NUESTRA JUSTICIA
NO DEPENDE DE NOSOTROS
Expliquemos primero el significado de las
expresiones ser justificado ante los ojos de Dios, ser justificado por fe o por
obras.
Decimos que
alguien es justificado ante los ojos de Dios cuando Dios juzga que es justo y
acepto debido a su justificación. Porque la iniquidad es abominable para Dios,
de modo que el pecado no puede encontrar gracia ante él mientras es y sea
considerado pecador. Por lo tanto, dondequiera que haya pecado, está también la
ira y venganza de Dios.
Por otro lado,
es justificado aquel que se considera no pecador, sino justo, y como tal queda
absuelto ante el tribunal de Dios, donde todos los pecadores son condenados.
Igual que un hombre inocente, cuando se le presentan cargos ante el juez
imparcial quien decide de acuerdo con su inocencia, se dice que es justificado
por el juez, así también se dice que es justificado por Dios cuando, quitado
del catálogo de los pecadores, tiene a Dios como el Testigo y Abogado de su
justicia. De la misma manera, se dice que es justificado por obras, si en su vida puede encontrarse una
pureza y santidad que amerita un testimonio de justicia ante el trono de Dios,
o si por la perfección de sus obras puede responder y satisfacer la justicia
divina. Por el contrario, el hombre será justificado
por la fe cuando, a exclusión de la justicia de las obras, se apropia de
la justicia de Cristo y vestido en ella aparece ante Dios no como un pecador,
sino como justo.
Por
lo tanto, sencillamente interpretamos
la justificación como la aceptación con la que Dios nos recibe como objetos de su favor, tal y como si
fuéramos justos. Y afirmamos que esta justificación consiste en el
perdón de los pecados y la imputación de la justicia de Cristo.
Consideremos
ahora la verdad de lo que dijimos en la definición, es decir, que la
justificación por la fe es la reconciliación con Dios y que esto consiste
exclusivamente en la remisión de pecados. Tenemos que volver siempre a los
axiomas de que la ira de Dios alcanza a todos los hombres mientras sigan siendo
pecadores. Isaías lo expresa elegantemente con estas palabras: “He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para
salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho
división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de
vosotros su rostro para no oír” (Isa. 59:1-2).
Nos dice aquí que el pecado es una separación entre Dios y el hombre, que su
rostro se aparta del pecador y que no puede ser de otra manera, pues asociarse
con el pecado es contradictorio a su justicia. De ahí que el Apóstol muestra
que el hombre está enemistado con Dios mientras no se reconcilie por medio de
Cristo (Rom. 5:8-10).
Por lo tanto,
cuando el Señor lo acepta como suyo, se dice que lo justifica, porque no puede
reconciliarse ni unirse con él sin cambiar su condición de un pecador a la de
un hombre justificado. Agrega que esto se lleva a cabo por la remisión de
pecados. Pues si aquellos que han sido reconciliados por el Señor son evaluados
por las obras, en realidad siguen siendo pecadores, cuando debieran ser puros y
libres de pecado. Por lo tanto, es evidente que la única manera como aquellos que
Dios adopta son hechos justos es cuando sus contaminaciones son borradas por la
remisión de pecados.
De modo que esta
justificación puede ser expresada como: la remisión de pecados.
Ambas cosas
mencionadas son expresadas con perfecta claridad por Pablo: “Que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al
mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a
nosotros la palabra de la reconciliación”. Luego agrega la suma de su misión:
“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo
pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:19-21).
El Apóstol usa
aquí justicia y reconciliación indiscriminadamente, para hacernos comprender
que la una incluye a la otra. Explica que la manera de obtener esta justicia es
que nuestros pecados no nos sean imputados. Por lo cual, de ahora en adelante
no podemos dudar cómo Dios nos justifica cuando nos dice que nos reconciliará
con él mismo por medio de imputar nuestras faltas.
De la misma
manera, en la epístola a los Romanos da prueba, por el testimonio de David, que
la justicia es imputada sin obras porque declara que es bienaventurado el
hombre “cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos
pecados son cubiertos” y “a quien Yahweh no
culpa de iniquidad” (Rom. 4:7; Sal. 32:1-2).
En ese caso no cabe duda que usa la palabra bienaventurado para expresar
justicia; y como declara que consiste del perdón de los pecados, no hay razón
para que nosotros la definamos de otra manera. Del mismo modo, Zacarías, el
padre de Juan el Bautista, expresa en su cántico que el conocimiento de la salvación
consiste en el perdón de los pecados (Luc. 1:77).
Lo mismo hizo Pablo, cuando hablando al pueblo de Antioquia les dio un resumen
de la salvación.
Lucas declara
que concluyó de esta manera: “Sabed, pues, esto,
varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de
todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él
es justificado todo aquel que cree” (Hech.
13:38-39). Así que el Apóstol conecta el perdón de los pecados con la
justificación en una forma que demuestra que son totalmente lo mismo. Y, por
consiguiente, argumenta correctamente que la justificación, que debemos a la
indulgencia de Dios, es gratuita.
Tampoco debiera
parecer extraño el modo de expresarse diciendo que los creyentes son
justificados ante Dios no por obras, sino por aceptación gratuita, viendo que
se usa frecuentemente en las Escrituras y a veces también por los escritores de
la antigüedad.
Agustín dice: “La justicia de los santos en este mundo
consiste más en
el perdón de los
pecados que en la perfección de la virtud” . Con esto coincide el bien conocido
sentimiento de Bernardo (Bernardo de Claraval (1090-1153)
– El teólogo más reconocido de su época. Escribió obras místicas, teológicas,
devocionales e himnos como O Sacred Head Now Wounded (O Cabeza Sagrada
Ahora Herida): “No pecar es la justicia
de Dios, pero la justicia del hombre es el deleite de Dios”.
Anteriormente
afirma que Cristo es nuestra justicia por absolución, y por lo tanto, son
justos únicamente aquellos que han obtenido perdón por misericordia.
De allí que
también es prueba de que es enteramente por la intervención de la justicia de
Cristo que obtenemos justificación delante de Dios. Esto es equivalente a decir
que el hombre no es justo en sí, sino que la justicia de Cristo le es
transmitida por imputación, cuando realmente merece el castigo.
El Apóstol declara claramente esto cuando
dice que el que no conoció pecado fue hecho una víctima expiatoria por el
pecado, a fin de que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él (2 Cor. 5:21).
Vemos que
nuestra justicia no está en nosotros, sino en Cristo. La única manera cómo
podemos poseerla es ser partícipes de Cristo, dado que con él poseemos toda
riqueza. No hay nada contradictorio en esto según dice en otro lugar: “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado
y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la
ley se cumpliese en nosotros” (Rom. 8:3-4).
El único cumplimiento al cual se refiere aquí es el que obtenemos por
imputación.
Nuestro Señor
Jesucristo nos transmite su justicia, y de algún modo milagroso en lo que se
relaciona con la justicia de Dios nos inyecta su poder. Que esta era la
creencia del Apóstol se hace muy claro en otra postura que había expresado un
poquito antes: “Porque así como por la
desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:19). Declarar que somos justos exclusivamente
porque la obediencia de Cristo nos es imputada como si fuera de nosotros, es
colocar nuestra justicia bajo la obediencia de Cristo.
Ambrosio ((c 340-397) – Obispo de
Milán, teólogo de la iglesia primitiva quien instruyó y bautizó a
Agustín. Nació en Tréveris (ahora en Alemania). nos llama elegantemente
la atención a la bendición de Jacob como una ilustración de esta justicia cuando
dice que él no merecía la primogenitura, que simuló ser su hermano, se puso su
ropa que emanaba un aroma placentero, y así se presentó ante su padre a fin de recibir
una bendición para su propio beneficio, aunque pretendiendo ser otro.
Agrega que así
nos ocultamos nosotros bajo la preciosa pureza de Cristo, nuestro Hermano
primogénito, a fin de obtener evidencia de justicia ante la presencia de Dios.
Estas son las palabras de Ambrosio:
“El que Isaac
oliera el aroma de su ropa, quizá signifique que somos justificados no por
obras sino por fe, ya que la debilidad carnal impide nuestro obrar, pero los
errores de la conducta son cubiertos por la intensidad de la fe, que amerita el
perdón de las faltas”. Y por cierto que así es, porque a fin de aparecer ante
la presencia de Dios para salvación, tenemos que emanar la fragancia de un
aroma, habiendo cubierto y sepultado nuestros pecados por medio de su
perfección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario