas las buenas obras del mundo no pueden
restaurar nuestra relación con Dios; pero algo muy serio le pasaría al
Cristianismo si no produjera buenas obras.
No hay nada misterioso en esto. Se trata
sencillamente de una ley inevitable del amor. Si alguien nos ama de veras,
sabemos que no merecemos ni podemos merecer ese amor. Pero al mismo tiempo
tenemos la profunda convicción de que debemos hacer todo lo posible para ser
dignos de ese amor.
Así sucede en nuestra relación con Dios.
Las buenas obras no pueden ganarnos nunca la salvación; pero habría algo que no
funcionaría como es debido en nuestro cristianismo si la salvación no se
manifestara en buenas obras. Como decía Lutero, recibimos la salvación por la
fe sin aportar obras; pero la fe que salva va siempre seguida de obras. No es
que nuestras buenas obras dejen a Dios en deuda con nosotros, y Le obliguen a
concedernos la salvación; la verdad es más bien que el amor de Dios nos mueve a
tratar de corresponder toda nuestra vida a ese amor esforzándonos por ser
dignos de él.
Sabemos lo que Dios quiere que hagamos;
nos ha preparado de antemano la clase de vida que quiere que vivamos, y nos lo
ha dicho en Su Libro y por medio de Su Hijo. Nosotros no podemos ganarnos el
amor de Dios; pero podemos y debemos mostrarle que Le estamos sinceramente
agradecidos, tratando de todo corazón de vivir la clase de vida que produzca
gozo al corazón de Dios.
¡Maranata! ¡Ven
pronto mi Señor Jesús!
No hay comentarios:
Publicar un comentario