“Al que no conoció pecado, por nosotros
lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. —Efesios
6:4
El corazón del evangelio es la redención, y la esencia de la
redención es el sacrificio sustitutivo de Cristo. Los que predican esta verdad
predican el evangelio aunque en otros puntos estén equivocados; pero los que no
predican la expiación, sin importar todo lo demás que declaren, han pasado por alto
el alma y la sustancia del mensaje divino. En estos días me siento obligado a
presentar repetidamente las verdades elementales del evangelio. En tiempos de paz
nos sentimos libres para incursionar en aspectos interesantes de la verdad que
distan de tratar específicamente este tema, pero ahora
tenemos que concentrarnos en esto y vigilar el fuego y los
hogares de
nuestra iglesia defendiendo los primeros principios de la fe.
En esta época han surgido, aun en la
misma iglesia, hombres que hablan
perversidades. Hay muchos que nos molestan con sus filosofías
y sus
interpretaciones novedosas, los que niegan las doctrinas que
profesan enseñar y socavan la fe que se han comprometido a mantener. Es bueno que
nosotros, que estamos seguros de lo que creemos y no decimos palabras con
significados secretos, nos plantemos y afirmemos nuestra posición, anunciando
la Palabra de vida y declarando claramente las verdades fundamentales del
evangelio de Jesucristo… No tengo ningún deseo de recibir palmaditas de los
hombres, pero una cosa hago: la
predicación del evangelio de antaño.
Hay muchos que pueden tratar de engañarnos, tocando música
nueva. En cuanto a mí, me corresponde no tener otra música, en ningún momento,
más que la que se escucha en el cielo: “Al que nos
amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre..., a él sea gloria e imperio
por los siglos de los siglos” (Apoc. 1:5-6)…
Mis estimados lectores de este blog, he descubierto que nada
conmueve el corazón como lo conmueve la cruz de Cristo. Cuando el corazón se ha
conmovido y ha sido herido por la espada de dos filos de la Ley, nada cura las
heridas como el bálsamo que fluye de la Sangre de Jesús. La cruz es vida para
el muerto espiritualmente…
Cuando vemos que los hombres se vivifican, convierten y
santifican por la doctrina del sacrificio sustitutivo, podemos llegar con toda
razón a la conclusión de que es la doctrina verdadera de
la expiación. No he conocido a nadie que haya sido llevado a la nueva vida en
Dios y en santidad excepto por la doctrina de la muerte de Cristo a favor del hombre.
Corazones de piedra que nunca antes latieron con vida se han convertido en
carne por medio del Espíritu Santo, causándoles que conozcan esta verdad… La
historia del gran Amante de las almas de los hombres que se dio a sí mismo para
salvación de ellos sigue siendo, en las manos del Espíritu Santo, la fuerza más
poderosa en la mente…
La gran doctrina, la más grande de todas, es esta: Dios viendo a los hombres perdidos en razón
de su pecado, ha tomado el pecado de ellos y se los ha cargado a su Hijo
unigénito, haciendo que Aquel que no conocía pecado, fuera pecado por ellos.
Como consecuencia de esta transferencia
del pecado, el que cree en Cristo Jesús es hecho justo y recto, sí, es hecho
justicia de Dios en Cristo. Cristo fue hecho pecado a
fin de que los pecadores pudieran ser justos.
Esa es la doctrina de la sustitución de nuestro Señor Jesucristo a favor de los
hombres culpables.
Consideremos, primero, quién fue hecho pecado por nosotros.
La descripción de nuestro gran Garante que aquí se presenta
abarca solo un punto, y es más que suficiente para esta meditación. Nuestro
sustituto era sin mancha, inocente y puro. “Al que no
conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado”. Cristo Jesús, el Hijo de Dios, se
encarnó - -se hizo carne-- y anduvo entre los hombres; no obstante que fue
hecho similar a la carne pecadora, no conoció pecado. Aunque cargó con el pecado,
nunca fue culpable. No era, no podía ser pecador, no tenía conocimiento
personal del pecado. A lo largo de toda su vida nunca cometió una ofensa contra
la gran Ley de la verdad y del bien. La Ley moraba en su corazón. Era su
naturaleza ser santo. Podía decirle a todo el mundo: “¿Quién
de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46).
Aun su juez vacilante preguntó: “¿Qué
mal ha hecho?” (Mat. 27:23).
Cuando toda Jerusalén fue retada a presentar algún
testimonio contra él y fue sobornada para ello, no se encontraron quién lo
hiciera. Fue necesario tergiversar sus palabras para que sus enemigos más acérrimos
pudieran falsificar cargos contra él. Su vida lo puso en contacto con las dos
tablas de la Ley, pero no desobedeció ni siquiera un mandamiento. Así como los
judíos examinaban al cordero pascual antes de sacrificarlo, también los
escribas y fariseos, los doctores de la Ley y los principales y príncipes
examinaron al Señor Jesús sin encontrar en él ninguna ofensa. Era el Cordero de
Dios, sin defecto y sin mancha.
Así como no hubo
pecado de comisión, tampoco hubo en nuestro
Señor una falta de omisión. Es probable, que nosotros que
somos creyentes hayamos sido dotados por la gracia divina de modo que nos
libramos de cometer la mayoría de los pecados de comisión; pero yo, por
ejemplo, tengo que lamentar diariamente los pecados de omisión que cometo.
(Pecado de comisión: cuando uno hace
algo prohibido, o algo que es bueno pero lo hace con malas intenciones
Pecado de omisión:
cuando uno no hace lo que sabe que debe hacer porque es un mandato de Dios.)
Aun teniendo gracias espirituales, no alcanzamos el nivel
que se requiere de nosotros. Si hacemos aquello que en sí es bueno, por lo
general manchamos nuestra obra… ya sea por nuestras motivaciones, por la manera
de hacerla o por la autosatisfacción que sentimos por ella cuando la hemos
acabado. Por una razón u otra, no alcanzamos la gloria de Dios. Olvidamos hacer
lo que debemos hacer, o, al hacerlo, somos culpables de tibieza, de confiar en
nosotros mismos, de incredulidad o algún otro error grave. Pero no era así con
nuestro divino Redentor. No podemos decir que haya habido en su perfecta
hermosura algún rasgo deficiente. Era perfecto en su corazón, sus propósitos,
sus pensamientos, sus palabras, sus hechos, su espíritu… Ninguna perla ha caído
del cordón de plata que es su carácter. Ninguna virtud en particular ha
eclipsado ni empequeñecido a las demás: todas sus perfecciones se combinan en perfecta
armonía para hacerlo una
perfección incomparable.
Tampoco conoció nuestro Señor un pensamiento pecaminoso. Su mente
nunca produjo un deseo o anhelo malo. Nunca hubo en el corazón de nuestro
bendito Señor un deseo de placer indebido, ni un deseo de escaparse de ningún
sufrimiento o vergüenza que incluía su
servicio. Cuando dijo: “Padre mío, si es posible, pasa de mí
esta copa”no era que se quisiera librar del trago amargo a costa de la obra
perfecta de su vida. Su “si es posible” significaba “si es
consecuente
con la obediencia total al Padre, y el cumplimiento de su
propósito
divino”. Vemos la debilidad de su naturaleza disminuyendo y
la santidad de su naturaleza resolviendo y venciendo cuando agrega:
“pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26:39). Tomó sobre sí la semejanza de la carne
pecadora, pero aunque su carne con frecuencia le causaba cansancio físico, nunca
produjo en él la debilidad de pecar. Llevó sobre sí nuestras debilidades, pero
nunca mostró una debilidad que tuviera ni siquiera la más mínima culpabilidad.
Nunca tuvieron esos ojos santos una mirada de maldad. Nunca salieron de sus labios
palabras desatinadas. Nunca anduvieron esos pasos en pos de una misión mala ni
se movieron esas manos hacia un acto pecaminoso.
Porque su corazón estaba lleno de santidad y amor en su interior al igual que en su exterior, nuestro Señor no tenía mancha alguna.
Sus deseos eran tan perfectos como sus acciones. Escrutado por los ojos de la
Omnisciencia, nunca se encontró en él ni el más mínimo rastro de una falta.
Efectivamente, no hubo en nuestro Sustituto absolutamente
ninguna tendencia hacia el mal en ninguna de sus formas. En nosotros, siempre está
esa tendencia, porque tenemos la mancha del pecado original4.
Tenemos que gobernarnos a nosotros mismos, y ejercer un
estricto
dominio propio, si no, nos precipitamos hacia la
destrucción. Nuestra naturaleza carnal ansía el mal y necesita ser frenada.
Feliz es el hombre que puede subyugarse a sí mismo. Pero en cuanto a nuestro Señor,
era puro, correcto y cariñoso por su naturaleza. Cada aspecto de su dulce
voluntad tendía a lo bueno. Su vida espontánea era santidad en sí: Era “Jesús,
el niño santo”. El príncipe de este mundo no encontró en él leña para la llama
que deseaba encender. No solo no brotaba ningún pecado de él, sino que no había
ningún pecado en él, ni inclinación ni tendencia en esa dirección. Observémoslo
en secreto y lo encontramos orando. Miremos su alma, y lo encontramos ansioso
por cumplir y sufrir la voluntad del Padre. ¡Ah, el carácter bendito de Cristo!
¡Aunque tuviera la lengua de hombres y de ángeles, no podría yo presentar
dignamente su perfección absoluta! ¡Con toda razón puede estar el Padre
complacido con él! ¡Muy bien merece que el cielo lo adore!
Amados, era absolutamente
necesario que cualquiera apto
para sufrir en nuestro lugar fuera sin mancha. El pecador merecedor del castigo
por sus propias ofensas, ¿qué puede hacer más que cargar con la ira que merece
por sus pecados? Nuestro Señor Jesucristo, como hombre, fue puesto bajo la Ley;
pero nada le debía a esa Ley porque la cumplió a
la perfección en todo sentido. Era apto para tomar el lugar de otros porque no
estaba bajo ninguna ley. Su compromiso era únicamente con Dios porque había
tomado sobre sí voluntariamente el compromiso de ser el Garante y el sacrificio
por aquellos que el Padre le dio. Él mismo era inocente, de otra manera no hubiera
podido comprometerse con hombres culpables.
(Pregunta: ¿En qué consiste la
pecaminosidad del estado en que ha caído el hombre? Respuesta: La pecaminosidad
del estado en que ha caído el hombre consiste de la culpabilidad del primer
pecado de Adán, la falta de justicia original y la corrupción de toda la
naturaleza, lo cual se denomina pecado original, junto con todas las transgresiones
que de hecho proceden de él. (Catecismo de Spurgeon, P. 17)
¡Ah, cuánto lo admiro! ¡Que siendo tal como era, sin mancha
y tres veces santo, para quien ni los cielos eran puros, y que aun en sus
ángeles notó necedad, no obstante se humilló al punto de ser
hecho
pecado por nosotros! ¿Cómo pudo aguantar ser contado entre
los transgresores y cargar el pecado de muchos? Quizá no sea sufrimiento para
un pecador vivir entre pecadores, pero ¡qué gran dolor para el puro de corazón
morar en compañía de disolutos y licenciosos! ¡Qué sufrimiento sin medida debe
haber sido para el Cristo puro y perfecto morar entre los hipócritas, los
egoístas y los blasfemos! ¡Cuánto peor que él mismo tuviera que cargar con los
pecados de esos culpables! Su naturaleza sensible y delicada ha de haberse
retraído aun de la sombra del pecado, y, sin embargo, leamos las siguientes
palabras y quedemos pasmados de que: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo
hizo pecado”. Nuestro Señor perfecto cargó nuestros propios pecados en su cuerpo
en el madero. Él, ante quien el sol mismo es tenue y el azul puro del cielo es
profano, fue hecho pecado. No necesito encontrar palabras más acertadas para
expresarlo: El
hecho mismo es tan grande que
no necesita de ninguna magnificación
del lenguaje humano. Dorar
el oro refinado o pintar un lirio sería absurdo, pero mucho más absurdo sería tratar
de adornar con palabras floridas las bellezas incomparables de la cruz.
Fue “hecho pecado”. Es una expresión maravillosa: entre más
reflexionamos en ella, más nos maravillamos de su fuerza singular. Sólo el
Espíritu Santo puede originar semejante lenguaje. Fue sabio que el Maestro
divino usara expresiones muy fuertes, porque de otra manera el pensamiento
humano no las hubiera captado. Aun ahora, a pesar del énfasis, la claridad y la
particularidad del lenguaje usado aquí y en otras partes de las Escrituras, hay
hombres tan atrevidos que niegan esa sustitución que enseñan las Escrituras.
Con mentes tan cerradas, es inútil argumentar. Resulta claro que tal lenguaje
no tiene ningún significado para ellos. Leer el capítulo 53 de Isaías, aceptar
que se relaciona con el Mesías, y luego negar su sacrificio sustituto es
sencillamente maldad. Sería vano razonar con tales cosas.
Son tan ciegos que si fueran transportados al sol todavía no podrían ver.
Dentro de la iglesia y fuera de la iglesia existe una animadversión mortal en
relación con esta verdad. El pensamiento moderno se esfuerza por apartarse de
aquello que es obviamente el significado del Espíritu Santo que el pecado fue quitado del
pueblo y cargado al inocente.
Escrito está: “Más Jehová cargó en él el pecado de
todos nosotros” (Isa. 53:6). Este es el lenguaje
más claro que se puede usar; pero si uno más claro se necesitase, es este: “Fue
hecho
pecado por nosotros”. Dios el Señor cargó sobre Jesús, quien
voluntariamente lo aceptó, todo
el peso del pecado humano. En
lugar de que cayera sobre el pecador, quien lo cometió, fue puesto sobre
Cristo, quien no lo cometió. Y la justicia que Jesús
consiguió fue puesta a cuenta del culpable, quien no había trabajado por ella,
de modo que el culpable fuera tratado como justo.
Los que por
naturaleza son culpables son considerados justos,
mientras que el que por naturaleza no conocía pecado fue
tratado como culpable. Creo que he leído en decenas de libros que la
transferencia es imposible. Pero esa afirmación no ha tenido
ningún efecto sobre mi mente, no me importa si es imposible o no según eruditos
incrédulos.
Evidentemente es posible para Dios, porque así lo ha hecho.
Pero dicen que es contrario a la razón. Eso tampoco me importa. Puede ser contrario
al razonamiento de esos incrédulos, pero no es contrario al mío… Dios lo dice y
lo creo. Y creyéndolo, encuentro en ello vida y consuelo. ¿Acaso no lo
predicaré? Seguramente que lo haré… Cristo no era culpable y
era imposible hacerlo culpable. Pero fue tratado como si fuera
culpable porque tuvo la
voluntad de tomar el lugar del culpable.
Efectivamente, no solo fue tratado como un pecador, sino que
fue tratado como si hubiera sido el pecado mismo en lo abstracto. ¡Esta es una
afirmación asombrosa! El que no tenía pecado fue hecho pecado.
El pecado le pesó mucho a nuestro gran Sustituto. Sintió su
peso en el Jardín del Getsemaní, donde era “su
sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Luc. 22:44). El peso completo lo
agobió cuando fue clavado en el ignominioso madero. Allí en
las horas de oscuridad cargó infinitamente más de lo que podemos expresar.
Sabemos que cargó con la condenación de la boca del hombre,
como
está escrito: “Fue contado con
los pecadores” (Isa. 53:12)… Fue un
escarnio cruel que se desató sobre su Persona santa. Esto,
vuelvo a decirlo: lo sabemos. Sabemos que sufrió dolores innumerables en su
cuerpo y su mente: tuvo sed, clamó en la agonía de haber
sido desertado, sangró, murió. Sabemos que entregó su alma hasta la muerte y
entregó el espíritu. Pero detrás y más allá de todo esto, había un abismo de
sufrimiento sin fondo. La Liturgia Griega
habla
apropiadamente de sus “sufrimientos desconocidos”. Es
probable que para nosotros sean sufrimientos imposibles de conocer. Él era Dios y hombre. La Divinidad le
otorgó un poder omnipotente a su humanidad, de modo que concentrado dentro de
su alma y sobrellevado por ella, había tal angustia que nos es imposible concebir…
“Fue hecho pecado”. Reflexionemos en estas palabras.
Captemos su significado, si podemos. Los ángeles quieren
hacerlo.
Miremos dentro de este terrible cristal. Dejemos que nuestra
vista se
adentre en este opal, en cuyas profundidades de sus piedras
preciosas arden llamas de fuego. El Señor hizo que el perfectamente Inocente fuera
pecado por nosotros. ¡Eso significa más humillación, tiniebla, agonía y muerte
de las que nos podemos imaginar! Produjo una especie de distracción y casi la
destrucción al espíritu tierno y manso de nuestro Señor. No digo que nuestro
Sustituto haya sufrido el infierno: eso sería injustificable. No digo que sufrió
el castigo exacto del pecado ni un equivalente. Pero sí digo que lo que sufrió fue para la
justicia de Dios una vindicación de su Ley más clara y más eficaz de lo que hubiera
sido por la condenación de los pecadores por quienes murió.
La cruz es en muchos sentidos una revelación más plena de la
ira de
Dios contra el pecado humano que aun Tofet y
el “humo del tormento que sube por los siglos de
los siglos” (Apoc. 14:11). El que quiera conocer
el aborrecimiento de Dios por el pecado tiene que ver al Unigénito con su
cuerpo sangrando y su alma sangrando hasta la
muerte. Tiene que, de hecho, enfocar cada palabra de mi
texto y captar su significado más profundo: “Fue hecho pecado por nosotros”.
¡Ah la profundidad del terror, y sin embargo la altura del amor!... ¡Cuán aceptables
para Dios han de ser aquellos a quienes Dios mismo hizo que fueran “justicia de
Dios en él”! No puedo concebir nada más completo.
Así como Cristo fue hecho pecado aunque nunca pecó, así
somos
nosotros hechos justicia, aunque no podemos pretender haber
sido
justos por nuestros propios medios. Aunque somos pecadores,
y nos
vemos forzados a confesarlo con dolor, el Señor nos cubre
tan
completamente con la justicia de Cristo que lo único que se
ve es su
justicia; y somos hechos justicia de Dios en él. Esto se
aplica a todos los santos, a todos los que creen en su nombre. ¡Ah, el
esplendor de esta doctrina! ¿Puedes verlo, mi amigo? Aunque seas pecador y por
ello corrupto, deformado y vil, si aceptas al gran Sustituto que Dios te brinda
en la Persona de su Hijo amado, tus pecados han sido apartados de ti y la
justicia te ha sido dada. ¡Los pecados fueron cargados a Jesús, el chivo
expiatorio! Ya no son tuyos, él te los ha quitado. Te digo que su justicia te
ha sido imputada a ti, y aún más digo con el texto, fuiste “hecho justicia de
Dios en él”. Ninguna doctrina puede ser más dulce que esta para los que sienten
el peso del pecado y la carga de su maldición.
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