“De modo que si alguno está en Cristo, nueva
criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
Este
cambio es total y radical y sucede en la naturaleza, el corazón y la vida del
converso. La naturaleza humana es la misma en todos los tiempos, y sería inútil
tratar tergiversar las citas bíblicas diciendo que se refieren a los judíos o a
los paganos, porque si empezáramos a hacerlo ya no nos quedaría nada de la
Biblia. La Biblia es para la humanidad, y nuestro texto se refiere a
cualquiera, de cualquier país y de cualquier edad: “De modo que si alguno está
en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas
nuevas”.
Damos prueba de
este punto recordando primero que, en las Escrituras, los hombres están
divididos en dos clases, con una línea divisoria muy marcada entre ellas. Leyendo
los Evangelios, y encontraremos que continuamente se hace mención de ovejas
perdidas y ovejas encontradas, invitados rechazando la invitación e invitados
disfrutando a la mesa, las vírgenes sabias y las necias, las ovejas y los
cabritos. En las epístolas leemos de aquellos que están “muertos en [sus] delitos y pecados” (Ef.
2:1), y de otros a quienes se les dice: “Y él os
dio vida a vosotros” ; de modo que algunos están vivos para Dios y otros
están en su estado natural de muerte espiritual. Encontramos hombres de los
cuales se dice que están en las tinieblas o en la luz, y vemos la frase que se
refiere a ser llamado “de las tinieblas a su luz
admirable” (1 Ped. 2:9).
De algunos se
dice que antes eran extranjeros y extraños que han sido hechos ciudadanos y
hermanos. Leemos de “hijos de Dios” en oposición a “hijos de ira”. Leemos de
los que se han “descarriado” y los que han “vuelto al Pastor y Obispo de
vuestras almas” (1 Ped. 2:25).
Leemos de los
que “viven según la carne” y “no pueden agradar a Dios”
(Rom. 8:8), y los que son escogidos y llamados y
justificados, y a quienes todo el universo es retado a censurar. El Apóstol
habla de “los que se salvan” (1 Cor. 1:18), como
si hubiera algunos salvos mientras que “la ira de Dios” está en otros” (Juan 3:36). Los “enemigos” son continuamente colocados
en contraste con aquellos que han sido “reconciliados
con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom. 5:10). Están aquellos que eran “extraños y
enemigos..., haciendo malas obras” (Ef. 2:12; Col.
1:21), y aquellos que “han sido hechos
cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:13).
Yo podría seguir con esto hasta el cansancio. La distinción entre las dos
clases se encuentra en las Escrituras de principio a fin, y nunca se encuentra
ni siquiera una insinuación de que algunos son naturalmente buenos y no necesitan
ser removidos de una clase y puestos en la otra, y no hay nadie entremedio de
ambas que se pueden dar el lujo de quedarse como están.
No, tiene que
haber una obra divina, que nos hace nuevas criaturas y que causa que todas las
cosas sean hechas nuevas en nosotros; de otra manera moriremos en nuestros
pecados.
La Palabra de
Dios, además de describir continuamente las dos clases, muy a menudo y con
expresiones fuertes habla del cambio interior por el cual los hombres son
traídos de un estado al otro. Espero no cansarlos si les cito una considerable
cantidad de pasajes, pero lo mejor es ir de una vez a la fuente.
Este cambio es
descrito muchas veces como un nacimiento. Lee el capítulo tres del Evangelio de
Juan, que es maravillosamente claro y directo en este punto: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”.
Este nacimiento no es un
nacimiento por bautismo, pues dice que va
acompañado de una fe inteligente que recibe al Señor Jesús. Lee Juan 1:12-13: “Mas a todos
los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser
hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad
de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. De modo que los
creyentes son “nacidos de nuevo” y reciben a Cristo por fe: una regeneración
impartida en la infancia y que permanece latente en los no creyentes es una
ficción desconocida en las Sagradas Escrituras. En el tercer capítulo de Juan,
nuestro Señor asocia la fe y la regeneración del modo más íntimo, declarando no
solo que tenemos que nacer de nuevo, sino también que todo aquel que cree en él
no perecerá, mas tendrá vida eterna. Tenemos que sufrir un cambio tan grande
como si volviéramos a nuestra inexistencia original y pudiéramos entonces
surgir como nuevos de la mano del Gran Creador. Juan nos dice en su primera
epístola, 5:4, que “todo lo que es nacido de Dios
vence al mundo” y agrega, para mostrar que el nuevo nacimiento y la fe
van juntos: “esta es la victoria que ha vencido al
mundo, nuestra fe”. El mismo propósito tiene 1
Juan 5:1: “Todo aquel que cree que Jesús es
el Cristo, es nacido de Dios”. Donde hay una fe auténtica, hay un nuevo nacimiento;
y ese término implica un cambio sin medida, completo y radical.
En otros lugares
este cambio se describe como dar vida. “Y él os dio
vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados”
(Ef. 2:1).
Dice la Biblia
que somos resucitados de los muertos juntamente con Cristo, y esto se describe
como una demostración muy maravillosa de omnipotencia. Leemos de la “grandeza de su poder para con nosotros los que
creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo,
resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares
celestiales” (Ef. 1:19, 20). La
regeneración es propiamente un prodigio de la fuerza divina, y de ninguna
manera un mero producto de la fantasía para acompañar las ceremonias
religiosas.
Encontramos que
a menudo se describe como una creación, como por ejemplo en el versículo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es”.
Y esto tampoco es una mera formalidad o parte de un rito, porque leemos en Gálatas 6:15: “Porque en
Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva
creación”.
Ningún rito
externo, aunque sea ordenado por Dios mismo, efectúa un cambio en el corazón
del hombre. Tiene que suceder que la mano divina vuelva a crear toda la
naturaleza; tenemos que ser “creados en Cristo
Jesús para buenas obras” (Ef. 2:10), y tenemos que tener en nosotros al “nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y
santidad de la verdad” (Ef. 4:24). ¡Qué
cambio maravilloso tiene que ser el que primero se describe como un nacimiento,
luego como una resurrección de entre los muertos y luego como una creación
absoluta!
Pablo, en Colosenses 1:13 habla también de Dios el Padre y dice: “El cual nos ha librado de la potestad de las
tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo”. Juan lo llama un
pasar “de muerte a vida” (1 Juan 3:14), sin duda pensando en la siguiente declaración
de su Señor y Maestro: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y
cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado
de muerte a vida” (Juan 5:24).
Además, como
para ir al extremo de expresar algo contundentemente, Pedro habla de
nuestra conversión y regeneración como un “renacer”.
Consideremos el
pasaje: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo,
que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por
la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1Pedro 1:3)…
Mis queridos
lectores de este blog ¿pueden concebir un lenguaje más claramente descriptivo
de un cambio tan serio? Si es posible expresar con la lengua humana un cambio
que es total, cabal, completo y divino, estas palabras lo expresan; y si
semejante cambio no es lo que tiene la intención de expresar el lenguaje usado
por el Espíritu Santo, entonces me sería imposible encontrarle ningún sentido a
la Biblia, ya que las palabras más bien serían para confundir que para
instruir, lo cual Dios nos libre de creer. Mi reto es para los que tratan de
contentarse sin la regeneración y conversión. Les ruego que no se conformen,
porque nunca podrán estar en Cristo a menos que las cosas viejas pasen para ustedes,
y todas las cosas sean hechas nuevas.
Además, las
Escrituras hablan de esta gran obra interior diciendo que produce un cambio muy
maravilloso en el sujeto en el que obra.
Regeneración y
conversión, el uno, la causa secreta, y el otro, el efecto que producen
un cambio grande en el carácter. Leamos Romanos 6:17:
“Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del
pecado, habéis obedecido de corazón a
aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados”. También el versículo 22: “Mas ahora
que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por
vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna”. Fijémonos
bien en la descripción que el Apóstol da en Colosenses 3:9, 10, cuando, habiendo descrito la vieja naturaleza y sus pecados, dice:
“No mintáis los unos a los otros, habiéndoos
despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo”. El
Libro está repleto de textos que lo prueban. El cambio
de carácter del convertido es tan grande que: “Los
que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gál. 5:24).
Y así como hay
un cambio en el carácter, lo hay también en los sentimientos. El hombre
habiendo sido anteriormente enemigo de Dios, cuando ocurre este cambio,
comienza a amar a Dios. Leamos Colosenses
1:21,
22:
“Y a vosotros también, que erais en otro tiempo
extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado
en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin
mancha e irreprensibles delante de él”.
El cambio de
enemistad a amistad con Dios surge mucho de un cambio del estado judicial del
hombre ante Dios. Antes de que el hombre se convierta está condenado, pero
cuando recibe vida espiritual, leemos: “Ahora,
pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan
conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1). Esto cambia totalmente su condición en lo que respecta a
su felicidad interior. “Justificados, pues, por la
fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1), paz que antes no teníamos.
“Y
no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro
Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (Rom. 5:11).
Oh hermanos, la
conversión efectúa en nosotros un cambio realmente muy poderoso, de no ser así,
¿qué quiso significar Cristo cuando dijo
“Venid
a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mat. 11:28)? ¿Es que al final de cuentas no nos da
descanso?
¿Es el hombre
que viene a Jesús tan inquieto y falto de paz como antes?
¡De ninguna
manera! ¿No dice Jesús que cuando bebemos del agua que él nos da no volveremos
a tener sed? ¡Qué! Nos van a decir que nunca habrá un momento cuando dejemos de
tener sed, nunca un tiempo cuando el agua viva se torne en nosotros como una
fuente de agua, fluyendo para vida eterna? Nuestra propia experiencia refuta
esta sugerencia. ¿Acaso no dice Pablo en Hebreos 4:3,
“Pero los que hemos creído entramos en el reposo”?
Nuestra condición ante Dios, nuestro tono moral, nuestra naturaleza, nuestro
estado de ánimo, por la conversión, pasan a ser totalmente diferentes de lo que
eran antes: “Las cosas viejas pasaron, he aquí
todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17).
Pues, mis estimados, en
lugar de suponer que nos podemos arreglar sin la conversión, las Escrituras la
representan como la gran bendición del pacto de gracia. ¿Qué le dijo el Señor a
su siervo Jeremías? “Pero este es el pacto que haré
con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su
mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me
serán por pueblo” (Jer. 31:33). Pablo
cita este pasaje en Hebreos 10:16, no como
obsoleto, sino, como cumplido por los creyentes. ¿Y qué le dijo el Señor a
Ezequiel? Presten a atención a este pasaje lleno de gracia, y vean qué
bendición grandiosa es la conversión: “Os daré
corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra
carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de
vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis
preceptos, y los pongáis por obra” (Eze. 36:26, 27).
¿No es por esta bendición del evangelio por la que cumplimos todo lo demás? ¿No
es esta la gran obra del Espíritu Santo por la cual conocemos al Padre y al
Hijo?...
¿Saben ustedes
algo de esto? Espero que muchos de ustedes lo hayan experimentado y lo estén
demostrando con sus vidas, pero me temo que algunos lo desconocen. Que los que
son inconversos no descansen nunca hasta que crean en Cristo y tengan un
corazón nuevo y se les haya otorgado un espíritu recto. Sepan bien en sus
corazones que debe sobrevenirles un cambio que no pueden obrar ustedes mismos,
sino que tiene que ser obrado por el poder divino. Existe esto para nuestro consuelo:
Jesucristo ha prometido esta bendición a todos los que lo reciben, porque les
da el poder de ser hijos de Dios.
ESTE CAMBIO SE RECONOCE POR CIERTAS
SEÑALES.
Algunos suponen
que en el momento que el hombre se convierte, se cree perfecto.
No es así entre
nosotros. Otros piensan que el hombre convertido debe estar, desde ese momento,
libre de toda duda.
Ojalá fuera así.
Lamentablemente, aunque hay fe en nosotros, existe también la incredulidad.
Algunos sueñan que el convertido ya no tiene nada que buscar, pero no es eso lo
que enseñamos; el hombre vivo para Dios tiene más necesidades que nunca. La
conversión es el comienzo de una vida entera de conflictos; es el primer golpe
en una batalla que nunca terminará hasta que estemos en la gloria.
A cada caso de
conversión le siguen las siguientes señales: siempre hay un sentimiento de
pecado. Pueden estar seguros de que nadie encontró paz con Dios sin primero
arrepentirse del pecado y saberlo una cosa impía.
Los horrores que
algunos han sentido no son esenciales, pero una confesión completa de pecado
ante Dios y un reconocimiento de nuestra culpabilidad es totalmente esencial. “Los sanos no tienen necesidad de médico”, dice Cristo,
“sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mar. 2:17). Dios no sana a los que no están enfermos.
Nunca viste a
los que no están desnudos ni enriquece a los que no son pobres. La verdadera
conversión siempre incluye el sentimiento humilde de la necesidad de la gracia
divina.
Siempre va
acompañada de una fe sencilla, auténtica y real en Jesucristo. De hecho, esa es
la propia marca del Rey: sin ella, nada
es de ningún valor. “Y como Moisés levantó
la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado,
para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-15), Y ese pasaje se pone lado a lado con
“es necesario nacer de nuevo” en el mismo discurso, por el mismo Salvador, al
mismo interlocutor. Por lo tanto, llegamos a la conclusión de que la fe es la
marca del nuevo nacimiento; y donde ella está, allí el Espíritu ha cambiado el
corazón del hombre; pero donde no está, los hombres siguen “muertos en [sus]
delitos y pecados”.
Luego, la
conversión se reconoce por este hecho: que cambia al hombre total.
Cambia el
principio según el cual vive; vivía para sí, ahora vive para Dios. Hacía lo
bueno porque temía el castigo si hacía lo malo, pero ahora desprecia lo malo
porque lo aborrece. Hacía lo bueno porque esperaba merecer el cielo, pero ahora
no lo mueve un motivo tan egoísta, sabe que es salvo, y hace lo bueno por
gratitud a Dios. Sus objetivos en la vida han cambiado; vivía para obtener
ganancias u honor humano, ahora vive para la gloria de Dios. Lo que antes
constituía su bienestar ha cambiado; los placeres del mundo y el pecado no
significan nada para él, encuentra bienestar en el amor de Dios derramado en su
corazón por el Espíritu Santo. Sus
deseos han cambiado; aquello que antes anhelaba y por lo cual suspiraba, ahora
ya no le interesa; y aquello que antes despreciaba, ahora anhela como el ciervo
brama por las corrientes de las aguas. Sus temores son diferentes; ya no teme
al hombre, sino que teme a su Dios.
Sus esperanzas también
han cambiado; sus expectativas son superiores.
El hombre ha
iniciado una vida nueva. Un converso dijo en cierta ocasión: “O el mundo ha
cambiado o he cambiado yo”. Todo parece nuevo. Aun los rostros de nuestros
hijos nos parecen diferentes, porque los vemos de manera diferente: como
herederos de inmortalidad. Vemos a nuestros amigos desde un punto de vista
diferente. Aun nuestros quehaceres parecen diferentes. Hasta el esposo se
levanta por la mañana con un espíritu diferente, y los hijos son puestos a la
cama por la madre con un estado de ánimo diferente. Aprendemos a santificar el
martillo y el arado por medio de servir al Señor con ellos. Sentimos que las
cosas que son vistas son sombras y las cosas que oímos no son más que voces del
país de los sueños, pero lo no visto es sustancial, y aquello que oído mortal
no oye es la verdad. La fe se ha convertido para nosotros en “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que
no se ve” (Heb. 11:1).
Podría seguir
escribiendo de esto, pero nadie lo entendería excepto los que lo hemos
experimentado, y los que no lo han experimentado no digan que no es cierto.
¿Cómo lo saben? ¿Cómo puede alguien ser testigo de lo que no ha visto? ¿De qué
valor es el testimonio de alguien que empieza diciendo: “No sé nada acerca de
esto”? Si un testigo digno de creer declara que tal cosa ha sucedido, es fácil
encontrar a cincuenta que dicen que no lo vieron; la evidencia de ellos no
tiene ningún valor… Espero que sepamos qué es este cambio; si lo sabemos,
espero entonces que vivamos de modo que otros puedan ver su resultado en
nuestro carácter y pregunten qué significa.
Los fenómenos de
la conversión son los milagros constantes de la iglesia. “Y aún mayores [obras] hará”, dijo Cristo, “porque yo voy
al Padre” (Juan 14:12), y estas son
algunas de las cosas más grandes que el poder del Espíritu Santo aún realiza.
En este día los muertos son levantados, los ojos ciegos son abiertos y los
cojos caminan. El milagro espiritual es
mayor que el físico. Estos
milagros espirituales demuestran que Jesús vive y da vida y poder al evangelio.
Muéstrenme un ministerio que nunca reivindica al alcohólico, nunca llama al
ladrón a ser honesto, nunca humilla al hipócrita y le hace confesar su pecado;
uno que, en suma, nunca transforma a sus oyentes; y puedo asegurarles que tal ministerio
no vale el tiempo que los hombres pasan escuchándolo. Ay del hombre que al
final confesará un ministerio sin el fruto de las conversiones. Si el evangelio
no convierte a los hombres, no lo crean; pero si sí lo hace, esto ya es su
propia evidencia y debe ser creído. A algunos de ustedes les puede parecer
piedra de tropiezo y a otros, locura; pero a los que creen, es el poder de Dios
para salvación, salvándolos del pecado.
Para terminar y
no extenderme más, les hago una recomendación:
“Cuidado con
cualquier cambio que no sea conversión, con cualquier reforma que los deja sin
Cristo; con cualquier religión, por más refinada y hermosa, que no enseña
acerca del Espíritu Santo, y que no los transforma a la imagen del propio Hijo
de Dios. Si se conforman ustedes con cualquier cosa menos que esto, no están
haciendo más que endurecer sus corazones, cauterizar y anular sus conciencias;
haciéndose más y más insensibles al poder de las cosas divinas quedando en un
estado que no solo excluirá a Dios y repelará al Espíritu Santo, sino que invitará
a Satanás y a sus legiones de tinieblas a volver a sus almas abatidas,
haciéndoles más que nunca doblemente hijos del infierno”
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