} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: UN CAMBIO VERDADERO 10

miércoles, 11 de julio de 2018

UN CAMBIO VERDADERO 10



       La conversión, aunque pueda parecer igual en algunos aspectos a la regeneración y el llamamiento eficaz, se distingue de ambos. La regeneración es exclusivamente la acción de Dios. La conversión consiste tanto de la acción de Dios sobre los hombres para transformarlos y de las acciones realizadas por los hombres bajo la influencia de la gracia que convierte: se vuelven, habiéndoles dado vuelta la gracia. Como alguien ha dicho, la regeneración es la moción de Dios hacia y sobre el corazón del pecador; la conversión es la moción del hombre hacia Dios. En la regeneración, los hombres son totalmente pasivos, tal como lo son también en el primer momento de la conversión; pero por ella se hacen activos. Por lo tanto, a veces se expresa pasivamente: “habéis vuelto”, o convertido (1 Pedro 2:25), y a veces activamente: “Gran número creyó y se convirtió al Señor” (Hch. 11:21), “pero cuando” ––el cuerpo de la gente judía— “se conviertan al Señor”, lo cual se refiere a su conversión en los últimos días (2 Cor. 3:16). El llamamiento eficaz es el llamado a los hombres de las tinieblas a la luz; y la conversión responde a ese llamado y es el “volverse” auténtico de los hombres de lo uno a lo otro, de modo que propiamente, la conversión puede ser considerada distinta de la regeneración y del llamamiento eficaz. Respecto a lo cual podemos comentar:

  QUÉ ES LA CONVERSIÓN Y DÓNDE RADICA.

 La conversión a la cual nos estamos refiriendo no es:
 1. Externa, una que radica únicamente en la reforma exterior de la vida y la forma de comportarse, como los ninivitas. Porque es posible que no haya acontecido una conversión interior, como en el caso de los escribas y fariseos, por lo que uno puede apartarse y regresar a su antigua manera de vivir. En cambio, cuando es correcta y auténtica, es el fruto y efecto de una verdadera conversión, no solo algo externo.

2. Tampoco es meramente doctrinal o una conversión de nociones equivocadas infiltradas en una serie de doctrinas y verdades que  es la obra del Espíritu de Dios el cual, convenciéndonos de nuestro pecado y nuestra condenación, ilustrando nuestra mente con el conocimiento de Cristo con la renovación de nuestra voluntad, nos persuade y capacita para aceptar a Jesucristo, ofrecido a nosotros gratuitamente en el Evangelio  coinciden con las Escrituras. Así eran los hombres en la antigüedad que se convertían del judaísmo y paganismo al cristianismo, pero no todos que así se convertían en un sentido doctrinal eran conversos auténticos y reales. Algunos tenían la apariencia de piedad sin tener el poder de ella.
Vivían y llevaban el nombre de cristianos, pero estaban muertos, y no se habían convertido. Por lo tanto, la acción de recobrarse de los que profesaban una religión de errores en la que habían caído, reconociendo la verdad, se llamaba conversión (Stg. 5:19-20).

3. Tampoco lo es la restauración del pueblo de Dios de los retrocesos a los que están sujetos, cuando se les llama de un modo muy conmovedor e inoportuno a volver al Señor (Jer. 3:12, 14, 22; Os. 14:1-4). Igualmente en el caso de Pedro, cuando cedió a la tentación y negó a su Señor y se recobró de ello, gracias a una mirada de Cristo, el Evangelio dice que fue una conversión (Luc. 22:32).  

4. La conversión bajo consideración es una obra de Dios verdadera, real, interna en el alma del hombre. Existe una falsificación de la misma, que se manifiesta en algunos hombres que no se han convertido de verdad y que se asemeja a lo que siempre es evidente en los que se han convertido auténticamente, [como ser] un sentir de haber pecado y un reconocimiento acerca del mismo; un temor de la desaprobación divina por haber pecado; gran angustia por haber pecado, un pesar por ello, sentir humillación a causa de él, y un abstenerse de hacerlo. Algo parecido a cada uno de estos sentires puede encontrarse en los inconversos, aunque su preocupación por el pecado es principalmente por lo malo que se deriva de él o que puede derivarse de él, y no el mal que hay en él. Por esto es que a los convertidos tarde o temprano les llega la luz del evangelio y sus doctrinas, particularmente la doctrina de la salvación en Cristo, que les ofrece alivio y consuelo bajo una convicción de pecado, y los anima a tener fe y esperanza en Dios. Se observa algo parecido en algunos que no están realmente convertidos, que se dicen “iluminados”, es decir, teórica y doctrinalmente y que “gustan” de la Palabra buena de Dios, aunque lo hacen solo de una manera superficial, y la “reciben con gozo”, con un estallido de afecto natural que dura un tiempo, y la creen con una fe temporal, histórica, y se sujetan a las ordenanzas. No obstante, en todo esto no hay una obra del corazón, mientras que la conversión auténtica consiste,

  En el volver a Dios el corazón y los pensamientos del corazón que son impíos y que continuamente se enfocan en cosas impías y no en Dios y las cosas de Dios: “No hay Dios en ninguno de sus pensamientos” (Sal. 10:4), ni en ninguno de los pensamientos de hombres impíos. Pero cuando se convierten, sus pensamientos tienen que ver con su estado y condición natural; tienen que ver con sus almas y su bienestar eterno; y tienen que ver con Dios y los medios de su gracia en la salvación de los hombres. Es
un volverse de los “deseos” del corazón, que antes eran lujurias y placeres vanos, carnales, mundanos; pero que ahora desean a Dios y la comunión con él, desean a Cristo y la salvación por medio de él, desean al Espíritu y las cosas del Espíritu. Es un volverse de los “afectos” del corazón, que antes eran “desordenados” y corrían por un cauce equivocado. Antes eran carnales, deseaban las cosas del mundo, los apetitos de la carne, la lujuria del ojo y la soberbia.
 Pero ahora están controlados y se han vuelto hacia Dios, siendo circuncidados sus corazones para amarle, y a quien aman con todo su corazón y alma porque él los amó primero, siendo que antes sus mentes carnales estaban enemistadas con él; y se han vuelto hacia Cristo a quien ahora aman con afecto, fervor, superlativamente y con sinceridad; y se han vuelto hacia los santos, que son ahora los destacados en la tierra, en cuya manera de comportarse y de vivir se deleitan, siendo que antes sentían antipatía por ellos, y por la Palabra, la adoración y las ordenanzas de Dios en todo lo cual encuentran ahora placer cuando antes los cansaba.

La conversión es volver la “mente” de las cosas carnales a las espirituales, y de las cosas terrenales a las celestiales. Sí, es un volverse de la “voluntad”, que antes de la conversión está en un estado pésimo, es obstinada e inflexible, parcial y propensa a lo malo y adverso a todo lo que es bueno.
Pero en la conversión, Dios “produce” en los hombres “tanto el querer como el hacer” (Fil. 2:13). Les da otra voluntad, o un cambio de su voluntad, de modo que un pueblo renuente, pasa a ser un pueblo dispuesto en el momento cuando el Señor los inviste de su poder; porque no estaban dispuestos a venir a Cristo para salvación y aceptarlo como su único Salvador: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida”, dice Cristo (Juan 5:40). Es decir, no tienen voluntad para recibir de él vida y salvación. En cambio, eligieron buscarlas en todas partes menos en Cristo, pero ahora están dispuestos a ser salvos por él y a no tener ningún otro Salvador que no sea él. Sí, aunque los lleve a la muerte, confiarán en él y dirán: “Él será nuestra salvación”. Y aunque antes anduvieron de acá para allá con miras a establecer su propia justicia y no se sometían a la justicia de Cristo, ahora sus corazones rebeldes que andaban lejos de la justicia, han sido humillados, estando ahora dispuestos a ser encontrados únicamente en Cristo y su justicia.

 Así como antes no aceptaban que Cristo reinara sobre ellos y escogían no sujetarse a sus leyes y ordenanzas, ahora están listos para reconocerle como su Rey y Soberano, a aceptar sus testimonios y estimar sus preceptos concernientes a todas las cosas que son correctas.

  La conversión radica en que el hombre se vuelva de las tinieblas a la luz.
El apóstol dice que fue enviado por Cristo a los gentiles, como ministro del evangelio, “para que se conviertan de las tinieblas a la luz” (Hch. 26:18). Es decir, con el fin de ser un instrumento o medio para la conversión de ellos por la predicación del evangelio. En esto, la conversión pareciera coincidir con el llamamiento eficaz. Pero cabe observar que el llamamiento eficaz es un llamado a, mientras que la  conversión es un volverse el hombre de las tinieblas a la luz. Dios no solo llama para que tengan luz, sino que los vuelve a la luz en todo sentido: a Dios, que es luz misma y en quien no hay nada de tinieblas; a Cristo, que es la luz del mundo; al evangelio, que es la gran luz que brilla sobre los hombres sentados en tinieblas; y a la luz de la gracia, que es una luz brillante que brilla cada vez más hasta que el día sea perfecto.

 La conversión radica en que el hombre se vuelva “de la potestad de Satanás a Dios” (Hch. 26:18). Satanás tiene un gran poder sobre los hombres en su estado inconverso, su asiento está en sus corazones que son el palacio en el que reina. Obra eficazmente con gran poder y energía en los hijos de desobediencia, despertando sus lujurias y corrupciones, sugiriendo cosas impías a sus mentes y tentándoles a hacerlas. Hace todo lo que puede para mantenerlos en su ceguera e ignorancia natural y aumenta dicha ceguera e ignorancia, impidiendo que escuchen el evangelio y que los beneficie, no sea que la luz brille en sus mentes.
  Los cautiva, y los lleva cautivos como él quiere, y ellos se dejan llevar por él cometiendo las lascivias de sus padres. Pero ahora en la conversión ya no están bajo su poder. Satanás queda desposeído de ellos; y su armadura, en la cual confiaba, le es quitada; su presa ha sido arrebatada de sus manos poderosas, y su cautivo es liberado. Los hombres son trasladados del poder de las tinieblas al reino del Hijo amado de Dios. Y aunque no están libres de las tentaciones [de Satanás], tienen la gracia suficiente que les ha sido dada para resistirlas hasta que Dios se complazca en salvarlos de ellas, lo cual pronto hará en virtud de ellos. Y como en la conversión son vueltos de él [Satanás] y vueltos a Dios, los que antes estaban sin este, enemistados de la vida de él y extraños para él, ahora han vuelto al conocimiento de [Dios] para amarle, para confiar en él y para tener comunión con él.

 La conversión radica en volver a los hombres de los ídolos para servir al Dios viviente: no meramente de los ídolos de plata y oro, de madera o roca, como antes, sino de los ídolos del propio corazón del hombre, sus lascivias y corrupciones de las cuales el lenguaje del pecador convertido es: “¿Qué más tendré ya con los ídolos?” (Os. 14:8). Esta es la bendición impartida en la conversión: “A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad” (Hch. 3:26). En la redención, Cristo aparta las iniquidades de su pueblo por medio de cargarlas y de satisfacer sus demandas.
Y en la conversión, él, por medio de su Espíritu y gracia, los vuelve de sus iniquidades. Los vuelve de su amor a estas a un aborrecimiento por ellas, tanto de pensamientos vanos como de acciones pecaminosas; del servicio y la carga de ellas al servicio de la justicia; del poder y dominio de ellas y sujeción a ellas, y del vivir en ellas a una vida de santidad; y de las sendas de pecado a las sendas de la verdad y rectitud.
  La conversión radica en volver a los hombres de su propia justicia a la justicia de Cristo: no de realizar obras de justicia porque tales convertidos son aptos y están sumamente capacitados y tienen la gran obligación de realizarlas; sino que se vuelven de depender de ellas para su justificación ante Dios y su aceptación por parte de él. El Espíritu de Dios tiene que ser el que los convenza de la insuficiencia de su propia justicia, de lo imperfecta que es para justificarlos, y de la necesidad de la perfección y la plenitud de la justicia de Cristo, la cual si se vuelven a él, la reciben, adoptan, toman y declaran como su justicia justificadora delante de Dios. Y esto requiere más que las enseñanzas humanas, porque aunque se dice que los pastores “enseñan la justicia a la multitud”, o sea la justicia de Cristo, pero solo en forma instrumental y como el medio para hacerlo, es por la predicación del evangelio que la revela. Porque Dios es la causa eficaz de que se vuelvan a ella; porque aunque el evangelio es su
ministración, es el Señor quien tiene que acercarla a los duros de corazón alejados de la justicia y hacer que estén dispuestos a someterse a ella y anhelar ser hallados en ella. Los hombres, por naturaleza, no quieren despojarse de su propia justicia, les pertenece y la han tenido por largo tiempo habiéndoles costado trabajo establecerla. No pueden aguantar que la destrocen. Con gusto se aferran a ella, se apoyan en ella aunque no siga en pie. Es su ídolo en el cual ponen su confianza, y quitarles esto es
quitarles su Dios; como dijo Micaía cuando le robaron su ídolo:
 Tomasteis mis dioses... ¿qué más me queda?” (Jue. 18:24). Como la conversión del hipócrita es más rara y difícil que la conversión del pecador depravado, nuestro Señor le dice a los escribas y fariseos que “los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios” (Mat.21:31); y que él mismo no había “venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mat. 9:13).

  La conversión radica en que el hombre se vuelva al Señor activamente bajo la influencia de la gracia divina. Y esta frase es a menudo expresada en las Escrituras (Isa. 10:21; Hch. 11:21; 2 Cor. 3:16), estando los hombres totalmente convencidos de que no hay salvación en ninguno más que en Cristo y que es inútil esperarla en otro lugar. Después de haber inquirido mucho y buscado mucho inútilmente, se vuelven al
Señor Jesucristo y confían únicamente en él para ser salvos; estando conscientes de su peligro, se vuelven conforme son dirigidos, alentados y capacitados por Cristo, el Baluarte, donde están seguros de todo peligro y de todo enemigo. Habiendo sido sensibilizados a la insuficiencia de su propia justicia y de lo adecuado de la justicia de Cristo para ellos, se vuelven a él como el Señor de su justicia, en quien toda la semilla de Israel es justificada y se gloría. Y estando totalmente satisfechos con la
equidad de las leyes, reglas y ordenanzas de Cristo, se vuelven a él como su Señor y Dador de la Ley, sometiéndose a sus mandatos, renunciando a todos los demás señores y su dominio sobre ellos. Aunque en su estado natural son como ovejas perdidas, en la conversión vuelven a Cristo, como el gran Pastor y Obispo de sus almas. La parábola de buscar, encontrar y traer la oveja perdida a su redil es una representación apropiada de la conversión de un pecador… Las parábolas que siguen a esta representan lo mismo, la moneda de plata perdida que, para encontrarla, la mujer prende una vela y barre la casa y busca en cada rincón hasta que la encuentra, lo cual la llena de gozo. Esto destaca la alta estima y el valor de los escogidos para Cristo, comparables a la plata, sí al oro fino y a las piedras preciosas, y la pasividad de los hombres en su conversión, quienes no contribuyen más a ella que la moneda
contribuye a ser encontrada y los medios y métodos usados en la conversión, a la luz del ministerio del evangelio y a la conmoción en esa ocasión. La parábola del hijo pródigo y su regreso a su padre expresa lo mismo.

Su manera de vivir antes de su regreso es una figura viva del estado de los inconversos viviendo en sus lascivias y entregándose a los deseos de la carne y de la mente. En su regreso están todos los síntomas de una conversión auténtica y real, un sentido de su estado de carencia, inanición y mortandad; su volver en sí, su sentimiento de pecado, confesión y arrepentimiento del mismo; su fe y esperanza en ser recibido favorablemente por su padre, lo cual lo alentó a volver y quien de hecho
lo recibió (Isa. 55:7).

  LAS CAUSAS DE LA CONVERSIÓN

1. Primero, la causa eficaz, que no es el hombre sino Dios. No el hombre, no es por el poder ni la voluntad del hombre.
  No por el poder del hombre. Lo que se dice de la conversión o del volver de los judíos de su cautividad es cierto acerca de la conversión del pecador, que no es “con ejército, ni con fuerza”, que no es de hombre, “sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac. 4:6). Los hombres están muertos en un sentido moral mientras siguen siendo inconversos. Están muertos en delitos y pecados, que son la causa de su
muerte; y en ellos, la vida misma no es otra cosa que una muerte moral.
Tampoco se pueden dar vida a sí mismos, y a menos que sean vivificados no pueden ser convertidos; y estando muertos en un sentido moral son “impotentes”. No solo son “débiles en la carne”: la corrupción de la naturaleza, sino que no “tienen fuerzas”. Quedan sin fuerzas para hacer lo que es bueno y mucho menos una obra de tanta importancia como su propia conversión. No tienen control sobre sí mismos, ni ningún poder sobre sus corazones, deseos y afectos. No pueden frenarlos ni controlarlos a voluntad; no pueden pensar en nada por sí solos, mucho menos pensar un pensamiento bueno.

No pueden encauzar las corrientes de sus deseos y sentimientos en una dirección correcta. No pueden conmover sus mentes, ni doblegar su voluntad, aun hacia lo que es para su propio beneficio. La conversión crea tal alteración en el hombre que ni tiene el poder de efectuarla… La conversión es la moción del alma hacia Dios. Pero esto no puede suceder en un muerto, a menos que sea vivificado, a menos que sea atraído por la gracia eficaz; por eso Dios, en la conversión, atrae a los hombres a sí mismo con su bondad y con las cuerdas de amor, a su Hijo; porque “Ninguno”, dice Cristo, “puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44). Y aun el convertido mismo es consciente de esto y ora como lo hizo la iglesia:
“Atráeme; en pos de ti correremos” (Cantares 1:4). La conversión habla por sí misma y muestra que no se puede efectuar por el poder del hombre…

 Ni se debe la conversión a la voluntad del hombre. La voluntad del hombre antes de la conversión está en un pésimo estado, escoge sus propios caminos y se deleita en sus abominaciones. Va con entusiasmo tras los deseos de la carne y de la mente. Está decidida a ir tras sus amantes, sus lascivias que alimentan sus apetitos y le brindan cosas agradables a su mente carnal. La voluntad se ha convertido en una esclava de las lascivias y los placeres carnales, aunque la libertad natural de la voluntad no se pierde por el pecado, puede desear libremente cosas naturales en cuanto a comer, beber, sentarse o pararse o caminar según desea. Pero su libertad moral está perdida. Está encadenado con cadenas de lascivias pecaminosas por las cuales es vencido y esclavizado. Y aunque hace alarde de libertad, es un esclavo de nacimiento… no tiene voluntad para venir a Cristo, para ser salvo por él; ni para someterse a su justicia ni sujetarse a sus leyes y ordenanzas, hasta que su voluntad es transformada por la gracia eficaz. La conversión no es por voluntad de hombre, ya que la salvación en su totalidad “no depende del que quiere”, de modo que esta acción en particular,  la regeneración, con la cual la conversión en el primer momento coincide, no es “de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Rom. 9:16; Juan 1:3).

  Solo Dios es el Autor y la causa eficaz de la conversión. Él que hizo el corazón del hombre y formó el espíritu del hombre dentro de él, él solo puede volver su corazón y transformar y moldear su espíritu como le plazca. El corazón del rey e igualmente de todos los demás hombres, está en las manos del Señor, y él puede cambiarlo como cambia los ríos de agua. Él, y solo él, puede controlar y volver sus pensamientos y los deseos y sentimientos del corazón a otro cauce, y la mente y la voluntad a otros objetos. Él puede quitar la obstinación de la voluntad, doblegarla a su discreción, y hacerla maleable y conformarla a su propia voluntad.
Puede quitar la dureza del corazón. Aunque es como una piedra diamantina , pueda ablandarla y hacerla susceptible a las mejores impresiones. Él puede romper el corazón de piedra en pedazos, sí, quitarle el corazón de piedra y darle un corazón de carne. Así como puede quitar de él lo que le plazca, puede igualmente ponerle adentro lo que quiera, tal como lo hace en la conversión, sus leyes, su temor a él y su Espíritu. Puede, y de hecho lo atrae a sí mismo y a su Hijo por la poderosa influencia de su gracia. Y hace esto sin forzarle su voluntad. Lo cautiva dulcemente por su gracia a venir a Cristo y sus ordenanzas... El poder de gracia divina manifestado en la conversión es irresistible, de modo que no se le puede poner un freno a la obra para que no tenga efecto, ni por la oposición desde adentro ni desde afuera. La conversión es según la voluntad de Dios, su voluntad de propósito, que nunca puede frustrarse: “¿Quién ha resistido a su voluntad?” (Rom. 9:19).
    
La causa motivadora o impulsora de la conversión es el amor, la gracia, misericordia, el favor y la buena voluntad de Dios.

 La misma que es la causa motivadora de la regeneración y el llamamiento eficaz, y no los méritos del hombre. Porque, ¿qué hay en el hombre antes de la conversión que mueva a Dios a tomar un paso en su favor? (1 Cor. 6:9-11; Ef. 2:2-4).
  La causa instrumental, o medio de conversión es usualmente el ministerio de la Palabra. A veces, ciertamente, sucede sin la Palabra por una sorprendente providencia vivificadora o alguna otra cosa, y a veces por la lectura de las Escrituras. Pero mayormente es por medio de la predicación de la Palabra, por lo que se dice que los pastores “enseñan la justicia a la multitud”, y el Apóstol Pablo dice que fue enviado por Cristo al mundo gentil para “que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios” (Hch. 26:18). Esto se lleva a cabo por la predicación de la Ley y del evangelio: “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma” (Sal. 19:7), aunque quizá no la Ley, estrictamente hablando, sino que a toda la doctrina de la Palabra a lo cual se refiere aquí. Sin embargo, la predicación de la Ley es utilizada por el Espíritu de Dios para convencer de pecado, porque “por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rom. 3:20); y por su intermedio, cuando penetra el corazón y la conciencia bajo su influencia, el pecado se ve excesivamente pecaminoso, y el alma se llena de aflicción debido a él. Porque “la ley produce ira” (Rom. 4:15), aunque algunos toman esto como algo más bien preparatorio para la conversión en lugar de la conversión misma, algo que corresponde más bien al evangelio…porque “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Gál. 3:2; Rom. 10:8,17). Pero entonces la predicación de del evangelio no es en sí suficiente para producir la obra de conversión en el corazón: los hombres pueden oírla y no convertirse por ella ni recibir ningún beneficio, provecho y ventaja por ella, si viene en palabra solamente y no con la demostración del Espíritu y de poder. Y cuando va acompañada del poder de Dios y es hecha poder de Dios para salvación, entonces es solo un instrumento y no un agente porque “¿Qué, pues, es Pablo, y qué es Apolos?

Servidores por medio de los cuales habéis creído” (1 Cor. 3:5).

  EL OBJETO DE LA CONVERSIÓN.

 No lo son todos los hombres porque, de hecho no todos se convierten. Ni parece ser el designio y propósito de Dios convertir a todos los hombres, ni da él suficiente gracia a todos para que se conviertan si así lo desean. Porque no da a todos los medios de gracia, el ministerio externo de la Palabra. Esto no fue dado a los gentiles por siglos antes de la venida de Cristo y, desde entonces, millones no han sido favorecidos con ella, ni lo son en la actualidad.
Y para muchos que tienen las Escrituras para leer, es un libro sellado, y lo es para todos, a menos que el Espíritu de Dios las abra. Y a quien el evangelio es predicado, le es velado, a menos que le sea dado a conocer los misterios del reino, lo cual no lo es a todos. Las personas convertidas son los “escogidos” de Dios, tanto entre judíos como gentiles… en una palabra, son descritos como “pecadores”. “Los pecadores se convertirán a ti” (Sal. 51:13), pecadores por naturaleza y por práctica y algunos de ellos son los peores y principales pecadores. Y por lo tanto, la maravillosa gracia de
Dios con más razón se demuestra en la conversión de ellos.

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